La manzana de la discordia, el ojo del huracán. Ésta va a
ser la entrada más larga, porque no sólo voy a hablar de un conjunto de
imaginarios políticos, sino de sus relaciones con los otros conjuntos. Estamos
hablando de los distintos movimientos por la justicia social que se han masificado
en las últimas dos o tres décadas: el feminismo, el antirracismo, el activismo
lgbtq+, la lucha contra el capacitismo, la gordofobia, el especismo,
etcétera.
Éstos son los progres, los wokes, los social justice
warriors, los posmos, los interseccionales y demás nombres inexactos o
despectivos que han puesto a quienes tienen el principio cardinal de que la
liberación de los grupos oprimidos es un imperativo moral, que nadie será
libre hasta que lo seamos todos.
El progresismo social ha tenido grandes éxitos en las
últimas tres décadas. La desigualdad está cada vez peor, una generación
completa ha pasado de la clase media a la precariedad, la lucha contra el
cambio climático avanza demasiado lento, la vigilancia masiva está tan
normalizada que ya ni pensamos en ella, la policía se militariza cada vez más.
Pero no se puede negar que, a nivel cultural y social, muchas cosas han
cambiado para grupos oprimidos desde la década de los 90. Desde programas
de inclusión y diversidad, hasta mejores representaciones en los medios de
comunicación y en las instituciones, grupos que antes eran invisibles o
ridiculizados, ahora están siendo vistos y escuchados; actitudes despectivas o
abusivas que antes se consideraba normales pasaron a ser denunciadas.
El problema es que todo ello se ha logrado sólo dentro de
la lógica del capitalismo. Éste es un sistema necesariamente jerárquico,
por lo que cualquier gane en el terreno de la desigualdad es muy frágil. Esto
queda demostrado en los ataques que los regímenes post-fascistas han hecho
contra estos grupos. Desde los Estados Unidos de Trump, donde se echa para
atrás el derecho al aborto y se promulgan leyes que criminalizan a las personas
trans, hasta la Hungría de Viktor Orbán que ha ido retirando uno a uno los
derechos de la comunidad lgbtq+. Y es que el progresismo social es enemigo del
post-fascismo, que es en gran parte una reacción contra el primero, pues cuestiona
y amenaza las jerarquías sociales tradicionales que los fachos quieren
fortalecer.
En teoría, un buen enfoque interseccional de la realidad no
puede dejar de lado un análisis de clase, siendo la económica una de las más
importantes (para algunos, la más importante) formas de opresión que pueden
sufrir grupos o individuos. Así que el progresismo social es compatible con el
anticapitalismo de izquierdas, ya sea anarquista o marxista. Sin embargo,
en la práctica se ha demostrado que el análisis de clase se puede ignorar
fácilmente, con lo que se atenúa o deja de lado el anticapitalismo, y permite
al progresismo ser presentado en versiones descafeinadas por el establishment
liberal. Eso último ha llevado al discurso, que curiosamente comparten tanto la
extrema derecha como cierta izquierda anti-progre, que afirma que el
progresismo es una creación de las grandes corporaciones capitalistas, o
que está impulsado principalmente por éstas.
Y claro, los logros del progresismo nunca fueron
universales; muchas personas no cambiaron sus actitudes retrógradas, y algunas
simplemente aprendieron a callarlas por miedo a ser reprobadas socialmente.
Tales avances no iban a ocurrir sin una reacción cada vez más virulenta.
Debimos haberlo esperado: dialéctica, niños.
a) Dialéctica del woke
Internet fue una gran herramienta para la difusión del
progresismo social (también lo ha sido para la radicalización de sus opuestos).
Millones de usuarios en línea difundiendo los valores progres
complementaron la labor de activistas en las calles, las instituciones y la
academia. Pero ese campo de batalla tiene sus límites y no tardó mucho en que
las redes sociales se convirtieran en un agujero negro devorador de tiempo y
energías.
