King Kong: En el corazón de las tinieblas - Ego Sum Qui Sum

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PROFESOR MAIK CIVEIRA & LA ALIANZA FRIKI ANTIFASCISTA

viernes, 28 de julio de 2017

King Kong: En el corazón de las tinieblas


Y entonces la bestia miró el rostro de la bella
y detuvo su mano asesina
y desde ese día la bestia estuvo perdida.

Antiguo proverbio árabe

King Kong es una de mis historias favoritas. Nótese que dije “historia” y no “película”. Simplemente, me fascina todo en esta increíble aventura. Me encanta su simiesco protagonista, uno de los personajes más grandiosos que nos ha dado la Era Dorada de Hollywood. Me alucina toda la historia que hay detrás de su producción, resultado de la mancuerna entre dos tipos extraordinarios, Merian C. Cooper y Willis O’Brien. Me puedo clavar en sus múltiples capas de significado. Y bueno, tiene dinosaurios.

 

“¿Es en serio?” Se estarán preguntando con una ceja alzada “¿King Kong? ¿La historia de un gorilota que secuestra a una chica y derriba un par aviones?” Pues sí, miren. Kong es una obra maestra accidental y en este ensayo estoy dispuesto a demostrarles por qué. Voy a hablarles de King Kong como una obra típicamente colonialista que se convirtió accidentalmente en una metáfora anti-colonialista.

 

I
La literatura colonial



Como relato, aunque sea una obra cinematográfica, King Kong se inserta en la tradición de la literatura colonialista, más específicamente en el subgénero del “mundo perdido”, cuyos ejemplos más señeros serían Las minas del rey Salomón de H. Ridder Haggard (1885), El hombre que sería rey de Rudyard Kipling (1888) y, vaya, El mundo perdido de Sir Arthur Conan Doyle (1912).

 

En la segunda mitad del siglo XIX ocurrió el gran reparto del mundo entre las potencias europeas y los Estados Unidos, con lo que da inicio una nueva “edad de oro” para el colonialismo occidental, que no se dio sólo en el “continente negro”, sino también en Asia y los archipiélagos del Pacífico y el Índico. La conquista y la explotación de los pueblos del mundo iba de la mano de un afán de exploración y descubrimiento, de la búsqueda de aventura por parte de los hombres blancos del “mundo civilizado” en tierras en las que aun podían existir magia, misterio y emociones intensas, oportunidades para que los hijos de la civilización probaran su fortaleza ante la naturaleza indómita y su superioridad frente al “hombre salvaje”.



La literatura colonial se centraba en los aspectos románticos del colonialismo: la aventura, el asombro y el combate; y las historias de mundos perdidos eran el non plus ultra de esta tradición, llevando sus tropos a niveles hiperbólicos. Si las exploraciones reales habían encontrado culturas que nunca antes habían contactado con los hombres blancos, en estas narraciones se descubrían civilizaciones que habían permanecido aisladas del resto del mundo durante siglos o milenios. Si en las expediciones históricas se hallaban animales asombrosos y escenarios naturales impresionantes, en los mundos perdidos uno podía toparse con bestias extintas mucho tiempo atrás, o de plano inexistentes.

 

La actitud de los autores de literatura colonial hacia los pueblos de los lugares conquistados varía entre el racismo más odioso y cierto paternalismo benévolo, pero siempre desde una posición de superioridad. Kipling, por ejemplo, retrata a los habitantes de india como tontos supersticiosos o salvajes traicioneros; el buen indio es el que conoce su lugar y se somete servilmente al amo blanco. Kipling es famoso por haber acuñado la frase “la carga del hombre blanco”, es decir, su responsabilidad de civilizar a un mundo salvaje y violento (y lucrar con ello, dicho sea de paso).

 

Haggard, en contraste, expresa admiración y respeto por los guerreros africanos con los que convivió en la vida real. En un famoso pasaje de sus obras pone, en boca de su personaje Allan Quatermain, una comparación expresa entre el hombre salvaje y el civilizado, y encuentra en ambos la misma naturaleza bajo las apariencias, cuestionando la superioridad de la civilización. Mas no deja de retratar a los “nobles salvajes” como simples de mente.

 

Doyle, por su parte, no tiene empacho en mostrar el horrible genocidio de una raza de hombres simio a manos de los héroes de su historia, mismos que “ayudan” (en realidad, manipulan y dominan) a una tribu de indígenas amazónicos. De un personaje mulato llega a decir que es “tan fuerte como un caballo y tan inteligente como uno”. Lo usual.

