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PROFESOR MAIK CIVEIRA & LA ALIANZA FRIKI ANTIFASCISTA

viernes, 1 de marzo de 2024

Entendiendo cómo funciona el fascismo

Ahora puedes descargar este libro de la Pequeña Biblioteca Antifascista



Jason Stanley es profesor de filosofía de la Universidad de Yale e hijo de refugiados de guerra. Su abuela y su padre huyeron de la Alemania nazi en 1939, y él creció escuchando historias de supervivencia, pero también de heroísmo, en la lucha contra el fascismo original. Experto en el análisis de la propaganda, ha observado con horror el ascenso de un nuevo tipo de ultraderecha que ha crecido alrededor del mundo desde mediados de la década del 2010. De Rusia hasta los Estados Unidos, de Turquía hasta Brasil, de Hungría hasta la India, Stanley ha detectado el avance de una nueva ola de lo que él llama fascismo.

 

“He escogido la etiqueta fascismo para el ultranacionalismo de alguna variedad (étnico, religioso, cultural), con la nación representada en la persona de un líder autoritario que habla por ella.”

 

Más que enredarse en discusiones bizantinas sobre la definición de fascismo, lo que hace Stanley en este libro es desmenuzar las diferentes posturas que conforman estos movimientos reaccionarios y analizar las estrategias por las que se empoderan. Stanley expone las ideologías de odio y sus métodos para propagarse, y hace aterradores paralelismos entre lo que estamos atestiguando en nuestros tiempos y las anteriores oleadas de violencia reaccionaria que ha vivido la humanidad.

 

“La política fascista no necesariamente conduce a un estado explícitamente fascista, pero es peligrosa de todos modos.”

 

El libro está escrito de forma muy sencilla y concisa; su estilo es claro y didáctico (aunque a veces resulta redundante). Aunque tiene montones de referencias bibliográficas y constantemente referencia las obras clásicas sobre el tema (algunas de la cuales hemos reseñado en este blog), lo hace sin pedantería ni alarde de erudición. Está dirigido a un público amplio, pues el propósito del autor es que nos demos cuenta del peligro que estamos dejando crecer bajo nuestras narices. Quiere decirnos que todo esto ya ha pasado antes y que sus resultados siempre han sido funestos.

 

“Los peligros de la política fascista vienen de la forma particular en la que deshumaniza a segmentos de la población. Al excluir a estos grupos, limita la capacidad de empatía por parte de otros ciudadanos, lo que lleva a la justificación de tratos inhumanos, desde la represión de la libertad a encarcelamiento masivo, expulsión o, en casos extremos, exterminio.”

 


La perspectiva de Stanley es más bien moderada y progresista; no se crea que es una especie de marxista radical, ni nada por el estilo. Él se asume liberal y su libro está dirigido a personas de todo el espectro ideológico, siempre que no estén por completo seducidas por el discurso del fascismo. Incluso tiene en cuenta a posibles lectores que podrían haber empezado a coquetear con la retórica reaccionaria sin darse cuenta, para que puedan escapar de ese embrujo mientras hay tiempo.

 

Su objetivo, según nos explica, es proporcionar a la ciudadanía las herramientas críticas para diferenciar entre las tácticas y posturas legítimas en una democracia y los métodos insidiosos del fascismo. Muchas personas, lamenta, no están familiarizadas con la estructura ideológica del fascismo y no ven cómo se va introduciendo poco a poco en la vida cotidiana.

 

“Los políticos fascistas justifican sus ideas al romper el sentido común de la historia, creando un pasado mítico para sostener su visión del presente. Reescriben el sentido de la realidad de una población al torcer el lenguaje a través de la propaganda, y promueven el antiintelectualismo, atacando a las universidades y los sistemas educativos que podrían ser un obstáculo a sus ideas. Con el tiempo, con estas técnicas, la política fascista crea un estado de irrealidad, en que las teorías conspirativas y las noticias falsas reemplazan el debate razonado.

 

Mientras el entendimiento compartido de la realidad se desmorona, la política fascista abre espacio para que creencias falsas y peligrosas echen raíz. Primero, busca naturalizar las diferencias entre grupos, dando así la apariencia de que existe una base natural y científica para las jerarquías que establecen que algunos humanos valen más que otros. Cuando los estratos sociales y las divisiones se solidifican, el miedo toma el lugar del entendimiento entre los grupos. Cualquier progreso de una minoría dispara sentimientos de victimismo entre la población dominante. La política de la ley y el orden tiene entonces atractivo masivo, presentando un “nosotros” de ciudadanos honestos frente a un “ellos” de criminales sin ley que significan una amenaza existencial a la virilidad de la nación.”

