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Tras la Segunda Guerra Mundial se establece en Occidente un
orden internacional basado en el libre comercio, la democracia liberal y la
cooperación con instituciones supranacionales. Al interior de los
estados-nación, el modelo keynesiano del capitalismo se aceptó como
sentido común. A finales de los 70 y principios de los 80, sin embargo, las
crisis económicas anunciaron el final de dese modelo, y en cambio se abrió paso
al modelo neoliberal, que reducía el papel del estado en la economía y
aumentaba la libertad del capital. Este modelo cantó victoria con el final de
la Guerra Fría y permaneció incólume, a pesar de críticas y protestas, hasta
que las consecuencias de la crisis económica de 2008 dieron lugar a nuevos
movimientos que exigían un cambio.
La Primavera Democrática de 2010-2015, una serie de
movimientos antiautoritarios y antineoliberales, fracasó en parte por la
represión y en parte por falta de organización, objetivos concretos y visión a
largo plazo. Sin embargo, la experiencia fue definitoria para toda una
generación, y ahí encontramos algunas de las raíces del radicalismo político de
izquierdas jóvenes. En el extremo opuesto aparecieron los movimientos
reaccionarios que dan forma al Invierno Fascista desde 2016.
Ambas representan un reto al statu quo posterior al
final de la Guerra Fría, pero ¿en qué consiste éste? ¿Cuál es su imaginario y
cuál es su praxis?
a) Los liberales centristas:
Defienden la democracia liberal (a la que consideran
el pináculo de la civilización), representativa y casi limitada a los procesos
electorales. Prefieren que la política esté en manos de expertos y que la
economía esté en manos de los mercados, pues “demasiada democracia” tampoco es
buena. Todo cambio que pueda darse debe ocurrir sólo dentro de las reglas del
sistema, sin sobresaltos.
Su postura ha representado la normalidad y el sentido común
por lo menos desde la década de los 80 y se consideran a sí mismos los más
racionales e ilustrados. Ahora están viendo cómo sus ideas pierden
popularidad y legitimidad ante muchas personas y entonces entran en pánico. Están
preocupados más que nada por la pérdida del orden internacional basado en el
derecho, el desmantelamiento de las instituciones de la democracia formal y la
infracción a las reglas de la política respetable.
Insisten en falsas equivalencias entre los diferentes
radicalismos de izquierda y de derechas, metiendo en un mismo saco a Trump, Maduro,
Amlo, Putin, Milei, Ortega, Orbán y hasta Bernie Sanders. Se niegan a usar palabras
comprometedoras, como “fascismo” o “genocidio”, y en cambio emplean categorías
para todo lo que no sea el liberalismo centrista: “populismo”, “autoritarismo”,
“extremismos”, etcétera, que desdibujan las cruciales diferencias entre
izquierdas y derechas, y entre distintos regímenes que ni son ejemplos del
mismo fenómeno ni producto de los mismos procesos históricos. Por añadidura, con
esto exoneran al capitalismo de los cargos de ser autoritario y violento (que
lo es, y mucho), porque todo lo hace dentro de “las reglas”.
Quieren un regreso a la normalidad anterior a 2016, a
la que ya idealizan, sin tener en cuenta que esa “normalidad” implicaba una
serie de injusticias e inequidades que simplemente no eran sostenibles, y que
nos han traído hasta donde estamos. Prefieren ignorar que el “orden
internacional liberal basado en el derecho”, por el que cantan elegías, en
realidad estaba sustentado en la ley del más fuerte, en que las naciones más
poderosas y sus protegidos (como Estados Unidos e Israel), siempre se salían
con la suya. Cierran los ojos al descontento que las condiciones creadas por el
modelo neoliberal han provocado, y que son factores del surgimiento de esos
radicalismos. En cambio, achacan la radicalización casi únicamente al contagio
social, facilitado por la irracionalidad y estupidez de los votantes.
Sus amos corporativos son los mismos que los de los de la
extrema derecha, y por eso no pueden impulsar políticas que afectarían
gravemente los intereses del gran capital, por más que esas medidas pudieran
aliviar el descontento de las mayorías. Su única estrategia para vencer a la
extrema derecha es persuadir al público de votar “correctamente” y, sobre todo,
de convencer a los amos corporativos que el camino de la estabilidad y la
responsabilidad es más conveniente que el del radicalismo y la imprevisibilidad.
Cuando ganan elecciones, lo hacen presentándose como la opción “menos mala”,
pero son incapaces de generar un verdadero entusiasmo en los votantes.
En el gobierno, se ven impotentes para detener el avance
de la extrema derecha, o solucionar problemas acuciantes como la creciente
desigualdad económica y la crisis climática. En cambio, sí que se dedican a bloquear
cualquier avance hacia la izquierda. En muchos casos, para contentar a los
votantes de la extrema derecha, les ofrecen concesiones en algunas de sus
posturas, en especial respecto al endurecimiento de las políticas migratorias y
la militarización policiaca. Pueden hacer algunos gestos superficiales hacia el
progresismo social, para aparentar un “equilibrio”, aunque también cultivan la
narrativa de que “el wokismo ha llegado demasiado lejos” y que eso “ha
provocado a la extrema derecha”.
