King Kong es una de
mis historias favoritas. Nótese que dije “historia” y no “película”.
Simplemente, me fascina todo en esta increíble aventura. Me encanta su simiesco
protagonista, uno de los personajes más grandiosos que nos ha dado la Era
Dorada de Hollywood. Me alucina toda la historia que hay detrás de su
producción, resultado de la mancuerna entre dos tipos extraordinarios, Merian
C. Cooper y Willis O’Brien. Me puedo clavar en sus múltiples capas de
significado. Y bueno, tiene dinosaurios.
“¿Es en serio?” Se estarán preguntando con una ceja alzada “¿King
Kong? ¿La historia de un gorilota que secuestra a una chica y derriba un par
aviones?” Pues sí, miren. Kong es una obra maestra accidental y en este ensayo
estoy dispuesto a demostrarles por qué. Voy a hablarles de King Kong como una obra típicamente colonialista que se convirtió
accidentalmente en una metáfora anti-colonialista.
I
La literatura
colonial
Como relato, aunque sea una obra cinematográfica, King Kong se inserta en la tradición de
la literatura colonialista, más específicamente en el subgénero del “mundo
perdido”, cuyos ejemplos más señeros serían Las
minas del rey Salomón de H. Ridder Haggard (1885), El hombre que sería rey de Rudyard Kipling (1888) y, vaya, El mundo perdido de Sir Arthur Conan Doyle
(1912).
La literatura colonial se centraba en los aspectos románticos del
colonialismo: la aventura, el asombro y el combate; y las historias de mundos
perdidos eran el non plus ultra de
esta tradición, llevando sus tropos a niveles hiperbólicos. Si las
exploraciones reales habían encontrado culturas que nunca antes habían
contactado con los hombres blancos, en estas narraciones se descubrían
civilizaciones que habían permanecido aisladas del resto del mundo durante
siglos o milenios. Si en las expediciones históricas se hallaban animales
asombrosos y escenarios naturales impresionantes, en los mundos perdidos uno
podía toparse con bestias extintas mucho tiempo atrás, o de plano inexistentes.
La actitud de los autores de literatura colonial hacia los pueblos
de los lugares conquistados varía entre el racismo más odioso y cierto
paternalismo benévolo, pero siempre desde una posición de superioridad.
Kipling, por ejemplo, retrata a los habitantes de india como tontos
supersticiosos o salvajes traicioneros; el buen indio es el que conoce su lugar
y se somete servilmente al amo blanco. Kipling es famoso por haber acuñado la
frase “la carga del hombre blanco”, es decir, su responsabilidad de civilizar a
un mundo salvaje y violento (y lucrar con ello, dicho sea de paso).
Haggard, en contraste, expresa admiración y respeto por los
guerreros africanos con los que convivió en la vida real. En un famoso pasaje
de sus obras pone, en boca de su personaje Allan Quatermain, una comparación
expresa entre el hombre salvaje y el civilizado, y encuentra en ambos la misma
naturaleza bajo las apariencias, cuestionando la superioridad de la civilización. Mas
no deja de retratar a los “nobles salvajes” como simples de mente.
Doyle, por su parte, no tiene empacho en mostrar el horrible
genocidio de una raza de hombres simio a manos de los héroes de su historia,
mismos que “ayudan” (en realidad, manipulan y dominan) a una tribu de indígenas
amazónicos. De un personaje mulato llega a decir que es “tan fuerte como un
caballo y tan inteligente como uno”. Lo usual.
II
El padre de
Kong
Entra en escena Merian C. Cooper (1893-1973), un personaje
extraordinario para cualquier época. Nacido en Florida, tuvo una vida llena de
sucesos fuera de lo común. Antes de ser productor y director de cine, fue
piloto de combate. En 1916 participó en la expedición americana para buscar a
Pancho Villa en México. Entre 1917 y 1918 participó como piloto de combate en la
Primera Guerra Mundial, y en la guerra Polaco-Soviética entre 1919 y 1921. En
ambas guerras fue derribado y capturado por el enemigo, por lo que pasó un
tiempo en campos de prisioneros, uno alemán y otro soviético. De este último
logró escapar.