 

II
El padre de Kong
 


Entra en escena Merian C. Cooper (1893-1973), un personaje extraordinario para cualquier época. Nacido en Florida, tuvo una vida llena de sucesos fuera de lo común. Antes de ser productor y director de cine, fue piloto de combate. En 1916 participó en la expedición americana para buscar a Pancho Villa en México. Entre 1917 y 1918 participó como piloto de combate en la Primera Guerra Mundial, y en la guerra Polaco-Soviética entre 1919 y 1921. En ambas guerras fue derribado y capturado por el enemigo, por lo que pasó un tiempo en campos de prisioneros, uno alemán y otro soviético. De este último logró escapar.

 

Durante la Segunda Guerra Mundial sirvió en la India, China y el Pacífico, retirándose con el grado de general brigadier. Incluso estuvo en el USS Missouri para presenciar la firma de la rendición del Imperio Japonés. En tiempos de paz se convirtió en uno de los fundadores de Pan American Airways.

 

Además, Cooper fue periodista, escritor de varios libros, explorador y documentalista. Fue miembro del Explorers Club y de la American Geographical Society. De hecho, se inició en el cine como director del documental Grass, sobre un pueblo de pastores en Irán. Otras producciones siguieron a este primer éxito. Combinando sus pasiones del cine y la aviación inventó novedosas técnicas que permitían filmar desde el aire.

 


Cooper fue, sin duda, la encarnación del ideal del hombre moderno en las últimas décadas del colonialismo occidental sobre los demás pueblos de la tierra. Era al mismo tiempo soldado y explorador, artista y empresario, hábil con la tecnología y preparado para sobrevivir y triunfar en los territorios salvajes y primitivos del mundo.

 

Según lo contaba él mismo, Cooper concibió su obra maestra después de soñar que un gorila gigante aterrorizaba la ciudad de Nueva York. Sus frecuentes paseos en aeroplano entre los rascacielos de la ciudad lo inspiraron para el clímax de la película. De hecho, además de producir, dirigir y escribir la cinta, interpretó a uno de los pilotos con los que Kong combatía hacia el final. Todo un hombre orquesta, se proyecta en la obra como el personaje Carl Denham (interpretado por Robert Armstrong), el líder de la expedición hacia la Isla Calavera.

 

III
¿De qué va King Kong?


En principio, King Kong (1933) es una gran película de aventuras. Por ese lado, Cooper tiene una estupenda intuición narrativa. Inicia presentándonos a los personajes y les da el tiempo para desarrollarse; se sienten como individuos de carne y hueso (incluso si están estereotipados) que viven en el mundo real.

 

Ello es parte del aire de verosimilitud que Cooper se esmera por dar a su descabellada historia. Se ubica en el tiempo presente, en una sociedad azotada por la Gran Depresión. Los personajes discuten y especulan sobre la mítica Isla Calavera antes de llegar a ella, más o menos como lo harían los exploradores reales. De forma que una vez que empieza la fantasía más alocada, como público ya estamos enganchados.

 


¡Y vaya aventura! Nativos, sacrificios, dinosaurios y un gorila gigante, encarnación de la naturaleza primitiva salvaje, peleando con aviones en la cima del Empire State, símbolo máximo de la civilización moderna. Una Isla Calavera en la que se pueden sentir siglos de historia anterior a la llegada de nuestros protagonistas, un lugar cuyos misterios y secretos apenas empiezan a rascar.

 

Por supuesto, como relato recupera los tropos clásicos del subgénero del mundo perdido. La tierra lejana y exótica, los nativos hostiles, incluso los dinosaurios. Las ruinas de la Isla Calavera quizá están inspiradas en Nan Madol, una zona arqueológica de Micronesia que impactó a los exploradores europeos cuando la encontraron. Estaba construida sobre islotes artificiales, y como se encontraba lejos de cualquier otro complejo arquitectónico así, los europeos se negaron a creer que los nativos pudieran ser los constructores (que sí lo eran, por supuesto).

 


La idea de un monstruo prehistórico atacando una ciudad moderna tampoco era nueva. Años antes, en 1925, se había estrenado la adaptación cinematográfica de El mundo perdido, la novela de Doyle, que contó con el trabajo de Willis O’Brien, uno de los grandes magos del cine, y quien también daría vida a Kong. La película sigue al libro del escocés con bastante fidelidad, excepto por el último acto, en el que un brontosaurio es llevado a Londres y aterroriza la ciudad, un escenario que se volvería bastante común con el tiempo.

