Imaginación y praxis. Parte I: El statu quo moribundo - Ego Sum Qui Sum

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PROFESOR MAIK CIVEIRA & LA ALIANZA FRIKI ANTIFASCISTA

jueves, 22 de mayo de 2025

Imaginación y praxis. Parte I: El statu quo moribundo


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Tras la Segunda Guerra Mundial se establece en Occidente un orden internacional basado en el libre comercio, la democracia liberal y la cooperación con instituciones supranacionales. Al interior de los estados-nación, el modelo keynesiano del capitalismo se aceptó como sentido común. A finales de los 70 y principios de los 80, sin embargo, las crisis económicas anunciaron el final de dese modelo, y en cambio se abrió paso al modelo neoliberal, que reducía el papel del estado en la economía y aumentaba la libertad del capital. Este modelo cantó victoria con el final de la Guerra Fría y permaneció incólume, a pesar de críticas y protestas, hasta que las consecuencias de la crisis económica de 2008 dieron lugar a nuevos movimientos que exigían un cambio.

 

La Primavera Democrática de 2010-2015, una serie de movimientos antiautoritarios y antineoliberales, fracasó en parte por la represión y en parte por falta de organización, objetivos concretos y visión a largo plazo. Sin embargo, la experiencia fue definitoria para toda una generación, y ahí encontramos algunas de las raíces del radicalismo político de izquierdas jóvenes. En el extremo opuesto aparecieron los movimientos reaccionarios que dan forma al Invierno Fascista desde 2016.

 

Ambas representan un reto al statu quo posterior al final de la Guerra Fría, pero ¿en qué consiste éste? ¿Cuál es su imaginario y cuál es su praxis?

 

a) Los liberales centristas:

 


Defienden la democracia liberal (a la que consideran el pináculo de la civilización), representativa y casi limitada a los procesos electorales. Prefieren que la política esté en manos de expertos y que la economía esté en manos de los mercados, pues “demasiada democracia” tampoco es buena. Todo cambio que pueda darse debe ocurrir sólo dentro de las reglas del sistema, sin sobresaltos.

 

Su postura ha representado la normalidad y el sentido común por lo menos desde la década de los 80 y se consideran a sí mismos los más racionales e ilustrados. Ahora están viendo cómo sus ideas pierden popularidad y legitimidad ante muchas personas y entonces entran en pánico. Están preocupados más que nada por la pérdida del orden internacional basado en el derecho, el desmantelamiento de las instituciones de la democracia formal y la infracción a las reglas de la política respetable.

 

Insisten en falsas equivalencias entre los diferentes radicalismos de izquierda y de derechas, metiendo en un mismo saco a Trump, Maduro, Amlo, Putin, Milei, Ortega, Orbán y hasta Bernie Sanders. Se niegan a usar palabras comprometedoras, como “fascismo” o “genocidio”, y en cambio emplean categorías para todo lo que no sea el liberalismo centrista: “populismo”, “autoritarismo”, “extremismos”, etcétera, que desdibujan las cruciales diferencias entre izquierdas y derechas, y entre distintos regímenes que ni son ejemplos del mismo fenómeno ni producto de los mismos procesos históricos. Por añadidura, con esto exoneran al capitalismo de los cargos de ser autoritario y violento (que lo es, y mucho), porque todo lo hace dentro de “las reglas”.

 

Quieren un regreso a la normalidad anterior a 2016, a la que ya idealizan, sin tener en cuenta que esa “normalidad” implicaba una serie de injusticias e inequidades que simplemente no eran sostenibles, y que nos han traído hasta donde estamos. Prefieren ignorar que el “orden internacional liberal basado en el derecho”, por el que cantan elegías, en realidad estaba sustentado en la ley del más fuerte, en que las naciones más poderosas y sus protegidos (como Estados Unidos e Israel), siempre se salían con la suya. Cierran los ojos al descontento que las condiciones creadas por el modelo neoliberal han provocado, y que son factores del surgimiento de esos radicalismos. En cambio, achacan la radicalización casi únicamente al contagio social, facilitado por la irracionalidad y estupidez de los votantes.

 

Sus amos corporativos son los mismos que los de los de la extrema derecha, y por eso no pueden impulsar políticas que afectarían gravemente los intereses del gran capital, por más que esas medidas pudieran aliviar el descontento de las mayorías. Su única estrategia para vencer a la extrema derecha es persuadir al público de votar “correctamente” y, sobre todo, de convencer a los amos corporativos que el camino de la estabilidad y la responsabilidad es más conveniente que el del radicalismo y la imprevisibilidad. Cuando ganan elecciones, lo hacen presentándose como la opción “menos mala”, pero son incapaces de generar un verdadero entusiasmo en los votantes.

 

En el gobierno, se ven impotentes para detener el avance de la extrema derecha, o solucionar problemas acuciantes como la creciente desigualdad económica y la crisis climática. En cambio, sí que se dedican a bloquear cualquier avance hacia la izquierda. En muchos casos, para contentar a los votantes de la extrema derecha, les ofrecen concesiones en algunas de sus posturas, en especial respecto al endurecimiento de las políticas migratorias y la militarización policiaca. Pueden hacer algunos gestos superficiales hacia el progresismo social, para aparentar un “equilibrio”, aunque también cultivan la narrativa de que “el wokismo ha llegado demasiado lejos” y que eso “ha provocado a la extrema derecha”.