Durante la Segunda Guerra Mundial sirvió en la India, China y el
Pacífico, retirándose con el grado de general brigadier. Incluso estuvo en el
USS Missouri para presenciar la firma de la rendición del Imperio Japonés. En
tiempos de paz se convirtió en uno de los fundadores de Pan American Airways.
Además, Cooper fue periodista, escritor de varios libros,
explorador y documentalista. Fue miembro del Explorers Club y de la American
Geographical Society. De hecho, se inició en el cine como director del
documental Grass, sobre un pueblo de
pastores en Irán. Otras producciones siguieron a este primer éxito. Combinando
sus pasiones del cine y la aviación inventó novedosas técnicas que permitían
filmar desde el aire.
Cooper fue, sin duda, la encarnación del ideal del hombre moderno
en las últimas décadas del colonialismo occidental sobre los demás pueblos de
la tierra. Era al mismo tiempo soldado y explorador, artista y empresario,
hábil con la tecnología y preparado para sobrevivir y triunfar en los
territorios salvajes y primitivos del mundo.
Según lo contaba él mismo, Cooper concibió su obra maestra después
de soñar que un gorila gigante aterrorizaba la ciudad de Nueva York. Sus
frecuentes paseos en aeroplano entre los rascacielos de la ciudad lo inspiraron
para el clímax de la película. De hecho, además de producir, dirigir y escribir
la cinta, interpretó a uno de los pilotos con los que Kong combatía hacia el
final. Todo un hombre orquesta, se proyecta en la obra como el personaje Carl
Denham (interpretado por Robert Armstrong), el líder de la expedición hacia la
Isla Calavera.
En principio, King Kong (1933)
es una gran película de aventuras. Por ese lado, Cooper tiene una estupenda
intuición narrativa. Inicia presentándonos a los personajes y les da el tiempo
para desarrollarse; se sienten como individuos de carne y hueso (incluso si
están estereotipados) que viven en el mundo real.
Ello es parte del aire de verosimilitud que Cooper se esmera por
dar a su descabellada historia. Se ubica en el tiempo presente, en una sociedad
azotada por la Gran Depresión. Los personajes discuten y especulan sobre la
mítica Isla Calavera antes de llegar a ella, más o menos como lo harían los
exploradores reales. De forma que una vez que empieza la fantasía más alocada,
como público ya estamos enganchados.
¡Y vaya aventura! Nativos, sacrificios, dinosaurios y un gorila
gigante, encarnación de la naturaleza primitiva salvaje, peleando con aviones
en la cima del Empire State, símbolo máximo de la civilización moderna. Una
Isla Calavera en la que se pueden sentir siglos de historia anterior a la
llegada de nuestros protagonistas, un lugar cuyos misterios y secretos apenas empiezan
a rascar.
Por supuesto, como relato recupera los tropos clásicos del
subgénero del mundo perdido. La tierra lejana y exótica, los nativos hostiles,
incluso los dinosaurios. Las ruinas de la Isla Calavera quizá están inspiradas
en Nan Madol, una zona arqueológica de Micronesia que impactó a los
exploradores europeos cuando la encontraron. Estaba construida sobre islotes
artificiales, y como se encontraba lejos de cualquier otro complejo
arquitectónico así, los europeos se negaron a creer que los nativos pudieran
ser los constructores (que sí lo eran, por supuesto).
La idea de un monstruo prehistórico atacando una ciudad moderna
tampoco era nueva. Años antes, en 1925, se había estrenado la adaptación
cinematográfica de El mundo perdido,
la novela de Doyle, que contó con el trabajo de Willis O’Brien, uno de los grandes magos del cine, y quien también daría vida a Kong. La película
sigue al libro del escocés con bastante fidelidad, excepto por el último acto,
en el que un brontosaurio es llevado a Londres y aterroriza la ciudad, un
escenario que se volvería bastante común con el tiempo.