 

King Kong iba a ser una historia más de este tipo, un relato colonialista más, en el que valerosos hombres blancos se enfrentan a la naturaleza indómita y a las gentes primitivas en escenarios exóticos, y salvan a la chica rubia. El mismo Kong ha sido visto como una representación racista de las gentes no blancas. En efecto, la comparación de las personas racializadas -y en particular las afrodescendientes- con monos o simios ha siempre sido una constante en el discurso racista, así como la idea de que “esos salvajes quieren a nuestras mujeres”. Y si la versión de 1933 deja muy ambiguas las intenciones de Kong sobre la rubia Ann Darrow (interpretada por la scream queen Fay Wray con sus inigualables alaridos), la de 1976 (con la sensual femme fatale Jessica Lange) deja clarísimo hasta niveles ridículos que el simio gigante la estaba cachondeando.

 

IV
La metáfora accidental


Cuando los aviones pelearon contra Kong, Cooper esperaba que esa escena fuera entendida como el heroico rescate de la damisela en peligro por parte de la caballería (recuerden que Cooper era uno de los pilotos), y como la derrota final del monstruo que había estado aterrorizando a la ciudad. Casi como una versión fantástica del final de la infame y grandilocuente épica racista El nacimiento de una nación (1915), en donde el Ku Klux Klan rescata a unas blancas doncellas de unos perversos negros.

 

Pero entonces sucedió algo que nadie se esperaba. Cuando Kong derribó al primer avión, el público rompió en aplausos. Cuando Kong cayó derrotado, la gente se entristeció y hubo algunos que hasta lloraron. ¿Por qué? Porque no veían a Kong como el villano, sino como un héroe trágico.

 

Sucedió que Willis O’Brien se había esforzado por hacer de Kong algo más que una bestia sin mente. Kong es todo un personaje, con un rango muy variado de emociones. A veces muestra confusión, a veces furia, a veces satisfacción, y en ocasiones es capaz de expresar una gran ternura. Ann Darrow gritaba de terror en su presencia, pero él se ve haciendo de todo para protegerla y mantenerla a salvo, incluso sacrificando su propia vida. Al final, cuando Kong está herido de muerte, justo antes de caer del Empire State, su última acción es acariciar el cabello de Ann.

 


Si Kong es entendido como el protagonista y no como el villano, cambia toda la perspectiva de la película, y de ser una típica aventura colonialista se convierte accidentalmente en una metáfora contra el colonialismo, como una advertencia sobre lo que sucede cuando, con el afán de riquezas o aventuras, una sociedad cae sobre otra.

 

No la vemos ya como el triunfo de la civilización sobre la barbarie, sino como la irrupción violenta de la modernidad sobre una sociedad tradicional a la que perturba y destruye (la presencia de los extranjeros provoca que Kong ataque la aldea nativa). Como la de una sociedad frívola que viola a la naturaleza virgen y abduce de ella a un ser que en su tierra es rey y dios, que lo esclaviza y lo convierte en un espectáculo de circo, y que finalmente lo mata.

 

Lo más curioso es que ambas interpretaciones coexisten perfectamente en King Kong: escaparate de la ideología colonialista y metáfora contra el colonialismo. Y, para bien o para mal, estas interpretaciones han sido subrayadas en lecturas posteriores. Pero antes de seguir, es necesario hacer una digresión. Si King Kong está en la tradición de la literatura colonial, una gran obra literaria ha influido enormemente en la forma de leer la historia de nuestro trágico gorila.

 

V
El horror, el horror


El corazón de las tinieblas (1899) es una novela breve del escritor polaco-británico Joseph Conrad (1857-1924). Trata del viaje del joven Marlow al Congo belga tras aceptar un trabajo como piloto de un barco de vapor. Para él los sueños de aventura se convertirán en una odisea hacia la oscuridad del alma humana.

 

Con una prosa increíble, evocadora de atmósferas y sentimientos sobrecogedores, Conrad hace un retrato de los horrores del colonialismo europeo en África. Su obra es, entre muchas otras cosas, una muy necesitada desromantización de los mitos coloniales que se perpetuaban en las novelas de aventuras.

 

La historia del Congo belga es acaso la más atroz del colonialismo europeo en África. El territorio era propiedad personal del rey Leopoldo II, uno de los mayores genocidas de los últimos dos siglos. Sometidos a la explotación, las matanzas y castigos brutales que incluían la mutilación, se calcula que cerca de 15 millones de congoleses murieron entre 1885 y 1908.



