De Donald Trump a Santiago Abascal, de Viktor Orbán a Jair
Bolsonaro, desde hace algunos años se hizo evidente que en diferentes lugares
del mundo los personajes y los movimientos de la derecha reaccionaria se han
estado empoderando y ganando terreno. Ante este panorama, casi desde un inicio
ha habido muchas discusiones (algunas muy bizantinas), sobre si a este fenómeno
se le puede o no llamar fascismo.
Que se trata de una corriente reaccionaria, que va
más allá del conservadurismo habitual y que representa un peligro para la
democracia liberal y los derechos de los grupos vulnerables, es algo que casi
ningún analista discute. Es más bien si el concepto de fascismo resulta
adecuado para describirla. Así, Jason Stanley, profesor de filosofía y
autor de Cómo
funciona el fascismo no tiene reparos en asignarle esa categoría.
Por su parte Emilio Gentile, historiador experto en el tema y autor de Fascismo.
Historia e interpretación, niega la utilidad asignarle una etiqueta histórica
que debería usarse con mayor rigor.
Robert Paxton, historiador y autor de Anatomía
del fascismo enfatiza que no es lo mismo el fascismo, que tiene
características muy específicas, que otras políticas reaccionarias, por más
autoritarias o brutales que puedan ser. En un principio, Paxton se negó a
asignarle la etiqueta de fascista a Donald Trump y el movimiento MAGA,
pero tras los disturbios en el Capitolio el 6 de enero de 2021 cambió
de opinión.
Por otra parte, Enzo Traverso en Las
nuevas caras de la derecha introduce el concepto de postfascismo
para referirse a una ideología que retoma mucho de los fascismos originales,
pero sustituye la devoción al estado por el culto al libre mercado y reemplaza
el desdén a la democracia por alabanzas a una supuesta “democracia verdadera”.
Hoy les traigo otra propuesta interesante, de parte de la
politóloga austriaca Natascha Strobl, que nos presenta en su libro La
nueva derecha. Un análisis del conservadurismo radicalizado. Éste
es uno de los libros más interesantes que he leído sobre el tema, y la autora
expone de forma concisa y muy clara. Tiene la ventaja de ser reciente (la
edición en alemán es de 2021), por lo que incluye eventos como el fin del
mandato de Trump y la pandemia de Covid-19 como parte de su análisis.
Strobl habla del conservadurismo radicalizado,
como un fenómeno distinto del conservadurismo habitual, cercano al fascismo y
que a menudo hace alianza con éste, pero que no es exactamente lo mismo, sino
que tiene unas características propias que lo distinguen y a veces lo
contraponen. Dejemos que la autora hable por sí misma, primero explicando en
qué consiste el conservadurismo:
“El
conservadurismo no es sólo una ideología defensiva o una contraideología, sino
que tiene su propio inventario ideológico, en el cual resulta fundamental la
idea de que la desigualdad es constitutiva del funcionamiento de una sociedad.
Las jerarquías claras aseguran el orden social. Si éste se desequilibra, surgen
las crisis.
El
antiigualitarismo conservador está también en desacuerdo con las nociones
ideales y materiales de igualdad del liberalismo y el socialismo: ni todas las
personas son iguales, ni existe una unidad inseparable entre los valores de
‘libertad, igualdad y fraternidad’.
La
jerarquía desde el nacimiento es, pues, parte integrante de la ideología
conservadora. Esto se pone de manifiesto a más tardar en la vida laboral, donde
los distintos grupos sociales, o sea, el capital y el trabajo, tienen cada uno
su papel específico; son complementarios y no se enfrentan entre sí. A esta
idea de armonía de clases se suma, como en liberalismo, el énfasis en la
importancia de la propiedad privada y su protección, así como en el plano
ideológico -de nuevo, a diferencia del liberalismo y el socialismo- un
antirracionalismo programático: la fe religiosa es al menos igual a la razón
humana, si no superior a ella.
En
resumen, entonces, por conservadurismo entendemos una actitud antiigualitaria,
antirrevolucionaria y fundada en la armonía de clases cuyos valores más altos
son el orden y la propiedad.”