King Kong
iba a ser una historia más de este tipo, un relato colonialista más, en el que
valerosos hombres blancos se enfrentan a la naturaleza indómita y a las gentes
primitivas en escenarios exóticos, y salvan a la chica rubia. El mismo Kong ha
sido visto como una representación racista de las gentes no blancas. En efecto,
la comparación de las personas racializadas -y en particular las afrodescendientes-
con monos o simios ha siempre sido una constante en el discurso racista, así
como la idea de que “esos salvajes quieren a nuestras mujeres”. Y si la versión
de 1933 deja muy ambiguas las intenciones de Kong sobre la rubia Ann Darrow
(interpretada por la scream queen Fay
Wray con sus inigualables alaridos), la de 1976 (con la sensual femme fatale Jessica Lange) deja
clarísimo hasta niveles ridículos que el simio gigante la estaba cachondeando.
IV
La metáfora
accidental
Cuando los aviones pelearon contra Kong, Cooper esperaba que esa
escena fuera entendida como el heroico rescate de la damisela en peligro por
parte de la caballería (recuerden que Cooper era uno de los pilotos), y como la
derrota final del monstruo que había estado aterrorizando a la ciudad. Casi
como una versión fantástica del final de la infame y grandilocuente épica
racista El nacimiento de una nación
(1915), en donde el Ku Klux Klan rescata a unas blancas doncellas de unos perversos negros.
Pero entonces sucedió algo que nadie se esperaba. Cuando Kong
derribó al primer avión, el público rompió en aplausos. Cuando Kong cayó
derrotado, la gente se entristeció y hubo algunos que hasta lloraron. ¿Por qué?
Porque no veían a Kong como el villano, sino como un héroe trágico.
Sucedió que Willis O’Brien se había esforzado por hacer de Kong
algo más que una bestia sin mente. Kong es todo un personaje, con un rango muy
variado de emociones. A veces muestra confusión, a veces furia, a veces
satisfacción, y en ocasiones es capaz de expresar una gran ternura. Ann Darrow
gritaba de terror en su presencia, pero él se ve haciendo de todo para
protegerla y mantenerla a salvo, incluso
sacrificando su propia vida. Al final, cuando Kong está herido de muerte,
justo antes de caer del Empire State, su última acción es acariciar el cabello
de Ann.
Si Kong es entendido como el protagonista y no como el villano,
cambia toda la perspectiva de la película, y de ser una típica aventura
colonialista se convierte accidentalmente en una metáfora contra el
colonialismo, como una advertencia sobre lo que sucede cuando, con el afán de
riquezas o aventuras, una sociedad cae sobre otra.
No la vemos ya como el triunfo de la civilización sobre la
barbarie, sino como la irrupción violenta de la modernidad sobre una sociedad
tradicional a la que perturba y destruye (la presencia de los extranjeros
provoca que Kong ataque la aldea nativa). Como la de una sociedad frívola que
viola a la naturaleza virgen y abduce de ella a un ser que en su tierra es rey
y dios, que lo esclaviza y lo convierte en un espectáculo de circo, y que
finalmente lo mata.
Lo más curioso es que ambas interpretaciones coexisten
perfectamente en King Kong:
escaparate de la ideología colonialista y metáfora contra el colonialismo. Y,
para bien o para mal, estas interpretaciones han sido subrayadas en lecturas
posteriores. Pero antes de seguir, es necesario hacer una digresión. Si King Kong está en la tradición de la
literatura colonial, una gran obra literaria ha influido enormemente en la
forma de leer la historia de nuestro trágico gorila.
El corazón de las
tinieblas (1899) es
una novela breve del escritor polaco-británico Joseph Conrad (1857-1924). Trata
del viaje del joven Marlow al Congo belga tras aceptar un trabajo como piloto
de un barco de vapor. Para él los sueños de aventura se convertirán en una
odisea hacia la oscuridad del alma humana.
Con una prosa increíble, evocadora de atmósferas y sentimientos
sobrecogedores, Conrad hace un retrato de los horrores del colonialismo europeo
en África. Su obra es, entre muchas otras cosas, una muy necesitada
desromantización de los mitos coloniales que se perpetuaban en las novelas de
aventuras.
Otro caso, poco menos brutal, se dio en la colonia alemana del
África del Sudoeste (actual Namibia). Sesenta y cinco mil víctimas mortales han
sido reconocidas por la Alemania actual, pero el número ha sido estimado hasta
los 100 mil. Para ello, se implementaron los primeros campos de concentración,
y algunos historiadores, como el sueco Sven Lindqvist en Exterminad a todos
los salvajes (1992), opinan que los orígenes de la locura genocida de los
nazis se encuentran en las masacres deliberadas y sistemáticas que los europeos
cometieron en África.