Sus gestiones son, en el mejor de los casos, momentos para
que la izquierda pueda respirar un poco y organizarse antes de la siguiente
embestida brutal que aplique la extrema derecha cuando inevitablemente regrese
al poder. Es la corriente más decrépita y en su afán por aferrarse a la
hegemonía e impedir el cambio está llevándonos a todos al abismo.
Salvando diferencias, en Estados Unidos son el establishment
del Partido Demócrata, y medios como The Atlantic, The New York Times,
The Washington Post y The Wall Street Journal; en Europa son el
presidente francés Emmanuel Macron y el canciller alemán Friederich Merz, entre
otros; en México son las corrientes dominantes dentro del PAN y el PRI, todos
los expresidentes desde Carlos Salinas hasta Enrique Peña Nieto, e
intelectuales como Enrique Krauze.
b) Los nuevos socialdemócratas:
En los países occidentales tienden a llamarse “socialistas”,
aunque en realidad son la corriente liberal más a la izquierda, puesto
que no proponen la abolición del capitalismo, sino solamente domesticarlo y
moderarlo mediante un estado democrático que ponga regulaciones a la actividad
económica y redistribuya la riqueza. Es decir, se trata de echar atrás el
neoliberalismo y regresar al modelo keynesiano.
Su imaginario, pues, está dominado por las medianías del
siglo XX y el presente de países como los de Escandinavia. Mucho de su discurso
se centra en hacer ver al público que hubo una época en que las familias podían
acceder a una vida de clase media con un solo sueldo en la manufactura; que hay
lugares en los que la desigualdad social es menor y la calidad de vida más
alta; y que todo ha sido posible gracias a mayores regulaciones, impuestos más
elevados para la riqueza y sindicatos independientes que defiendan los derechos
de sus trabajadores.
Suelen obviar que ese orden se sustentaba en el trabajo no
remunerado de las mujeres en el hogar, en la marginación de los grupos
minoritarios, y en el colonialismo dentro y fuera de sus fronteras. Su
narrativa insiste en que ese maravilloso modelo fue desmantelado con
perfidia y engaños. La realidad es que también se agotó. Se necesitarían mucho
más que algunas elecciones ganadas y algunas leyes reformadas, porque además el
mundo ha cambiado mucho en los últimos 40 años. Aunque, siendo justos, también
admiten que un retorno a tal estado de bienestar no podría ser exactamente
igual.
Con todo, los socialdemócratas son los que tienen más posibilidades de conquistar puestos de poder, pues tienen suficiente
presencia en la política de partidos y se han ocupado de crear bases populares.
Así, tienen una oportunidad real de hacer efectivos cambios reales a corto
plazo que mejoren la vida de las personas y alivien algunos de los problemas
que nos han dejado el neoliberalismo.
El problema es que, en el poder, se ven frenados por la
realidad de tener que negociar con las fuerzas políticas y poderes fácticos,
tanto al interior como al exterior de sus países, lo que les obliga a hacer
concesiones y les impide implementar de inmediato sus reformas más urgentes,
tachadas de extremas por los centristas y la derecha. Audaces en el discurso
electoral, tímidos cuando llegan al gobierno.
Al mismo tiempo, su victoria tiende a crear la ilusión de
que “la batalla está ganada” y desmotivar la búsqueda de cambios más radicales
hacia la izquierda. O acaban demostrando que en la práctica no son muy
diferentes de los partidos centristas y de derechas en su disposición a usar la
fuerza pública para reprimir movimientos izquierdistas.
En Estados Unidos son el ala “radical” del Partido
Demócrata, representada por Bernie Sanders y Alexandria Ocasio-Cortez, así como
el proyecto del Green New Deal. En Europa son los partidos que se
autodenominan “socialistas”, como el francés o el español. En México, están
representados por algunas corrientes dentro de Morena. En América Latina están
el brasileño Lula da Silva, el chileno Gabriel Boric y el colombiano Gustavo
Petro.
En suma, ambos modelos vistos hoy presentan, cada uno a su
manera, un agotamiento de la imaginación política y una praxis frenada por
la impotencia. El liberalismo centrista basa su imaginario político en una
prolongación del presente, o incluso en un regreso al pasado reciente, y su
praxis en el ajuste a las reglas de un sistema que se está desmoronando a su
alrededor. Por su parte, la nueva socialdemocracia basa su imaginario político
en un sistema que fue muy exitoso a mediados del siglo XX, y ve su praxis
limitada por las reglas de la democracia burguesa.
Esto es frustrante a niveles desesperantes, en cuanto que la
extrema derecha, como veremos, aprovecha las mismas reglas del sistema liberal,
las tuerce o rompe con pocas repercusiones, y cuando toma el poder las
desmantela, atreviéndose a hacer cambios radicales apenas tiene la oportunidad.
Como dijera el filósofo Antonio Gramsci: “El viejo mundo está muriendo. El nuevo tarda en aparecer. Y en este claroscuro nacen los monstruos”.
Continuará en la Parte II
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