Otro caso, poco menos brutal, se dio en la colonia alemana del África del Sudoeste (actual Namibia). Sesenta y cinco mil víctimas mortales han sido reconocidas por la Alemania actual, pero el número ha sido estimado hasta los 100 mil. Para ello, se implementaron los primeros campos de concentración, y algunos historiadores, como el sueco Sven Lindqvist en Exterminad a todos los salvajes (1992), opinan que los orígenes de la locura genocida de los nazis se encuentran en las masacres deliberadas y sistemáticas que los europeos cometieron en África.

 

Inglaterra y Francia no se quedan atrás. Mike Davis, autor de Los Holocaustos del fin de la era Victoriana (2002), acusa que los regímenes coloniales alrededor del mundo provocaron hambrunas en Asia y África, lo que a su vez provocó la muerte de entre 30 y 60 millones de personas. Al respecto, el autor dice: "Millones murieron, no afuera del ‘sistema del mundo moderno’, sino en el proceso de ser forzados a incorporarse en sus estructuras políticas y económicas. Murieron en la era dorada del capitalismo liberal”.

 

Todo esto queda sintetizado de forma brillante en El corazón de las tinieblas, que deja en claro que el colonialismo sólo trae sufrimiento inmerecido para los africanos y degradación moral para los europeos. Los primeros son sometidos a la esclavitud, la guerra, la deportación, las enfermedades y la tortura. Los últimos revierten a sus instintos más bajos, se vuelven indiferentes, crueles o perversos. No hay en estas tierras exóticas aventuras, sino pestilencia, calor insufrible y parásitos. No está ahí la gloria de “expandir la civilización”, sino la esclavitud, las matanzas y las violaciones.



Se han hecho múltiples interpretaciones de la novela y su rica simbología. Aquí va la mía: Kurtz, el jefe de la estación central extractora de marfil, es una personificación del colonialismo europeo. Se habla de él como una Voz, se elogia su gran elocuencia ("expandió mi mente, me hizo ver cosas"), su genio multifacético (es pintor, músico, periodista), la forma en que los nativos lo idolatran como un Júpiter que sostiene el rayo en sus manos.

 

Pero ¿quién es en realidad? Sus palabras, sus ideas, su fama pueden hablar de grandeza, pero su aspecto físico muestra la cercanía de la muerte y la animalidad: está calvo, consumido, se arrastra en cuatro patas; y sus acciones muestran la brutalidad a la que ha descendido: decapitaciones, trofeos macabros, matanzas, pillaje, un harem de mujeres nativas e "inefables rituales" de cuya naturaleza el narrador calla. Su famoso panfleto acerca de la eliminación de las costumbres bárbaras inicia con exaltaciones nobles a la gran causa civilizatoria, pero conforme avanza se va haciendo más y más delirante hasta terminar precisamente con la frase "¡exterminad a todos los salvajes!".

 

En eso consiste el ideal del colonialismo occidental: grandiosas palabras, bonitos sentimientos y causas nobles. En realidad, es algo corrupto y decadente, una fuerza a favor de una barbarie incluso más brutal e inhumana de la que alega redimir a los pueblos del mundo. Y es que, como dice Marlow sobre Kurtz, "toda Europa contribuyó a su creación". O lo que es lo mismo, Kurtz es Europa.

 

¿Es la obra de Conrad racista? Sí, como célebremente señalaba el autor nigeriano Chinua Achebe (1930-2013). Pero también es anticolonialista. Es decir, Conrad retrata a los africanos como criaturas salvajes, parte indistinguible de la selva voraz que domina las riberas del Congo. Sus maneras son animalescas y su lenguaje son sonidos infrahumanos. Sin embargo, también es capaz de sentir empatía por ellos, víctimas de una brutalidad inhumana, de unas leyes y castigos que llegaron del océano como un incompresible y atroz prodigio.

 

VI
Apocalipsis ahora


La importancia cultural de El corazón de las tinieblas es insoslayable y ha sido sujeta a múltiples interpretaciones. Una de las más famosas adaptaciones de la novela es la magna obra de Francis Ford Coppola, Apocalipsis ahora (1979), con un inigualable Marlon Brando (1924-2004) como el coronel Kurtz.