Inglaterra y Francia no se quedan atrás. Mike Davis, autor de Los
Holocaustos del fin de la era Victoriana (2002), acusa que los regímenes
coloniales alrededor del mundo provocaron hambrunas en Asia y África, lo que a
su vez provocó la muerte de entre 30 y 60 millones de personas. Al respecto, el
autor dice: "Millones murieron, no afuera del ‘sistema del mundo moderno’,
sino en el proceso de ser forzados a incorporarse en sus estructuras políticas
y económicas. Murieron en la era dorada del capitalismo liberal”.
Se han hecho múltiples interpretaciones de la novela y su rica
simbología. Aquí va la mía: Kurtz, el jefe de la estación central extractora de
marfil, es una personificación del colonialismo europeo. Se habla de él como
una Voz, se elogia su gran elocuencia ("expandió mi mente, me hizo ver
cosas"), su genio multifacético (es pintor, músico, periodista), la forma
en que los nativos lo idolatran como un Júpiter que sostiene el rayo en sus
manos.
Pero ¿quién es en realidad? Sus palabras, sus ideas, su fama
pueden hablar de grandeza, pero su aspecto físico muestra la cercanía de la
muerte y la animalidad: está calvo, consumido, se arrastra en cuatro patas; y
sus acciones muestran la brutalidad a la que ha descendido: decapitaciones,
trofeos macabros, matanzas, pillaje, un harem de mujeres nativas e
"inefables rituales" de cuya naturaleza el narrador calla. Su famoso
panfleto acerca de la eliminación de las costumbres bárbaras inicia con
exaltaciones nobles a la gran causa civilizatoria, pero conforme avanza se va
haciendo más y más delirante hasta terminar precisamente con la frase "¡exterminad
a todos los salvajes!".
En eso consiste el ideal del colonialismo occidental: grandiosas
palabras, bonitos sentimientos y causas nobles. En realidad, es algo corrupto y
decadente, una fuerza a favor de una barbarie incluso más brutal e inhumana de la
que alega redimir a los pueblos del mundo. Y es que, como dice Marlow sobre
Kurtz, "toda Europa contribuyó a su creación". O lo que es lo mismo,
Kurtz es Europa.
¿Es la obra de Conrad racista? Sí, como célebremente señalaba el
autor nigeriano Chinua Achebe (1930-2013). Pero también es anticolonialista. Es
decir, Conrad retrata a los africanos como criaturas salvajes, parte
indistinguible de la selva voraz que domina las riberas del Congo. Sus maneras
son animalescas y su lenguaje son sonidos infrahumanos. Sin embargo, también es
capaz de sentir empatía por ellos, víctimas de una brutalidad inhumana, de unas
leyes y castigos que llegaron del océano como un incompresible y atroz
prodigio.
La importancia cultural de El
corazón de las tinieblas es insoslayable y ha sido sujeta a múltiples
interpretaciones. Una de las más famosas adaptaciones de la novela es la magna
obra de Francis Ford Coppola, Apocalipsis
ahora (1979), con un inigualable Marlon Brando (1924-2004) como el coronel
Kurtz.
Si Conrad desromantizaba el mito colonialista europeo del siglo
XIX, Coppola hace lo propio con el mito imperialista estadounidense de mediados
del XX, al transportar la acción al escenario de la guerra de Vietnam, y de
paso subvirtiendo el mensaje original del guionista John Milius, un tipo
bastante chauvinista y patriotero. Los europeos conquistaban en nombre de la
civilización; los americanos en nombre de la libertad y la democracia. Ambos
dejaban a su paso destrucción y barbarie en los territorios conquistados, y
degradación moral o traumas psicológicos en generaciones de soldados.
¿Qué tiene que ver todo esto con King Kong? Nada, en principio. La película original sigue la
tradición de la literatura colonialista sin cuestionarla. Lo mismo la ridícula
versión de 1976, excepto que mete algunas preocupaciones ambientalistas hippies en boca
del personaje de Jeff Bridges, y algo del discurso de “dejar a los nativos en
paz”, aunque sean unos salvajes que sacrificarían a nuestras rubias. Entre
paréntesis: el peor pecado de esta versión es que NO tiene dinosaurios.