Luego, nos explica las diferencias entre el conservadurismo
y los distintos fascismos:
“El
fascismo y el nacionalsocialismo se diferencian del conservadurismo por su
carácter decididamente transformador de la sociedad, en algunos aspectos
revolucionario. A diferencia del conservadurismo, no quieren (simplemente)
preservar o restablecer (reaccionariamente) un antiguo régimen, sino avanzar
hacia un futuro que, sin embargo, se concibe sobre la base de un pasado
(ficticio) mistificado. Este mito es a la vez un punto de referencia central y
una imagen de sí mismo. Alimenta la idea de una utopía fascista que debe
realizarse a través de una reconstrucción de la sociedad, según determinantes
populares, nacionalistas, culturales y biológicos.”
Y, más adelante:
“La
relación entre el fascismo y el conservadurismo es precaria: no son
transversales entre sí, ni se sitúan en la misma línea. Ambos se orientan hacia
órdenes y jerarquías claras (entre los sexos, en la vida laboral, etc.), son antiigualitarios
y antisocialistas. Pero además de esas coincidencias hay diferencias
significativas. El conservadurismo es una ideología de dominación para asegurar
las relaciones (de propiedad) existentes. El fascismo es una ideología que
-mediante una cierta modificación de las élites de poder- quiere superar el
orden político existente.
El
fascismo rechaza los movimientos de emancipación de la modernidad, lo que lo
relaciona con el conservadurismo, pero a diferencia de éste tiene una fuerte
afinidad con el progreso tecnológico, sobre todo en el uso de las técnicas
modernas de propaganda. La religión tiene un estatus muy diferente en los
distintos movimientos fascistas, ya sea por convicción o por cálculo. Para el
conservadurismo, sin embargo, este elemento es innegociable.”
Strobl nos habla de una Revolución Conservadora que
precedió al ascenso del nazismo en la Alemania de Weimar. El periodo de
entreguerras había traído sacudidas sociales que incluían la emancipación de
las clases subordinadas. Los trabajadores habían ganado nuevos derechos, las
mujeres gozaban de mayor autonomía en la vida social y las personas
homosexuales estaban obteniendo poco a poco una mayor aceptación. Paralelo al
desarrollo del nacionalsocialismo, una generación de pensadores reaccionarios,
provenientes de la burguesía educada y religiosa, encabezó una “guerra cultural”
contra el mundo moderno, y las libertades (a sus ojos, ilegítimas) que le había
otorgado a ciertos grupos.
Estos conservadores radicales se aliaron con los nazis y fue
sólo gracias a esa alianza que Hitler pudo llegar al poder. Pero también se
opusieron a ellos en algunos aspectos. Por ejemplo, los conservadores
detestaban la dependencia del nazismo en las masas movilizadas y los grupos de
choque. Los matones de la SA no eran más que una chusma agitadora. Mientras que
el conservadurismo quería restaurar el poder de la élite tradicional, el
nacionalsocialismo consideraba que esa élite había sido derrotada por su propia
debilidad y le había fallado a la patria, por lo que quería sustituirla por
sangre nueva: los líderes nazis mismos, por supuesto. Los conservadores veían a
Hitler y sus esbirros como un montón de advenedizos que no tenían derecho
legítimo al liderazgo.
Sin embargo, los conservadores no se opusieron al
antisemitismo ni a ninguna otra de las políticas de odio de los nazis. Mientras
algunos conservadores fueron purgados una vez que los nazis consolidaron su
poder, otros se adaptaron al nuevo régimen y hasta hicieron carrera en él.
Lo que vemos en nuestros días con Trump, Milei, Orbán, LePen
y demás es, según Strobl análogo a la Revolución Conservadora de los tiempos de
entreguerras. No sería fascismo propiamente dicho, aunque conlleva el riesgo de
empoderar a los fascistas. Como la Revolución Conservadora de entreguerras, la
Nueva Derecha surge en un periodo de grandes transformaciones sociales y graves
crisis económicas, y para enfrentarlas propone “la construcción de una sociedad
más autoritaria, más cruda y más fría, en la que las desigualdades económicas y
sociales se agraven aún más”. Y, como entonces, el conservadurismo radicalizado
forma alianzas con la extrema derecha fascista.
Uno de los conceptos más interesantes que expone Strobl es
el de burguesía cruda, que retoma del sociólogo Wilhelm Heitmeyer. Se
trata de una ideología autoritaria, que predica el abandono de la solidaridad
social, la empatía y la equidad, para en cambio abrazar como fetiches la
responsabilidad personal, la eficiencia y el utilitarismo frío, acompañados de
un desprecio por la debilidad y los “perdedores”. Esta crudeza se esconde tras una
capa de “modales civilizados” y un discurso “razonable”, que se difunde a
través de instituciones y medios de comunicación. Estas posturas, comunes entre
las clases medias y altas en el capitalismo tardío, se vuelven hegemónicas
fácilmente y conforman una de las raíces del conservadurismo radicalizado.