En teoría, todo izquierdista debería tener una visión
sistémica más que individualista. En la práctica, los progres de redes
sociales, incapaces de vencer al heteropatriarcado o al supremacismo blanco
a nivel de sistema, se han visto reducidos a “vigilar y castigar” expresiones
individuales de estos sistemas. Ante la impotencia para solucionar las grandes
injusticias, la energía se invierte en identificar cada vez más sutiles
agresiones, microagresiones y nanoagresiones, con una siempre creciente lista
de pecados y tabúes. Pues, ¿qué más puede hacer alguien detrás de un teclado?
La atención se enfocó de forma desproporcionada sobre lo simbólico: el
lenguaje, lo mediático, el humor, las artes... Y no es que lo simbólico no sea
importante, cuando pero cuando estás dale y dale sólo con lo simbólico,
confiesas que no puedes hacer nada al respecto de nada más. He ahí su praxis
de la impotencia.
Todo se hacía con la esperanza de que el efecto acumulativo
de estas acciones terminase, algún día, por exiliar las actitudes
discriminatorias de la cultura. Y, como vimos, hubo cierto éxito, pero llega un
punto en la estrategia de buscar faltas cada vez más sutiles, de peccata cada
vez más minuta, de obsesionarse con descubrir y exponer quién
secretamente tiene opiniones problemáticas, sólo sirve para ir creando
burbujas más “puras”, pero más reducidas.
Cuando se han enfrentado a fuerzas bien organizadas y con respaldo político y económico, sus logros son fácilmente echados para atrás; las corporaciones que fingían interesarse en las causas progresistas para colocar sus productos, abandonan toda pretensión; quienes callaban sus posturas reaccionarias por miedo al ostracismo, ahora las gritan a todo pulmón. Ni todo el wokescolding ni todas las funas en Twitter impidieron que llegara un fascista a la Casa Blanca.
Ahora bien, ¿se puede achacar el crecimiento la extrema
derecha exclusivamente a los “excesos” del progresismo”? No lo creo. Pero
vayamos por partes.
Dijimos que el post-fascismo es en gran parte una
reacción contra el progresismo. Pero sólo de la misma forma en que
el fascismo original fue una reacción contra la Revolución Rusa, o que el Ku
Klux Klan surgió como reacción a la abolición de la esclavitud. No es lo mismo
una relación de causa y efecto que una de culpa o responsabilidad.
Sí creo que el dogmatismo y la cerrazón de algunos (seamos
sinceros: muchos) progres ha alienado a posibles aliados que, de haber
tenido una primera aproximación más empática, habrían podido por lo menos
comprender mejor de qué se trata la cosa. También pienso que muchos progres
pensaron que les era suficiente con tener la posición moralmente correcta, que
era la responsabilidad de cualquier otra persona de darse cuenta de que ésa era
la posición moralmente correcta y que por tanto no eran necesarias la pedagogía
ni la persuasión.
Si se me permite un poco de evidencia anecdótica,
alguna vez pregunté en Twitter sobre la falta de influencers de
izquierda que pudieran llegar a hombres jóvenes de forma persuasiva y
elocuente, como lo hacían otros tantos en la derecha. Como era de esperarse,
tonto de mí, se me fueron encima. Un comentario me llamó la atención porque me
parece ejemplar: “Pues yo no necesité que nadie me convenciera, sólo me basta
hablar con una señora pobre para darme cuenta de que la izquierda tiene la
razón”. He visto esa misma idea formulada de muchas formas distintas: hay gente
que, por ser buena, solita llega a la izquierda, y quienes caen en la derecha
es porque ya eran malvados. Los unos no necesitan ser persuadidos y para los
otros la persuasión no sirve de nada.