Pero todo cambió cuando el director Peter Jackson (n. 1961) tomó
las riendas de un nuevo refrito en 2005. Jackson pretendía hacer una cinta
realmente ambiciosa, comparable a su trilogía de El Señor de los Anillos. Bueno, sin duda hizo una película muy
larga… A lo que voy, la influencia de El
corazón de las tinieblas en la nueva adaptación es bastante literal. Con
saber que uno de los personajes, el joven Jimmy, lee la novela durante el viaje
a la Isla Calavera. Su mentor, el primer oficial Ben, comenta el libro con él,
y lo que dice acerca de internarse hacia el centro de la oscuridad es como un
presagio de lo que los personajes están por vivir en la tierra de Kong.
Estos ecos de la obra de Conrad se presentan de nuevo en Kong: Skull Island (2017) de Jordan
Vogt-Roberts (n. 1984), cinta cuyo mediocre guion no merece el talento de su
director ni de su reparto multiestelar. En fin, esta película tiene dos
personajes llamados precisamente Conrad y Marlow. Además, se sitúa justo
después de la retirada de Estados Unidos de la guerra de Vietnam, varias tomas
con helicópteros militares volando en el crepúsculo remiten inequívocamente a Apocalipsis ahora, y el personaje de
Samuel L. Jackson tiene ecos del Kurtz de Marlon Brando.
No hay mucho que decir de esta película, en la que Kong no es ni
siquiera un personaje, sino una fuerza de la naturaleza que protege la Isla
Calavera. Por primera vez, los nativos no son bárbaros que están tratando de
comerte o sacrificarte. En cambio, tienen una pequeña utopía sin carencias y
violencia, protegidos por Kong. Una visión benévola, pero también
condescendiente: son los “buenos salvajes” de Rousseau.
Volvamos a la versión de Peter Jackson, que es la que importa para
este análisis. No hay mucho que aporte al relato de Kong; fuera de mejores
efectos especiales y secuencias de acción más impresionantes (y de que es muuucho
maaás laaarga), lo esencial ya estaba ahí. Sin embargo, lo detalles que añade
de su propia cosecha son suficientes para transformar el significado de la obra.
Lo que antes fue accidental, ahora es deliberado. Kong es el
personaje protagónico y, gracias al talento del magnífico actor Andy Serkis,
quien le dio vida con la tecnología de captura de movimiento, uno todavía
más humano que la creación de Willis O’Brien; éste es un Kong con el que el
público simpatiza casi de inmediato. Su cautiverio, su exhibición y su muerte
son momentos diseñados para hacernos sentir empatía por el gigante. En sus
batallas está muy claro que debemos estar de su parte.
Su relación con Ann Darrow (ahora interpretada por Naomi Watts) es
completamente distinta. De entrada, el absurdo subtexto sexual es eliminado:
Kong se interesa por Ann porque se trata de una criatura curiosa que hace cosas
divertidas, y con la que luego desarrolla una sincera amistad. Ella al principio
está aterrada por el gorila, pero luego se encariña con él, como cualquier
persona se encariñaría con un perro u otro animal inteligente y capaz
de demostrar afecto.
El “proverbio árabe” inventado por Cooper es modificado
ligeramente por Jackson. En vez de que la bestia detenga su mano por sí misma,
dice “y la bella detuvo la mano de la bestia”, lo que da cuenta de que el
personaje de Ann tendrá mucha más agencia en esta historia, no sólo como una
chica bonita que hizo que Kong se obsesionara con ella, sino como alguien que,
con su gran compasión, se ganó el corazón del monstruo.
El personaje de Carl Denham deja de ser un avatar de Merian C.
Cooper para convertirse en el cómico Jack Black. En vez del osado productor de
cine, tenemos a un fracasado estafador, charlatán y cobarde. Su expedición no
es una emocionante aventura, sino una tragedia tras otra, y él está motivado
por la más frívola de las razones: montar un espectáculo para hacer dinero.