Strobl analiza el conservadurismo en seis puntos principales:
1. La destrucción de la política normal: Los líderes
del conservadurismo radicalizado rompen las reglas implícitas y explícitas del
quehacer político, los protocolos, la diplomacia, la tradición, y en ocasiones
hasta las leyes. Eso incluye decir y repetir mentiras, muchas veces fácilmente
refutables o de plano absurdas y delirantes. Y esto lo hacen con pocas o
ninguna repercusión. Los liberales, desconcertados, no saben qué hacer excepto
apuntar una y otra vez lo escandalosa de la conducta y discurso de los radicales,
con la esperanza de que esto genere un rechazo. Pero no es así; infringir las
reglas les trae más beneficios que costos. Las apelaciones a la decencia, el
honor o la honestidad caen en saco roto.
2. La polarización y la guerra cultural: Tras la
Segunda Guerra Mundial se consolidó en Occidente un consenso tácito, un equilibrio
entre los partidos conservadores y los liberales. A pesar de la rivalidad,
existía un bipartidismo en el que ambas fuerzas políticas olvidaban sus diferencias
y concordaban respecto a ciertos temas, mientras las ideologías más radicales quedaban
relegadas a los márgenes. La nueva derecha rompe unilateralmente con ese
consenso y ese bipartidismo, ante el desconcierto de los liberales, los cuales son
retratados en el discurso radical ya no como oponentes o rivales, sino como
enemigos existenciales a los que hay que eliminar.
Mientras el liberalismo busca la mediación, el consenso y el
equilibrio, el conservadurismo radicalizado alimenta una narrativa de “ellos
vs nosotros”, en el que los bandos son irreconciliables. Por supuesto, esta
Nueva Derecha busca presentarse como la legítima representante del “pueblo
verdadero” o de la “gente común” (aunque sus líderes provengan de hecho de los
estratos privilegiados).
Los grupos que no forman de ese núcleo, los diferentes, los
otros, son enemigos que no pueden formar parte de la sociedad. De ahí que se
declare una guerra cultural que sólo puede terminar con la aniquilación
total del bando opuesto. El análisis de esta guerra cultural es, me parece, una
de las partes más interesantes del libro.
Strobl apunta que la derecha ha hecho una suerte de
apropiación de las ideas de Antonio Gramsci, el filósofo marxista
italiano que fue encarcelado por el fascismo. Gramsci consideraba que, antes de
tomar el poder político, la izquierda necesita preparar el terreno visibilizando
y empoderando una cultura de la clase obrera, en alianza con artistas,
educadores e intelectuales, para romper con la hegemonía cultural de la
burguesía capitalista. Dice Strobl:
“Los
actores de la extrema derecha han adoptado la teoría de la hegemonía de Gramsci.
Al hacerlo, rechazaron todo lo que tenía de democrática o marxista. Su objetivo
no era mejorar las circunstancias de la mayoría de la gente (superando el
sistema capitalista), sino lograr la hegemonía para llegar al poder ellos
mismos. Este gramscianismo de derecha (que es injusto con Gramsci) es la
directriz teórica según la cual opera la Nueva Derecha. Y la estrategia
adaptada se muestra sobre todo en el campo del lenguaje.
Mientras
que para Gramsci la hegemonía implica mucho más que el mero dominio del
discurso, la Nueva Derecha se centra en el lenguaje y lo utiliza como arma. No
para persuadir, sino para destruir el discurso democrático. Para ello, se ha
dotado de todo un arsenal de medios apropiados, desde el establecimiento de
determinados marcos hasta el desarrollo de narrativas y técnicas de
argumentación.”
Como parte de esa polarización se necesita una sociedad
sobreexcitada, en constante estado de ansiedad, lista para combatir por
cualquier asunto que pueda convertirse en campo de batalla para la guerra
cultural. Los liberales y los izquierdistas quedan rebasados y exhaustos por la
cantidad de escándalos, polémicas y controversias que desata la derecha
radical. Los seguidores en la derecha están siempre enojados y asustados. Se
les conceden pequeños triunfos para celebrar, pero los problemas de fondo nunca
se resuelven, porque es necesario mantener el estado de alerta con respecto
a alguna amenaza imaginaria.