 

Los conceptos resaltados en el anterior párrafo (en negritas en el original) son los que componen el corazón de la política fascista. El autor procede a analizarlos, dedicando un capítulo a cada uno, y señalando cómo se expresaron en los movimientos fascistas del pasado y cómo podemos ver lo mismo en el presente.

 


El pasado mítico: La política fascista siempre invoca un pasado glorioso en el que todo era mejor. En aquella época, que puede ser de hace un par de décadas, o hace un siglo, o incluso la Edad Media o la Antigüedad clásica, los hombres eran viriles, las mujeres eran sumisas, los niños eran obedientes, no había crimen, “nosotros” éramos más libres y felices, mientras “ellos” conocían su lugar, no contaminaban “nuestro” mundo con su presencia y sus exigencias.

 

“En todos los pasados míticos, una versión extrema de la familia patriarcal reina suprema, incluso hace unas pocas generaciones. Mientras más retrocedemos en el tiempo, el pasado mítico era una época de gloria para la nación, con guerras de conquista lideradas por patrióticos generales, con ejércitos conformados por puros compatriotas, guerreros leales y capaces, cuyas esposas permanecían en casa criando a la siguiente generación. En el presente, estos mitos se convierten en la base de la identidad nacional bajo la política fascista.”

Según esta retórica, los problemas del presente se deben a la pérdida del orden de antaño, el cual debe recuperarse a toda costa, por la violencia si es necesario. Hay que volver a subordinar a las mujeres, obligar a los desviados sexuales a meterse al clóset y excluir a los extranjeros y minorías raciales. Entonces la antigua edad dorada podrá volver.

 

Claro que nunca existió tal paraíso. Los tiempos pasados podrían haber ofrecido mayores privilegios para algunas personas, pero para las mayorías regresar a ellos significaría una pesadilla. En todo caso el pasado ni siquiera fue tan patriarcal ni viril como les gusta pensar. Para sostener la narrativa, es necesario suprimir algunos hechos y embellecer otros. La propia nación siempre aparecerá fuerte y virtuosa, y cualquier crítica o señalamiento a sus pecados es descartado como “propaganda” por parte de los progres para hacer quedar mal a la patria. La realidad no importa: el pasado mítico sirve para canalizar el sentimiento de la nostalgia y el miedo a la “decadencia” hacia un apoyo para el proyecto fascista.

 


La propaganda: Stanley, experto en el tema, explica que la propaganda política utiliza una retórica que apela a “ideales virtuosos” para manipular a las personas y hacerlas apoyar objetivos que en realidad son aborrecibles.

 

Por ejemplo, los fascistas tienden a ser muy corruptos en cuanto tienen el poder político, pero eso no les impide hacer campaña en la lucha contra la corrupción y con promesas como “limpiar el pantano”.  Sucede que, en realidad, cuando los fascistas denuncian la “corrupción” no se refieren tanto a actos particulares cometidos por políticos, sino a la erosión del orden tradicional por una modernidad decadente, que debe ser derrotada para restaurar las jerarquías de antaño. Desde la perspectiva fascista, las instituciones de la democracia liberal son inherentemente corruptas y por eso su poder debe ser socavado; el líder supremo representa directamente a la voluntad del pueblo, y por eso no necesita de otras instituciones que se entrometan y estorben.

 

Esto es algo que se sabe bien: los fascistas se aprovechan y abusan de las libertades que garantiza una democracia para socavar esas mismas libertades. Reclaman el derecho a la libre expresión para echar discursos de odio que calumnian a grupos humanos enteros, o alegan que los valores de la tolerancia y la diversidad deben aplicar para sus ideologías extremas y acusan ser perseguidos si no se les permite difundir sus creencias. Lo cierto es que, apenas conquisten el poder, ellos mismos se encargarán de eliminar la libertad, la diversidad y la tolerancia.

 

El fascismo eleva lo irracional sobre lo racional, pero lo hace de forma indirecta, propagandística. Sus dogmas irracionales son presentados como el resultado del conocimiento de la realidad (“no es racismo; es la verdad”), y en cambio descalifican a sus enemigos, que se indignan ante sus posturas intolerantes, como inmaduros y emocionales. Con el disfraz de la razón, también la terminan derribando.