 

Si Conrad desromantizaba el mito colonialista europeo del siglo XIX, Coppola hace lo propio con el mito imperialista estadounidense de mediados del XX, al transportar la acción al escenario de la guerra de Vietnam, y de paso subvirtiendo el mensaje original del guionista John Milius, un tipo bastante chauvinista y patriotero. Los europeos conquistaban en nombre de la civilización; los americanos en nombre de la libertad y la democracia. Ambos dejaban a su paso destrucción y barbarie en los territorios conquistados, y degradación moral o traumas psicológicos en generaciones de soldados.


¿Qué tiene que ver todo esto con King Kong? Nada, en principio. La película original sigue la tradición de la literatura colonialista sin cuestionarla. Lo mismo la ridícula versión de 1976, excepto que mete algunas preocupaciones ambientalistas hippies en boca del personaje de Jeff Bridges, y algo del discurso de “dejar a los nativos en paz”, aunque sean unos salvajes que sacrificarían a nuestras rubias. Entre paréntesis: el peor pecado de esta versión es que NO tiene dinosaurios.

 


Pero todo cambió cuando el director Peter Jackson (n. 1961) tomó las riendas de un nuevo refrito en 2005. Jackson pretendía hacer una cinta realmente ambiciosa, comparable a su trilogía de El Señor de los Anillos. Bueno, sin duda hizo una película muy larga… A lo que voy, la influencia de El corazón de las tinieblas en la nueva adaptación es bastante literal. Con saber que uno de los personajes, el joven Jimmy, lee la novela durante el viaje a la Isla Calavera. Su mentor, el primer oficial Ben, comenta el libro con él, y lo que dice acerca de internarse hacia el centro de la oscuridad es como un presagio de lo que los personajes están por vivir en la tierra de Kong.

 

Estos ecos de la obra de Conrad se presentan de nuevo en Kong: Skull Island (2017) de Jordan Vogt-Roberts (n. 1984), cinta cuyo mediocre guion no merece el talento de su director ni de su reparto multiestelar. En fin, esta película tiene dos personajes llamados precisamente Conrad y Marlow. Además, se sitúa justo después de la retirada de Estados Unidos de la guerra de Vietnam, varias tomas con helicópteros militares volando en el crepúsculo remiten inequívocamente a Apocalipsis ahora, y el personaje de Samuel L. Jackson tiene ecos del Kurtz de Marlon Brando.

 

No hay mucho que decir de esta película, en la que Kong no es ni siquiera un personaje, sino una fuerza de la naturaleza que protege la Isla Calavera. Por primera vez, los nativos no son bárbaros que están tratando de comerte o sacrificarte. En cambio, tienen una pequeña utopía sin carencias y violencia, protegidos por Kong. Una visión benévola, pero también condescendiente: son los “buenos salvajes” de Rousseau.

 

VII
Fue la bella quien mató a la bestia


Volvamos a la versión de Peter Jackson, que es la que importa para este análisis. No hay mucho que aporte al relato de Kong; fuera de mejores efectos especiales y secuencias de acción más impresionantes (y de que es muuucho maaás laaarga), lo esencial ya estaba ahí. Sin embargo, lo detalles que añade de su propia cosecha son suficientes para transformar el significado de la obra.

 

Lo que antes fue accidental, ahora es deliberado. Kong es el personaje protagónico y, gracias al talento del magnífico actor Andy Serkis, quien le dio vida con la tecnología de captura de movimiento, uno todavía más humano que la creación de Willis O’Brien; éste es un Kong con el que el público simpatiza casi de inmediato. Su cautiverio, su exhibición y su muerte son momentos diseñados para hacernos sentir empatía por el gigante. En sus batallas está muy claro que debemos estar de su parte.

 

Su relación con Ann Darrow (ahora interpretada por Naomi Watts) es completamente distinta. De entrada, el absurdo subtexto sexual es eliminado: Kong se interesa por Ann porque se trata de una criatura curiosa que hace cosas divertidas, y con la que luego desarrolla una sincera amistad. Ella al principio está aterrada por el gorila, pero luego se encariña con él, como cualquier persona se encariñaría con un perro u otro animal inteligente y capaz de demostrar afecto.

 


El “proverbio árabe” inventado por Cooper es modificado ligeramente por Jackson. En vez de que la bestia detenga su mano por sí misma, dice “y la bella detuvo la mano de la bestia”, lo que da cuenta de que el personaje de Ann tendrá mucha más agencia en esta historia, no sólo como una chica bonita que hizo que Kong se obsesionara con ella, sino como alguien que, con su gran compasión, se ganó el corazón del monstruo.

