Nota del 2022: Hice un poco de la vieja confiable "corregir y aumentar" para que este texto pudiera resultar más útil como una introducción al tema. La esencia del texto sigue siendo la misma que cuando lo publiqué originalmente en 2016.
Trasladémonos al siglo XIX y
pensemos en la música. Por un lado, estaba la música de cámara, conciertos
sinfónicos y óperas, obras de artistas de renombre, que se presentaban en los
teatros de las grandes capitales para un público que constituía una élite. Ésa
es la llamada con el elitista nombre de alta cultura.
Por otro lado, estaba la música
que tocaban pequeñas bandas en los bares y fiestas populares, o que silbaban
los trabajadores durante la jornada, o que las madres cantaban a sus bebés a la
hora de dormir. Eran canciones y melodías que se transmitían de generación en
generación, la mayoría de las veces sin que hubiera un autor conocido. Era la
música preservada por el mismo pueblo que la había creado. Ésa es la cultura
popular, la del pueblo.
Pero luego algo pasó. Llegaron la
radio y los tocadiscos. Por primera vez en la historia de la humanidad, la
música podía ser grabada y reproducida para un público amplio. Piensen en esto:
durante milenios la única forma de escuchar música había sido en vivo. Las
nuevas tecnologías abrían posibilidades inéditas en la historia, por ejemplo,
que un músico pudiera ser escuchado por personas que jamás habrían podido presenciar
un concierto. Eso implicaba también que un artista podía llegar a ser conocido
en todas partes, ganándose admiradores en rincones insospechados del globo. Eso
es cultura pop.
Sí, sé que pop viene de popular.
Pero para propósitos de este ensayo (y de este blog), síganme ustedes la
corriente con los términos. En inglés hay otros términos para la cultura
popular, folk culture, pero en español folklore es otra cosa, y
una traducción literal, cultura vulgar, suena feo. Podemos usar otros
sinónimos para la cultura pop: cultura de masas, cultura mediática o cultura
mainstream, si gustan, pero me quedo con pop, porque es el uso más mainstream,
mediático, masivo y pop.
En fin, a diferencia de la
cultura popular, la cultura pop no es producida por el pueblo mismo, sino que
se produce de manera industrial por empresas comerciales que utilizan los
nuevos medios de comunicación masiva para hacerla llegar a sus consumidores:
radio, cine, televisión, prensa, Internet… Pero, a diferencia de la “alta
cultura”, el pop no está dirigido a una élite educada, sino al mayor público
posible.
La imprenta fue probablemente el
primer medio de comunicación masiva, y bien podríamos decir que la cultura pop
nació con la literatura de masas producida para un gran público en sociedades
cada vez más alfabetizadas: las novelas de folletín, los Penny Dreadfuls
o las Dime Novels. Las obras que se sustentaban en un soporte
audiovisual tuvieron que esperar a que se desarrollaran nuevas tecnologías, a
partir de finales del siglo XIX y a lo largo de toda la centuria siguiente.
Con el paso de los años, la
relevancia de esa cultura pop empezó a manifestarse. Sus estrellas se
convirtieron en ídolos mundiales. Sus personajes, aunque ficticios, se
volvieron referencias que rivalizaban con las de la mitología y la literatura
clásica. Sus admiradores encontraron en ella sus señas de identidad. Los
académicos la denostaron como mero producto de consumo de masas, no diferente a
cualquier baratija fabricada en serie, y que por lo tanto no merece más
atención de la intelectualidad erudita que para denunciar los bajos niveles a
los que se rebaja la sociedad, y quejarse de que no estén todos disfrutando de
la "alta cultura" en vez de esas atrocidades (recordemos los
despotriques de Theodor Adorno contra el jazz). Nada de ello impidió que se
consolidara como una industria millonaria que impactaba en las vidas y sueños
de millones de personas alrededor del mundo.
Hagamos un salto hacia la década
de 2010, en que sucedió algo muy curioso. Algunas de las series de TV más
aclamadas de estos años se caracterizaron por su complejidad moral en tonos
grises, ya sea al retratar la vida al interior de una cárcel de mujeres,
explorar el miasma de corrupción en las altas esferas del poder estadounidense
o narrar la historia de un buen hombre orillado al crimen por un sistema
económico inhumano. Sin embargo, esto no se dio solamente en narraciones de corte
realista: los géneros especulativos (ciencia ficción, fantasía, horror) han
reclamado su lugar como textos importantes para comprender (incluso
transformar) la realidad contemporánea.