Es actitud es esencialista y antitética a una visión
sistémica de los problemas sociales. Pero es, curiosamente, muy compatible
con una lógica cristiana (sobre todo protestante) de la ética. Lo que me lleva
al siguiente gran fallo de muchos progres: parecería que vaciaron el molde
cristiano de su contenido y vertieron en él nuevos mandamientos y nuevos
pecados, pero dejaron las mismas formas de razonar sobre la moral, con una
lógica de culpas, confesiones, penitencias, pureza y santificación de la
víctima. El objetivo se vuelve ya no desmantelar sistemas injustos, sino buscar
la redención individual: ser la persona más pura y santa posible, desterrar los
pecados de la propia alma y denunciarlos en los demás. Que no es casualidad que
lo “políticamente correcto” viniera en primer lugar de una sociedad tan
puritana como la gringa.
En muchos casos el razonamiento ético del wokismo se ha
reducido a buscar la parte más oprimida en una situación tal, y con base
en ello establecer dónde están el bien y el mal. Más aun, este esquema se
extiende para establecer qué es lo factualmente verdadero y qué lo falso. Y sí,
sé que corro el riesgo de hacer una caricatura, pero cualquiera que haya pasado
el tiempo suficiente en redes sociales tendrá que admitir que en efecto hay
mucha gente así.
Esto llevó a las infames “olimpiadas de la opresión”.
Si el punto de tener un enfoque interseccional es ver no sólo las propias
opresiones, sino las de los demás, y así construir una solidaridad entre grupos
oprimidos, en la práctica se volvió una excusa para competir por quién está más
oprimido. Nadie quiere ser una víctima; pero todos quieren que sus
propios problemas les otorguen el status de víctima, con las deferencias que
eso conlleva.
Se volvió extremadamente fácil tomar el lenguaje de la
propia opresión para justificar la continua opresión del otro. El mejor
ejemplo de esto es el feminismo transfóbico, que sólo tuvo que designar a las
mujeres trans como otra manifestación de la opresión patriarcal. También se
puede usar la defensa de las personas lgbtq+ como excusa para la islamofobia. Con
esto no quiero decir que dejemos de señalar las diferentes formas de opresión
donde las haya. ¡Por supuesto que eso siempre será necesario! Sólo quiero decir
que hay que tener cuidado de no caer en simplificaciones, que se necesita no
sólo convicción moral, sino pensamiento crítico.
b) Los anti-progres
Pero, ¿de todo lo anterior se infiere que el wokismo tiene
la culpa del auge de la extrema derecha? Veamos las narrativas que se vienen
manejando al respecto. Por un lado, los post-fascistas afirman que lo suyo no
es más que una reacción sensata ante lo que consideran nada menos que una
amenaza existencial para Occidente. Por el otro, el centrismo liberal y cierta
izquierda anti-progre, son los excesos del wokismo los que orillaron a
muchas personas a irse al extremo opuesto, aunque esa reacción post-fascista
sea igualmente odiosa.
En realidad, todos esos fallos en el progresismo dañan
principalmente al progresismo. Veamos lo más señalado: la “cultura de la cancelación”.
En realidad, la etiqueta se aplica por igual a diferentes acciones, ninguna de
las cuales es exclusiva del wokismo: la denuncia pública, el ostracismo, el
ciberacoso y muchas veces la simple crítica. Esta última puede ser justa o no,
inteligente o no, pero no es en sí un acto de censura. La denuncia pública hace
poco daño a los ricos y poderosos; puede derivar en el ostracismo, pero esto es
algo que sólo afecta a quien pertenece a la comunidad de la que se le expulsa.
No se puede “cancelar” a Elon Musk, porque no le afecta lo que los progres
piensen de él, y porque su comunidad de tecnofachos lo sigue respaldando.
Si en algo tiene responsabilidad el progresismo con respecto
la extrema derecha, es en no haberse organizado a tiempo, en no haber
desarrollado estrategias para enfrentarla con eficacia, sobre todo cuando el
grito de alarma lleva sonando tantos años. De hecho, las mejores críticas al
progresismo han venido desde dentro, de voces que se han hartado de la
toxicidad de algunos de sus ambientes y sus prácticas, mas no su ideario [aquí, aquí, aquí, aquí]. El problema
no es el celo de acabar con el sexismo, el racismo o la homofobia, sino las
dinámicas sociales tóxicas que las redes sociales favorecen, y que causan
división, pleitos internos y pérdida de tiempo en dramas dignos de chavitos de
prepa.