Todo ello justo en el escenario de la Gran Depresión, el momento de mayor
fracaso para el capitalismo (antes de nuestra actual crisis). Este Denham no es el héroe colonial, sino el hijo
de la sociedad del espectáculo. Aunque de forma mucho más ligera y amable,
Jackson hace un poco con Denham lo que Conrad hace con Kurtz: usar al personaje
para mostrar el verdadero rostro del colonialismo como una empresa denigrante.
Se ha dicho que la representación de los nativos de la Isla
Calavera en esta versión es aun más racista, porque en la cinta de 1933 éstos
por lo menos parecían personas reales, cuando aquí son retratados casi como
criaturas subhumanas. Yo no estoy de acuerdo, y creo que es todo lo contrario.
Mientras en la versión de Cooper los nativos eran expresamente melanesios -es
decir, una cultura existente-, en la de Jackson hay un esfuerzo por crear un
pueblo que se sintiera completamente ajeno a todo lo conocido, que no pudiera
relacionarse con ninguna cultura del mundo real ya fuera por su aspecto, su
lengua o sus artefactos.
Como lo creían los europeos respecto a Nan Madol, en la versión de
Cooper se establece que los nativos no podían ser los constructores de la muralla
que contiene a los dinosaurios al otro lado, que no eran lo suficientemente
avanzados para ello. La estructura recuerda más bien a civilizaciones antiguas
como los babilonios y queda implícito que los melanesios llegaron a la Isla
Calavera en una emigración posterior. En cambio, en la versión de Jackson se presenta
a los habitantes como descendientes de quienes construyeron la muralla y los
edificios cuyas ruinas se encuentran desperdigadas por toda la isla. Ello da
cuenta de la grandeza que alguna vez llegaron a alcanzar, y que fue tras
milenios de aislamiento que entraron en decadencia y se hundieron en la
barbarie.
A mi parecer esta reinterpretación de los nativos de la Isla
Calavera es mejor, puesto que al inventarse un pueblo ficticio esquiva la
incómoda posición de parecer que hace un juicio sobre culturas existentes y así
evita caer tanto en la actitud despectiva de la versión de 1933 como en la
condescendiente de 2017.
Peter Jackson toma un típico relato colonialista y le da un giro
total a sus significados. Parte de la alegoría en la que sin querer se había
convertido la versión original y la pone deliberadamente en el centro de su
nueva adaptación. Reinterpreta King Kong
bajo el cristal de El corazón de las
tinieblas y tiene la enorme ambición de hacer una película de aventuras en
tierras fantásticas con bestias imposibles que al mismo tiempo desromantice los
lugares comunes de la literatura colonialista.
Detrás de la fantasía y las emociones, Jackson nos entrega la
trágica historia de un dios abducido por una civilización colonialista, que
todo lo corrompe y lo comercializa, en la que encontró por un instante a una
sola persona que se compadeciera de él. Que al final se rebela contra sus
captores y conquista el máximo templo de la modernidad, pero que no puede
resistir contra todo el poder de su tecnología bélica.
Quizá podríamos reprochar a Jackson que se pasó de la raya al
tratar de hacer tan compleja una historia que, en principio, era muy sencilla. Pero
fuera de sus fallas (el primer acto es francamente aburrido y la escena en el
lago congelado es cutre), me parece un experimento fascinante, porque no sólo
quiere volver a contar la historia de Kong, sino enfatizar el significado de
ese relato para la cultura contemporánea y sus diferentes relaciones
intertextuales. ¿Pretencioso? Sí, como este ensayo. Pero fascinante.
Y ahora, un poema:
Mírate, Dios, encadenado, antes todopoderoso,
cautivo
por deseo dorado,
blasfemo,
pero merecido,
convertido
en circo
para
chisteras y monóculos,
lejos
de los titanes,
del
olimpo jurásico,
lejos
de los tambores extáticos,
de
la orgía y del sacrificio.
¡Rebélate!
Haz
añicos tus cadenas y despliega tu furia divina
sobre
los templos de acero y concreto,
sobre
los insectos mecánicos.
¡Que
retumbe el éxtasis de los tambores!
Kong
Kong
Kong
1 comentario:
Hermosa entrada, mi estimado.
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