La máscara de V for Vendetta,
que tiene su origen en un cómic anarquista de culto, y fue popularizada por una
película producida por un par de hermanas trans, se convirtió en símbolo de protesta
en los movimientos Okupa alrededor del mundo. La cuarta entrega de Mad Max,
una vieja serie fílmica de ciencia ficción postapocalíptica, fue aclamada como
un gran manifiesto feminista. La vestimenta de las doncellas de The
Handmaid’s Tale, una serie de ciencia ficción sobre un gobierno teocrático
y misógino, se ha convertido en un emblema de la protesta contra la cultura patriarcal.
Distopías como The Man in the High Castle, sobre un régimen fascista
impuesto en los Estados Unidos, es elogiada por su relevancia en el clima
político. La película de superhéroes Black Panther sirvió como símbolo
de una campaña activista para promover la participación política entre los
afroamericanos. Al mismo tiempo, se alaba a Game of Thrones como
metáfora del cambio climático y de la inacción de los líderes mundiales,
enfrascados en sus pleitos mezquinos.
Algunas de las series animadas
infantiles más exitosas de la televisión por cable (Steven Universe, Adventure
Time, The Legend of Korra) incluyen relaciones homorrománticas,
cuestionamientos a la autoridad y críticas al orden social. Lisa, la brillante
y audaz hija mediana de Los Simpson, ha sido reivindicada como ícono
feminista. The Hunger Games, una de las sagas de libros y películas más
populares de esta generación, trata de una joven de origen proletario que
encabeza una revolución contra una oligarquía que manipula a su población a
través del espectáculo. El saludo de Katniss, la protagonista, apareció en las
protestas de Tailandia contra la junta militar gobernante en 2014.
La cultura pop, la de masas, la
mediática, ha sido siempre considerada por su misma naturaleza un frívolo
vehículo de los valores del orden establecido ("pan y circo"). Ni
siquiera lo hacía a propósito, por oscuros fines de adoctrinamiento, sino que
sencillamente para tener éxito con las mayorías había que reducir todo al
mínimo común denominador y no generar controversia. Ahora vemos en la cultura
pop más pop pequeñas manifestaciones, si no de rebeldía, sí de crítica, y
definitivamente del lado izquierdo del espectro progresista-conservador. Tan es
así que la cosa ahora es al revés: los círculos de derecha sostienen teorías
conspiratorias según las cuales los medios de comunicación pretenden adoctrinar
a las masas con mensajes que difunden el “marxismo cultural”.
¿Qué está pasando? Bien puede ser que la cultura mainstream esté
absorbiendo y neutralizando esas chispas de crítica y rebeldía. Después de
todo, como dicen por ahí, “rebelarse vende” y hasta la contracultura se puede
convertir en un negocio redituable. O bien, puede ser que esas semillas de
insurrección hayan logrado sembrarse por aquí y por allá en los productos de la
cultura pop, gracias a una generación que creció con ella y no está dispuesta a
soltarla, pero que también ha desarrollado una actitud crítica ante su entorno.
Quizá es un poco de ambas cosas. Después de todo, los Millennials, esta
generación tan nostálgica que no quiere dejar de ver entregas de Marvel y de Star
Wars, es la misma que armó un Ocupy Wall Street, un 15M y un Yo Soy 132.
En esa gran enciclopedia
colectiva online que es TV Tropes existe una entrada dedicada a un
fenómeno conocido como “The man is sticking it to the man”, que se podría
traducir como “El sistema se está chingando al sistema”. Se refiere a que a
menudo el establishment convierte la rebeldía y sus símbolos en productos de
consumo capitalista. Pero también advierte que las mentes creativas detrás de
las obras que se venden como cultura pop no son parte del establishment, sino trabajadores
asalariados como cualquier otro y, muchas veces, personas muy críticas con el
sistema. Así bien puede ser que estos creadores logren introducir sus mensajes
de rebeldía en esos productos, que los amos corporativos dejan pasar porque,
resulta, son muy taquilleros.