El progresismo no una amenaza para la cultura occidental; es
una amenaza para las jerarquías sociales que los post-fascistas quieren
reforzar. No es una amenaza para la libertad de expresión y la pluralidad, es
una amenaza para la ilusión de que el orden liberal ya había desterrado de su
seno toda opresión, y que no quedaban más que problemas menores que podían
resolverse paso a paso. Estudiantes pidiendo que no se deje hablar a quienes
difunden discursos de odio en las universidades no son una amenaza a la
libertad de expresión. Los monopolios tecnológicos que poseen la mayor parte de
Internet y con sus algoritmos controlan qué expresiones se difunden y cuáles
no, sí lo son.
El progresismo tenía que deshacer prejuicios que la sociedad
consideraba sentido común. El post-fascismo sólo tiene que reforzar esos
prejuicios. Siempre fue una lucha cuesta arriba. He criticado la falta de una estrategia
pedagógica y persuasiva en el progresismo. Pero también es injusto esperar
que cada persona progre haga el esfuerzo desgastante de educar a los demás,
sobre todo cuando no hay forma de saber si del otro lado hay simple falta de
conocimiento o se trata de un facho preguntando en mala fe para enredarnos en
discusiones bizantinas.
Por otra parte, la mayoría de las personas que se han
contagiado del pánico anti-woke no tienen ni idea de lo que los
progresistas realmente piensan y pretenden. Su principal fuente son las campañas
de desinformación y satanización que hace la extrema derecha, impulsada por
algunas de las personas más ricas del mundo. No es que una mala experiencia con
los progres les haya arrojado a los brazos fachos, es que han sido bombardeadas
por años de propaganda favorecida por los algoritmos. Sería como pensar que el pánico
satánico de tu tía católica tiene algo que ver con haber sobrevivido a una misa
negra.
El discurso derechista empezó denunciando como “corrección
política”, “generación de cristal”, “woke” y demás aquello que parecía más
extremo, más fácil de condenar para el “sentido común”: progres de Twitter que
se quejaron de alguna película por un detalle insulso; una persona que recibió
demasiado cascajo por decir alguna fruslería inapropiada… cosas así. Luego han
ido expandiendo el significado para incluir cualquier cosa que se oponga el
proyecto post-fascista. ¿Una mujer protagonista en una película? Woke. ¿El Papa
dijo algo acerca de que maltratar migrantes está mal? Woke. ¿Decir que las
personas trans merecen respeto a sus derechos? Woke.
Ahora el pánico moral antiprogre se ha convertido una
cacería de brujas mucho peor que cualquier exceso en el que hubiera caído el
progresismo. A tal punto que la gente elige a líderes fascistas que van a joder
sus vidas de forma espectacular, nomás porque les prometen salvarlos de los
wokes.
Y en esa campaña de satanización han participado tanto la
derecha como el centro. Algunos liberales centristas aceptaron acríticamente narrativas
reaccionarias del tipo de “el wokismo es una amenaza para la libertad de
expresión”. Según ellos, que son tan racionales y objetivos, no pueden menos
que reconocer que la verdad es la verdad, aunque la digan Trump o Hitler. El
punto es que no es verdad [aquí,
aquí,
aquí
y aquí]. Aunque
existen casos de personas que han recibido castigos desproporcionados por
deslices insignificantes (y eso está mal, y hay que reconocerlo), la narrativa
que presenta esto como una epidemia que amenaza nuestras libertades se basa en falsedades o
exageraciones. Dicho de otra forma, cuando los centristas salen con “los
excesos progres han provocado el auge de la extrema derecha” están simplemente
repitiendo propaganda facha.
Ni qué decir que ha sido el statu quo liberal centrista el
que ha tenido todo este tiempo el poder político para combatir a la extrema
derecha; por ejemplo, proscribiendo a sus organizaciones, limitando sus
plataformas o, caray, paliando los problemas socioeconómicos que han provocado
su ascenso. Pero no lo han hecho para no alienar a los votantes conservadores
ni ofender a los amos corporativos. La extrema derecha no habría podido llegar
tan lejos sin la complacencia del centro.