 


Antiintelectualismo: El fascismo necesita envenenar toda discusión pública, hacer imposible el debate razonado y equitativo. Para ello, concentra sus ataques en el sistema educativo, y en particular las universidades, así como en los expertos de todo tipo y los intelectuales públicos. Las universidades son descartadas como fábricas de izquierdistas radicales; los intelectuales son descalificados como parásitos alejados del “pueblo verdadero”.

 

“El debate inteligente es imposible sin una educación con acceso a diferentes perspectivas, respeto por el conocimiento experto y las limitaciones del propio, y un lenguaje rico que nos permita describir la realidad con cierta precisión. Cuando la educación, el conocimiento experto y las distinciones lingüísticas son socavadas, sólo queda el poder y la identidad tribal”

 

El conocimiento del mundo, la diversidad de opiniones y el pensamiento crítico son obstáculos para el fascismo. En cuanto tienen la oportunidad, los fascistas sustituirán las instituciones educativas convirtiéndolas en lo que ahora las acusan de ser: aparatos de propaganda y adoctrinamiento. En general, los fascistas llamarán adoctrinamiento, propaganda e ideología (siempre en sentido peyorativo) a todo lo que no sea su propio adoctrinamiento, propaganda e ideología.

 

Irrealidad: En un inicio, el esfuerzo fascista propaga narrativas fáciles de digerir, que toman en cuenta problemas o preocupaciones reales de la gente. El corazón de la ideología no se revela sino poco a poco, conforme la población va normalizando ideas y valores cada vez más extremos. En el centro de todo está una concepción de la realidad completamente incoherente.

 

Las teorías conspirativas, por ejemplo, son narrativas en que los grupos a los que los fascistas detestan (zurdos, judíos, homosexuales, las élites liberales, etc.) representan un peligro existencial para la nación. No tienen la función de ser creídas literalmente (aunque ayudan que lo sean); a los fascistas les basta con sembrar la duda y la desconfianza hacia sus blancos. De ahí no es difícil pasar al miedo y la paranoia para justificar medidas extremas contra estos grupos. Si los medios de comunicación no están dispuestos a discutir estas teorías, los fascistas acusarán censura y colusión con esos grupos insidiosos.

 


Jerarquía: Éste es uno de los puntos fundamentales, alrededor del que giran todos los demás, porque el propósito de la política reaccionaria es la recuperación de las jerarquías de antaño. Esto es, de hecho, otro factor en la construcción de las realidades alternas:

 

“Aquellos que se benefician de grandes desigualdades están inclinados a pensar que se han ganado su privilegio, una ilusión que les impide ver la realidad tal cual es.”

 

Para el fascismo, la igualdad es imposible, es un rechazo a la “ley natural” que establece que algunos seres humanos son mejores que otros y que por tanto merecen tener poder y privilegios sobre ellos. Incluso, se argumenta, los subordinados se favorecen por el dominio de sus superiores y subvertir ese orden natural sería malo para todos. Y esa ley natural pone a los hombres sobre las mujeres, a los cisheterosexuales sobre las personas lgbtq+, y a los miembros de la propia nación sobre el resto de la humanidad. Es importante recordar que no existe base natural ni científica que justifique este orden; es parte de la realidad imaginaria en la que viven los reaccionarios.

 


Victimismo: Cuando la evidencia demuestra que esas jerarquías son ilegítimas, y la fuerza de los movimientos sociales las debilita cada vez más, la ilusión de superioridad de los supremacistas se pone a la defensiva. Vienen los lamentos por un supuesto agravio o victimización del grupo dominante que ve su poder erosionándose.

 

Como apunta Stanley, las investigaciones muestran que cuando hay una mayor representación de los grupos minoritarios, la población dominante se siente amenazada. El mito del pasado en el que las jerarquías eran respetadas y todo estaba bien crea expectativas irracionales y cuando éstas no son satisfechas, el grupo dominante se siente victimizado.

 

El ejemplo primordial es el del hombre joven que cuya vida está llena de insatisfacciones: no tiene relaciones amorosas estables ni éxito económico, y se siente fracasado y solitario. El discurso fascista le dice que en otros tiempos habría podido obtener todo eso con trabajo honesto y esfuerzo, pero que en esta modernidad decadente esa posibilidad le ha sido robada por las feministas, los inmigrantes, las minorías, los pobres a los que el gobierno mantiene, etcétera. La forma librarse de esta situación de la que es víctima es apoyando el proyecto reaccionario de restaurar las jerarquías y castigar a los indignos.