 

Sus gestiones son, en el mejor de los casos, momentos para que la izquierda pueda respirar un poco y organizarse antes de la siguiente embestida brutal que aplique la extrema derecha cuando inevitablemente regrese al poder. Es la corriente más decrépita y en su afán por aferrarse a la hegemonía e impedir el cambio está llevándonos a todos al abismo.

 

Salvando diferencias, en Estados Unidos son el establishment del Partido Demócrata, y medios como The Atlantic, The New York Times, The Washington Post y The Wall Street Journal; en Europa son el presidente francés Emmanuel Macron y el canciller alemán Friederich Merz, entre otros; en México son las corrientes dominantes dentro del PAN y el PRI, todos los expresidentes desde Carlos Salinas hasta Enrique Peña Nieto, e intelectuales como Enrique Krauze.

 

b) Los nuevos socialdemócratas:

 


En los países occidentales tienden a llamarse “socialistas”, aunque en realidad son la corriente liberal más a la izquierda, puesto que no proponen la abolición del capitalismo, sino solamente domesticarlo y moderarlo mediante un estado democrático que ponga regulaciones a la actividad económica y redistribuya la riqueza. Es decir, se trata de echar atrás el neoliberalismo y regresar al modelo keynesiano.

 

Su imaginario, pues, está dominado por las medianías del siglo XX y el presente de países como los de Escandinavia. Mucho de su discurso se centra en hacer ver al público que hubo una época en que las familias podían acceder a una vida de clase media con un solo sueldo en la manufactura; que hay lugares en los que la desigualdad social es menor y la calidad de vida más alta; y que todo ha sido posible gracias a mayores regulaciones, impuestos más elevados para la riqueza y sindicatos independientes que defiendan los derechos de sus trabajadores.

 

Suelen obviar que ese orden se sustentaba en el trabajo no remunerado de las mujeres en el hogar, en la marginación de los grupos minoritarios, y en el colonialismo dentro y fuera de sus fronteras. Su narrativa insiste en que ese maravilloso modelo fue desmantelado con perfidia y engaños. La realidad es que también se agotó. Se necesitarían mucho más que algunas elecciones ganadas y algunas leyes reformadas, porque además el mundo ha cambiado mucho en los últimos 40 años. Aunque, siendo justos, también admiten que un retorno a tal estado de bienestar no podría ser exactamente igual.

 

Con todo, los socialdemócratas son los que tienen más posibilidades de conquistar puestos de poder, pues tienen suficiente presencia en la política de partidos y se han ocupado de crear bases populares. Así, tienen una oportunidad real de hacer efectivos cambios reales a corto plazo que mejoren la vida de las personas y alivien algunos de los problemas que nos han dejado el neoliberalismo.

 

El problema es que, en el poder, se ven frenados por la realidad de tener que negociar con las fuerzas políticas y poderes fácticos, tanto al interior como al exterior de sus países, lo que les obliga a hacer concesiones y les impide implementar de inmediato sus reformas más urgentes, tachadas de extremas por los centristas y la derecha. Audaces en el discurso electoral, tímidos cuando llegan al gobierno.

 

Al mismo tiempo, su victoria tiende a crear la ilusión de que “la batalla está ganada” y desmotivar la búsqueda de cambios más radicales hacia la izquierda. O acaban demostrando que en la práctica no son muy diferentes de los partidos centristas y de derechas en su disposición a usar la fuerza pública para reprimir movimientos izquierdistas.

 

En Estados Unidos son el ala “radical” del Partido Demócrata, representada por Bernie Sanders y Alexandria Ocasio-Cortez, así como el proyecto del Green New Deal. En Europa son los partidos que se autodenominan “socialistas”, como el francés o el español. En México, están representados por algunas corrientes dentro de Morena. En América Latina están el brasileño Lula da Silva, el chileno Gabriel Boric y el colombiano Gustavo Petro.

 

En suma, ambos modelos vistos hoy presentan, cada uno a su manera, un agotamiento de la imaginación política y una praxis frenada por la impotencia. El liberalismo centrista basa su imaginario político en una prolongación del presente, o incluso en un regreso al pasado reciente, y su praxis en el ajuste a las reglas de un sistema que se está desmoronando a su alrededor. Por su parte, la nueva socialdemocracia basa su imaginario político en un sistema que fue muy exitoso a mediados del siglo XX, y ve su praxis limitada por las reglas de la democracia burguesa.

 

Esto es frustrante a niveles desesperantes, en cuanto que la extrema derecha, como veremos, aprovecha las mismas reglas del sistema liberal, las tuerce o rompe con pocas repercusiones, y cuando toma el poder las desmantela, atreviéndose a hacer cambios radicales apenas tiene la oportunidad.

 

Como dijera el filósofo Antonio Gramsci: “El viejo mundo está muriendo. El nuevo tarda en aparecer. Y en este claroscuro nacen los monstruos”. 


Continuará en la Parte II

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