De ahí los discursos y narrativas que crean un estado
emocional de rechazo y paranoia con términos vagos como “políticamente correcto”,
“woke”, “ideología de género”, “marxismo cultural”, “posmodernismo”, etc. Éstos
son creados o reapropiados para nombrar de forma siniestra a todo aquello
odiado por la derecha: feminismo, antirracismo, activismo lgbtq+, etc. Es
decir, se usa para satanizar aquellos movimientos e ideologías que se oponen a
las jerarquías tradicionales que el conservadurismo radicalizado quiere reforzar.
“Las
imágenes del enemigo se pueden añadir y priorizar a voluntad. Ya sean
musulmanes, negros, latinos, antifascistas, trans, feministas u otros grupos, a
todos se les atribuye una alteridad peligrosa e inferior. Para que estos grupos
dispares se fusionen en una masa amenazante, son necesarias las narrativas
conspirativas.”
Como ese enemigo siempre está presente, siempre está
actuando contra “nosotros” y representa un peligro existencial (nada menos que
la civilización occidental está en juego), entonces toda acción violenta en su
contra, sin importar qué tan extrema o contraria al derecho, se justifica como
legítima autodefensa.
3. El líder. El conservadurismo radicalizado puede consolidarse
al interior los partidos conservadores tradicionales cuando éstos comienzan a
adoptar algunas posturas y discursos cercanos a los de la ultraderecha, hasta
entonces repudiados universalmente por todas las fuerzas políticas hegemónicas.
Las tendencias radicales se apoderan del partido y encumbran a un líder que sea
su campeón. Al final el partido termina convertido en un simple vehículo para la
figura del líder.
La idea alternativa de “democracia” que propone se basa en
una identificación del líder con su pueblo, que puede prescindir de todas las
instituciones y mecanismos de la democracia liberal, que sólo estorban para que
el líder lleve a cabo su misión. La aclamación popular sirve para mostrar la
legitimidad del líder y, por lo tanto, de todas sus acciones.
“En
esta lectura, la democracia es simplemente un proceso público para legitimar al
gobernante y no un principio que pueda utilizarse contra esa persona, de forma
libre, secreta e independiente. Es mucho más difícil contradecir públicamente a
una (supuesta) mayoría que emitir un voto individualmente, sin presiones, y
expresar así la propia voluntad política.”
El líder es a la vez mesías y mártir, salvador y víctima.
Es un héroe de gran fuerza, inteligencia e integridad, capaz él solo de
resolver todos los males que aquejan a la sociedad y traer una nueva era de esplendor.
Al mismo tiempo, está bajo ataque constante de sus enemigos. Si las promesas no
han podido ser cumplidas es porque “los otros” son más malvados y poderosos de
lo que se pensaba y le ponen trabas a cada paso. Los errores o faltas del líder
o de su gobierno son falsas acusaciones de los enemigos o el resultado de sus pérfidas
maquinaciones.
4. La reestructuración antidemocrática: Una vez en la
cima, los representantes del conservadurismo radicalizado se dedican a
desmantelar todo el sistema democrático. El resultado es una mayor
concentración del poder en la figura del líder, y un debilitamiento o desaparición
de los mecanismos que servirían para poner límites a su autoritarismo y
arbitrariedad. Esto es más claro hoy, cuatro años después de la publicación del
libro, con el ataque de Trump y Musk a todas aquellas partes del estado que les
estorban, y que venden a sus incondicionales como una lucha contra la
corrupción y el despilfarro.
Se desmantela el estado de bienestar, se eliminan las
instituciones regulatorias y se deslegitima al poder judicial y al legislativo
a menos que se alineen con el líder. Los medios que cuestionan o critican al
nuevo régimen son declarados enemigos del pueblo y excluidos. Se les intimida o
se les inunda con tanta desinformación que resulta imposible de desmentir. La
derecha radical alienta a sus seguidores más osados y manipulables para atacar
directamente a personajes indeseables, como políticos de oposición, periodistas,
intelectuales o activistas.
5. La campaña permanente: El líder actúa como si
estuviera permanentemente en campaña, recurriendo al espectáculo y el
sensacionalismo.