 

El personaje de Carl Denham deja de ser un avatar de Merian C. Cooper para convertirse en el cómico Jack Black. En vez del osado productor de cine, tenemos a un fracasado estafador, charlatán y cobarde. Su expedición no es una emocionante aventura, sino una tragedia tras otra, y él está motivado por la más frívola de las razones: montar un espectáculo para hacer dinero. Todo ello justo en el escenario de la Gran Depresión, el momento de mayor fracaso para el capitalismo (antes de nuestra actual crisis). Este Denham no es el héroe colonial, sino el hijo de la sociedad del espectáculo. Aunque de forma mucho más ligera y amable, Jackson hace un poco con Denham lo que Conrad hace con Kurtz: usar al personaje para mostrar el verdadero rostro del colonialismo como una empresa denigrante.

 


Se ha dicho que la representación de los nativos de la Isla Calavera en esta versión es aun más racista, porque en la cinta de 1933 éstos por lo menos parecían personas reales, cuando aquí son retratados casi como criaturas subhumanas. Yo no estoy de acuerdo, y creo que es todo lo contrario. Mientras en la versión de Cooper los nativos eran expresamente melanesios -es decir, una cultura existente-, en la de Jackson hay un esfuerzo por crear un pueblo que se sintiera completamente ajeno a todo lo conocido, que no pudiera relacionarse con ninguna cultura del mundo real ya fuera por su aspecto, su lengua o sus artefactos.

 

Como lo creían los europeos respecto a Nan Madol, en la versión de Cooper se establece que los nativos no podían ser los constructores de la muralla que contiene a los dinosaurios al otro lado, que no eran lo suficientemente avanzados para ello. La estructura recuerda más bien a civilizaciones antiguas como los babilonios y queda implícito que los melanesios llegaron a la Isla Calavera en una emigración posterior. En cambio, en la versión de Jackson se presenta a los habitantes como descendientes de quienes construyeron la muralla y los edificios cuyas ruinas se encuentran desperdigadas por toda la isla. Ello da cuenta de la grandeza que alguna vez llegaron a alcanzar, y que fue tras milenios de aislamiento que entraron en decadencia y se hundieron en la barbarie.

 

A mi parecer esta reinterpretación de los nativos de la Isla Calavera es mejor, puesto que al inventarse un pueblo ficticio esquiva la incómoda posición de parecer que hace un juicio sobre culturas existentes y así evita caer tanto en la actitud despectiva de la versión de 1933 como en la condescendiente de 2017.

 

VIII
A Dios encadenado


Peter Jackson toma un típico relato colonialista y le da un giro total a sus significados. Parte de la alegoría en la que sin querer se había convertido la versión original y la pone deliberadamente en el centro de su nueva adaptación. Reinterpreta King Kong bajo el cristal de El corazón de las tinieblas y tiene la enorme ambición de hacer una película de aventuras en tierras fantásticas con bestias imposibles que al mismo tiempo desromantice los lugares comunes de la literatura colonialista.

 

Detrás de la fantasía y las emociones, Jackson nos entrega la trágica historia de un dios abducido por una civilización colonialista, que todo lo corrompe y lo comercializa, en la que encontró por un instante a una sola persona que se compadeciera de él. Que al final se rebela contra sus captores y conquista el máximo templo de la modernidad, pero que no puede resistir contra todo el poder de su tecnología bélica.

 

Quizá podríamos reprochar a Jackson que se pasó de la raya al tratar de hacer tan compleja una historia que, en principio, era muy sencilla. Pero fuera de sus fallas (el primer acto es francamente aburrido y la escena en el lago congelado es cutre), me parece un experimento fascinante, porque no sólo quiere volver a contar la historia de Kong, sino enfatizar el significado de ese relato para la cultura contemporánea y sus diferentes relaciones intertextuales. ¿Pretencioso? Sí, como este ensayo. Pero fascinante.

 


Y ahora, un poema:

 

Mírate, Dios, encadenado, antes todopoderoso,
cautivo por deseo dorado,
blasfemo, pero merecido,
convertido en circo
para chisteras y monóculos,
lejos de los titanes,
del olimpo jurásico,
lejos de los tambores extáticos,
de la orgía y del sacrificio.
¡Rebélate!
Haz añicos tus cadenas y despliega tu furia divina
sobre los templos de acero y concreto,
sobre los insectos mecánicos.
¡Que retumbe el éxtasis de los tambores!

Kong

Kong

Kong


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