Pero los centristas necesitan pensar que la culpa la
tiene el wokismo, no sólo porque eso les da un chivo expiatorio de por sí
satanizado, sino porque, de fondo, los posibles excesos percibidos en la lucha
contra el racismo, la misoginia o la homofobia les asustan tanto o más que el
racismo, la misoginia y la homofobia.
La actitud del neostalinismo hacia el progresismo puede
variar. Algunos tanquis afirman que los objetivos de eliminar el patriarcado,
el racismo, etcétera, se pueden alcanzar a través del marxismo-leninismo;
de hecho, que ésa es la única manera. Se vuelve un tanto incómodo que muchos de
los regímenes a los que defienden tienen un récord bastante malo en lo que se
refiere al trato a grupos oprimidos.
Otros tanquis rechazan por completo el progresismo, y
declaran que el activismo lgbtq+ es una degeneración burguesa, que el
feminismo y el antirracismo no hacen más que dividir a la clase obrera. Este
desdén les permite desestimar cualquier crítica hacia a los regímenes que los
tanquis defienden, especialmente cuando ignoran o van en contra de los derechos
de grupos oprimidos: “¿cómo se atreven a criticar a un gobierno revolucionario
por defender esas nimiedades burguesas?”.
En esta cosmovisión, no hay diferencias entre el
establishment neoliberal, la extrema derecha o el progresismo social: todo es,
al cabo, controlado por los capitalistas. Lo cual resulta extremadamente
irónico, porque para la derecha el wokismo es la avanzada de una estrategia
para implantar el comunismo.
El sujeto revolucionario ideal de este tipo de tanquismo es el
obrero viril con una masculinidad tradicional, onda póster de propaganda
soviético. Creo que esto lo llevan hasta sus últimas consecuencias los tanquis
hispanistas, muy comunistas ellos, pero que defienden la “labor civilizatoria”
Imperio Español y odian a los migrantes musulmanes, además de a las feministas
y la comunidad lgbtq+.
Por supuesto, cuando eres un hombre heterosexual barbudo, te
puede dar igual un post-fascista o un liberal, pues ambos mantendrán el sistema
capitalista. Después de todo, si aumenta el sufrimiento de las mujeres, las
personas racializadas o las personas lgbtq+, tú te puedes quedar haciendo tu
podcast de propaganda neostalinista mientras esperas a que venga China a
salvarte del capitalismo. O sea, esto un ejemplo típico de sesgo basado en
privilegio, la clase trampas que un enfoque interseccional ayuda a evitar.
Todas las jerarquías están relacionadas y se sostienen las
unas a las otras. El capitalismo requiere que haya clases oprimidas, cuya
explotación puede justificarse en el racismo, la xenofobia o la misoginia. Pero
la historia nos ha demostrado que es posible debilitar algunas de esas
jerarquías sin tocar otras. El patriarcado antecede al capitalismo por milenios;
puede y ha existido en otros modelos. El feminismo no divide a la clase obrera;
el machismo sí. El antirracismo, el activismo lgbtq+, no dividen a la clase
obrera; el racismo y la homofobia sí. Nadie será libre hasta que todos lo
seamos.
En suma, el progresismo social se fundamenta en el
rechazo a las jerarquías sociales tradicionales, pero en su praxis le ha
sido difícil deshacerse de perspectivas individualistas, de prácticas rancias
heredadas del pasado y de las dinámicas tóxicas fomentadas por las redes
sociales. El rechazo al progresismo social se puede racionalizar de muchas
formas, pero ultimadamente se fundamenta en un apego a por lo menos algunas de
esas jerarquías, o en el miedo a cambiarlas demasiado rápido, y a fin de
cuentas favorece sólo al post-fascismo que quiere restablecerlas.
Continuará en la parte V
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