“Mantener
la escalada, producir nuevos escándalos, agigantar las banalidades y lanzar
historias para distraer, todo esto forma parte de una estrategia a la que se
dirigía el dictum de Steve Bannon: “Inundar la zona con mierda”. En su
papel entonces de asesor de Donald Trump durante la campaña de 2016, lo emitió
como lema: “La verdadera oposición son los medios de comunicación, y te
enfrentas a ellos inundando la zona con mierda”. La sobreabundancia de
informes, noticias y escándalos hace que el público y los medios profesionales
tengan dificultades para decidir cuáles son relevantes. Los mensajes pueden ser
de muy distinta calidad. Más importante que el contenido es la cantidad. Los
medios de comunicación establecidos se ven obligados a seguir, investigar y
buscar confirmación. Por lo tanto, sus fuerzas y recursos quedan limitados; se
ven obligados a cambiar constantemente el foco de atención.”
6. Realidades paralelas: Los líderes del conservadurismo
radicalizado no tienen ya sólo partidarios y seguidores, sino auténticos fans.
La grandeza e infalibilidad del líder se toma como un dogma incuestionable, una
verdad de base junto a la que se juzga todo lo demás. Cualquier cosa que
pudiera contradecir esta verdad tiene que ser falsa.
El discurso del conservadurismo radicalizado crea una
realidad alterna para que sus fans habiten y no puedan ser alcanzados por voces
críticas ni opiniones contrarias. Un rechazo hostil y total a priori de
las ideas de izquierda debe ser cultivado en la mente de los fans, que no deben
ni siquiera interesarse en saber en qué consisten esas ideas, y mucho menos
comprenderlas.
“Estos
seguidores ya no forman parte de una discusión política sobre ideas, medidas o
la política adecuada para perseguir un objetivo común, sino que se vinculan
directamente a una persona. Lo privado y lo político se difuminan; la opinión
personal, el conocimiento científico y las exigencias políticas se convierten
en una sola papilla. Todo lo que hace la persona objeto del deseo del fan es
justo, todo lo que dice es cierto. Cualquier crítica u opinión discrepante es
ilegítima. Trump ya lo dijo de forma muy tajante en su campaña de 2016: ‘Podría
ponerme en medio de la Quinta Avenida y disparar a alguien, y no perdería
ningún votante’.”
Como los líderes de la derecha radical no pueden resolver
los problemas reales que afectan la calidad de vida del pueblo, se la pasan resolviendo
problemas que ellos mismos se inventan. Cosas como “prohibir las cirugías de cambio
de sexo para menores de edad”, algo que no tiene sentido porque no está pasando
en ningún lado. Los fans celebran estas victorias imaginarias mientras los
precios de los abarrotes siguen subiendo y los salarios se van quedando atrás.
“La
lógica de la guerra cultural atraviesa todos los ámbitos. Ya no se trata sólo
de los asuntos políticos cotidianos, sino de crear una versión fundamentalmente
diferente de la realidad y llevar allí al mayor número posible de personas.”
El conservadurismo radicalizado no es fascismo, pero no teme
el contacto con él y contribuye a normalizar sus posturas; lo quiera o no,
inclina la balanza hacia el fascismo. Strobl no deja de subrayar que esta debacle
es producto de las condiciones que ha creado el capitalismo tardío. El afán
liberal de regresar a la “normalidad” del pasado (por ejemplo, de los 90) será
infructuosa, pues fue esa normalidad la que produjo el estado de cosas en el
que nos encontramos.
Pero no quiere que nos quedemos simplemente lamentándonos. La
esperanza de la autora es que comprender mejor el fenómeno del conservadurismo
radicalizado nos sirva para enfrentarlo eficazmente.
“La
gran fuerza de la izquierda política es que existe un mosaico diferenciado y
deslumbrante de diferentes preocupaciones, movimientos y conocimientos. Ahora
es el momento de definir un soporte común que se centre no solo en los síntomas
sino también en las causas. Esto significa hacer visible un mundo pos-capitalista.
No
habrá justicia cósmica ni árbitro invisible que descienda para premiar el punto
de vista moral correcto. Más allá de las elevadas alturas de la moral y la
decencia, se requiere una política concreta y comprensible. Porque el futuro
puede ser mucho mejor. Y por eso merece la pena luchar.”
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Nastascha Strobl |
FIN
Hola, gracias por leer. Es bueno añadir un libro más a la Pequeña Biblioteca Antifascista. Si crees que mis escritos son de valor, por favor considera apoyarme con una subscripción en Patreon, o puedes hacer una sola donación en Paypal. Mientras, puedes seguir explorando este blog:
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