Esto me lleva a preguntarme, ¿qué
pasará con las generaciones que han crecido con Los juegos del hambre?
¿Los televidentes (o más bien, netflixvidentes) de hoy desarrollarán una visión
más sofisticada de la política o de la ética gracias a House of Cards o Breaking
Bad? ¿O estos productos simplemente son consumidos como formas entretenidas
e interesantes de pasar el rato? Una pregunta que engloba todas las anteriores
sería, ¿la cultura pop es un simple reflejo de tendencias existentes en la
sociedad que la produce y que la consume o puede de hecho incidir en la forma
en la que esa sociedad concibe el mundo?
Alguna vez alguien me preguntó
que para qué servía saber sobre cultura pop, y respondí que la verdad no tenía
idea, pero que es muy satisfactorio. Desde entonces he estado pensando, ¿por
qué vale la pena estudiar la cultura pop? No me refiero a conocer los nombres de
todos los personajes incidentales de Star Wars o a saber de memoria
todos los hechizos de Harry Potter, sino a estudiar el pop como
manifestación cultural de la misma manera en que la crítica literaria o de cine
hace lo suyo. ¿Tiene algún propósito avocarse seriamente a la comprensión de
algo que se considera por su misma naturaleza frívolo e intrascendente?
Bien, se me ocurren algunas respuestas, pero básicamente podemos partir de una: conocer el pop nos
ayuda a conocernos a nosotros mismos. La cultura mediática está diseñada para
gustarle al mayor número de personas. De cierta forma, el pop es más
representativo de su época y de las sociedades que lo producen y lo consumen
que otras expresiones más elitistas. Estudiando las manifestaciones del pop
podemos observar los cambios que se dan en nuestras culturas, podemos atisbar
tendencias que surgen, triunfan y decaen, podemos ver las transformaciones en
nuestras costumbres y valores. De entrada, sólo por eso valdría la pena
estudiarla.
Un público crítico será capaz de
incidir en la dirección que toman los productos culturales de su consumo, y no
solamente ejerciendo su derecho a la fruición, sino, en esta era digital, a
través de la expresión con toda altisonancia de sus opiniones, sus argumentos,
sus dilemas, deseos y repulsiones. En esta época de multidireccionalidad y
retroalimentación inmediata, el público está empoderado ante la cultura pop
como no lo había estado desde que los creadores dejaron de tener una relación
directa con su audiencia y se convirtieron en lejanos artífices de productos
para el consumo masivo a través de canales unidireccionales. Así, el público
puede contribuir a hacer que los productos de la cultura pop sean mejores, más
inteligentes o que reflejen valores positivos (o puede suceder lo contrario).
Finalmente, para bien o para mal,
la cultura pop es la única que tiene el potencial para convertirse en una
verdaderamente universal. Cuando, desde Tokyo hasta Johannesburgo, medio mundo
(o por lo menos las masas con acceso a los medios) conoce a Batman, ha jugado Super
Mario Bros. o ha bailado con la música K-Pop, se construyen puntos
de encuentro potenciales entre personas de muy diversas latitudes y bagajes
culturales. La cultura pop tiene el potencial de hacernos más cosmopolitas, de
hacernos ver que tenemos mucho en común con los demás seres humanos con quienes
compartimos este planeta. El arte siempre ha tenido ese potencial, pero en el
pop es aún mayor por su capacidad de infiltrar en donde sea y su relativa
accesibilidad.
Éste no es un canto de amor y
alabanza hacia la cultura pop. Como muchos, yo creo que puede ser (y por lo
general es) frívola, estúpida y a veces dañina. También hay que reconocer el hecho
potencialmente peligroso de que es manufacturada por un puñado cada vez más reducido de megacorporaciones monopólicas, y desde unos
epicentros muy específicos: la anglósfera -en particular Estados Unidos- y Europa
occidental (en las últimas décadas, Japón y Corea). Esto amenaza con empobrecer o
suplantar las culturas locales de los territorios a las que llega, de forma
estrechamente vinculada con relaciones colonialistas.
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