 

A veces la verdadera historia de opresión contra un grupo puede ser usada como excusa para oprimir a otro grupo. “Yo fui víctima, así que está bien que haga esto”. El más infame ejemplo de esto es el de la derecha israelí, que utiliza la trágica historia del antisemitismo y el Holocausto para justificar la construcción de un orden social que coloca a los judíos por encima de los palestinos.

 


Ley y orden: Este es un aspecto fundamental del fascismo, pues justifica la construcción de un aparato represivo que actúe contra los grupos vulnerables a través de instituciones como la policía, las cortes y las prisiones. Con la excusa de combatir problemas muy reales de crimen e inseguridad, se da rienda suelta a un estado policiaco que actúa contra todo aquel que resulte indeseable para la ideología reaccionaria.

 

“La retórica fascista de la ley y el orden tiene el fin explícito de dividir a los ciudadanos en dos clases: aquellos que pertenecen a la nación elegida, que por naturaleza son obedientes de la ley; y los que no, por naturaleza irrespetuosos de la ley. En la política fascista, las mujeres que no se ajustan a los roles de género tradicionales, los no blancos, homosexuales e inmigrantes, los ‘cosmopolitas decadentes’, aquellos que no practican la religión dominante, están violando la ley y el orden por el mero hecho de existir.”

 

La retórica fascista presenta a los grupos indeseables como peligros, pero no de cualquier tipo, sino como amenazas existenciales que destruirían la esencia misma de la nación, contaminarían su pureza y corromperían a sus mujeres e hijos. De esto último deriva el siguiente punto.

 


Ansiedad sexual: La propaganda fascista sexualiza la amenaza que representan los grupos indeseables y promueve un estado de pánico constante. Los nazis inventaron historias sobre violaciones masivas de mujeres alemanas, cometidas por soldados africanos en el ejército francés. El Ku Klux Klan en Estados Unidos usaba el pretexto de “proteger a las mujeres” para sembrar el terror entre la población afroamericana con linchamientos y destrucción. Donald Trump acusó a México de “enviar violadores” entre sus migrantes. El discurso transfóbico insiste en imaginarios abusos sexuales cometidos por mujeres trans en los baños públicos. La derecha impulsa una teoría de la conspiración sobre una vasta red de pederastia que involucra a judíos, personalidades de Hollywood y políticos liberales.

 

“Al azuzar la ansiedad sexual, un líder político presenta, si bien de forma indirecta, a la libertad y la igualdad como amenazas. La expresión de la identidad de género o la orientación sexual es un ejercicio de libertad. Al presentar a los homosexuales y personas transgénero como amenazas para las mujeres y los niños -y, por extensión, a la habilidad de los hombres para protegerlos- la política fascista impugna el ideal liberal de la libertad. El derecho de una mujer a abortar es también un ejercicio de libertad. Al presentar el aborto como una amenaza para los niños -y al control de los hombres sobre ellos- la política fascista impugna el ideal liberal de la libertad. El derecho de una persona a casarse con quien desee es un ejercicio de libertad; al presentar a los miembros de una religión, o una raza, como una amenaza por la posibilidad de matrimonios mixtos es una impugnación al ideal liberal de la libertad.

 

La política de la ansiedad sexual también socava la igualdad. Cuando la igualdad es garantizada a las mujeres, el rol de los hombres como únicos proveedores de sus familias se ve amenazado. Resaltar la impotencia de los hombres ante las amenazas sexuales hacia sus esposas e hijas acentúa esos sentimientos de ansiedad por la pérdida de la masculinidad patriarcal. La política de la ansiedad sexual es una forma poderosa de presentar la libertad y la igualdad como peligros fundamentales sin que en apariencia se les rechace de forma explícita.”

 

Anticosmopolitismo: Para el fascismo la diversidad y la tolerancia son peligrosas. En su ideal, la nación comparte en su totalidad una misma religión, una misma cultura, un mismo conjunto de costumbres. El mundo rural es idealizado por ser más puro, el hogar del “verdadero pueblo”, frente a las ciudades cosmopolitas decadentes, modernas Sodoma y Gomorra donde los valores tradicionales se han perdido y la pureza de la raza se diluye. Los ideales de cooperación internacional y multiculturalismo son rechazados en favor de una visión que pone a la propia nación por encima de todo.

 


El capitalismo: Finalmente, Stanley apunta que una de las bases del fascismo es una concepción darwinista de la sociedad, en que la vida es una competencia por el poder, una lucha que de manera natural divide a los dignos de los indignos. Así, la distribución de la riqueza debe dejarse a la más pura competencia de mercado. El autor no es el primero en señalar que tales concepciones se asemejan mucho a las de un libertarianismo que aboga por el capitalismo sin restricciones. Por ejemplo, la idea de libertad individual es muy similar en ambas ideologías: un individuo tiene el derecho a competir, pero no a tener éxito o siquiera a sobrevivir.

 

Stanley nos recuerda que los fascistas tradicionales despreciaban las instituciones de asistencia social y de solidaridad laboral (como los sindicatos), así como las regulaciones que protegían los intereses de los trabajadores y los consumidores. Éstas eran vistas como ilegítimas intervenciones en la muy necesaria lucha por la supervivencia del más fuerte. La política fascista, señala, tiene mayor éxito en condiciones de extrema desigualdad económica.

 

Entre muchos otros vicios, los miembros de los grupos indeseables son satanizados como “vagos que no quieren trabajar”, y se piensa que para curarlos de su depravación es necesario someterlos a trabajos forzados. Por otro lado, si a estos grupos se les favorece con asistencia social y ayudas gubernamentales, nunca se podrán curar de sus defectos y permanecerán como una carga para “los ciudadanos honestos y trabajadores”.

 

Sin embargo, esta visión es hipócrita, pues no importan a cuántos esfuerzos y penurias sean sometidos estos grupos, jamás se les considerarán dignos. Esta perspectiva sirve sobre todo para justificar la explotación laboral de los pobres, los inmigrantes y las minorías raciales.

 


Entre las jerarquías tradicionales que el fascismo pretende restaurar y fortalecer está la relación de dominio entre el patrón y sus empleados, quienes deben someterse a tal autoridad de forma absoluta en virtud de su superioridad. El fascismo es perfectamente compatible con la ideología que promulga la supremacía de la clase empresarial.

 

“Hitler veía en la empresa privada unos principios que se alineaban con su propia ideología. El principio de la meritocracia, según el cual ‘el gran hombre’ es recompensado por su excelencia en una posición de liderazgo, lo atraía; es justo que el fuerte rija sobre el débil. La meritocracia, según Hitler, sostenía el principio de liderazgo, fundamental del nacionalsocialismo. Los lugares de trabajo privados están organizados de forma jerárquica, con una estructura de comando que involucra a un CEO que dicta órdenes.”

 

Y más adelante, Stanley nos recuerda que:

 

“Hitler enfatizaba que los industriales debían apoyar el movimiento nazi, pues la empresa privada funciona ya de acuerdo al ‘principio de liderazgo’, el Principio del Führer. En una empresa privada, cuando un CEO emite una orden, los empleados deben obedecer; no hay lugar para una administración democrática. De la misma forma, exhorta Hitler, el líder de la nación debe funcionar como el CEO de una compañía.”

 

Por último:

 

“El padre, en la ideología fascista, es el jefe de la familia; el CEO es el jefe de la industria; el líder autoritario es el padre o CEO del estado. Cuando los votantes en una sociedad democrática anhelan a un CEO como presidente, están respondiendo a sus propios impulsos fascistas implícitos”

 

Después de repasar estos puntos, Stanley concluye con un epílogo en el que dibuja lo preocupante del panorama actual. Con la crisis climática, la desigualdad económica y la inestabilidad política, los tiempos que vienen se perfilan oscuros, e ideales para el surgimiento de los nuevos fascismos. Ante este desafío, debemos mantener un sentido de humanidad común y tener en cuenta los éxitos de los movimientos sociales de emancipación del pasado como fuentes de inspiración y esperanza.

 

El fascismo se dirige contra ciertos grupos, como refugiados, feministas, sindicatos y minorías. Pero su víctima es la humanidad misma. Hasta los miembros de “la nación elegida” son engañados por una ilusión y sometidos a una autoridad suprema, manipulados para matar y morir en nombre de una causa que sólo trae ventajas para unos pocos líderes. El primer acto de resistencia es negarnos a ser hechizados por sus mitos.

 


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