En mi carrera de profesor de
educación privada he pasado por varias escuelas y conocido a muy diversos
alumnos. Esto incluye un buen número de mirreyes. Para los que por alguna razón
no lo saben, los mirreyes serían los hijos de empresarios y políticos poderosos,
y se caracterizan por su actitud arrogante y prepotente, su afición a la fiesta
loca, la ostentación y el exceso, sus valores clasistas y sexistas, y sus camisas
abiertas hasta el tercer botón para mostrar el pelo en pecho.
Ahora, aquí en Mérida eso de “hijos
de los poderosos” es bastante relativo, porque los mirreyes locales (o
‘machocaones’) son como la región 4 de la región 4. Ricos de pueblo, pues. Eso
no les ha impedido adoptar muchas de las actitudes y señas de identidad de sus
equivalentes en las grandes ciudades del país.
Una de sus características más
notorias es su convicción de que lo merecen todo en esta vida y de que todos
estamos ahí para servirles. Esto, como se podrán imaginar, puede significar un
purgatorio para sus profesores, en especial en alguna de esas escuelas privadas
en las que “el que paga manda”.
Así, me he topado con adolescentes
que faltan el respeto cotidianamente a sus maestros, desde contestar con
grosería hasta de plano agredirnos. Una vez me acerqué a un muchacho que
siempre estaba jugando con su celular en clase y se lo quité; el chico se
levantó de golpe como si quisiera pegarme y me exigió que si le iba a retirar
el teléfono se lo debía pedir “por favor”.
Ante estos machitos alfa uno nunca
debe ceder territorio; hay que plantarse firmes y mirarlo directo a los ojos
porque como buenos depredadores huelen el miedo. Pero al mismo tiempo hay que
mantener nuestra conducta dentro de los límites del profesionalismo y nunca rebajarnos
a su nivel. Simplemente le dije que no le estaba pidiendo ningún favor, sino
aplicando las reglas. “Si quiere respeto, respete”, me reclamó el muchacho que
todas las clases se comportaba de forma irrespetuosa. Lo que sucede es que
estos chicos están acostumbrados a imponer su voluntad, y cuando alguien trata
de ponerles un límite se contrarían y sacan de quicio.
Una vez, en un viaje organizado por
la escuela al extranjero, un mirreyito natural del norte del país se extravió
justo la última noche antes de emprender el regreso a México. Cuando lo
encontramos estaba borracho; al llamarle la atención, me espetó que por qué le
hablaba “con tantos huevos” y me llamó “pendejo”. No hubo consecuencias porque
él tenía ENAMORADA a la maestra encargada del viaje, una veinteañera muy manipulable.
Cuando digo “enamorada” no lo hago
a la ligera. Aún después de este altercado, se podía ver al chavillo recostado
en las piernas de la maestra, abrazándola por la cintura de vez en cuando, o
acariciándole las manos y el cabello. Este chico había sido muy problemático
desde el principio; no se interesaba en lo absoluto por el propósito cultural
del viaje, sino que sólo quería fiestear, ligar y beber; más de una vez se
metió en problemas por ponerse al brinco con figuras de autoridad locales,
desde los maestros de la escuela que nos hospedaba hasta oficiales de policía
en la calle. Sin embargo, las maestras le celebraban todo lo que hacía porque
tenía “mucho ángel”.
Lo que me lleva a hablar de las
chicas, las lobukis, que vienen a ser las barbies de estos kens mexicanos. He
visto cómo los machocaones las maltratan físicamente, las insultan, las
jalonean, las agarran con brusquedad y las manosean, ¡incluso en la escuela!
Pero “de broma”, porque “así se llevan”. Y las señoritas no se quejan porque no
quieren quedar como “las mamonas” y dejar de recibir la atención de los más populares.
Es muy difícil hacer ver a chicos y chicas por qué lo que está ocurriendo ahí
es violencia de género.
La mayoría de los alumnos siempre son
muy buenas personas, pero el ambiente de una escuela depende mucho de qué tanto
las autoridades dejan que los patancillos se salgan con la suya. Y eso es lo
que pasa en las escuelas donde pesa más el dinero o el apellido de papi que el
compromiso con la educación (afortunadamente, hace rato que ya no piso un lugar
de ésos).
“Bueno, ¿y qué? No serán más que
chamacos molestos como los hipsters, los emos y los otakus, ¿no?” Pues no. El
problema va más allá de unos escuincles maleducados o de la siempre pregonada
“falta de valores”. El fenómeno de los mirreyes en México es tan conspicuo que
ha llamado la atención de publicaciones extranjeras. Carbonated TV, por ejemplo, reporta que
los hijos del Chapo se comportan igual que los mirreyes cuyos padres tienen
profesiones ligeramente menos delictivas.
La revista McLean’s dedicó un artículo
al tema y, en entrevista con Ricardo Raphael, autor de Mirreynato. La otra desigualdad, explica
que esta era se ha caracterizado por una desigualdad cada vez peor, movilidad
social en declive, discriminación y deficiencia del sistema educativo. El
dinero permite autocomplacencia a los mirreyes, pero también les brinda
protección legal y política, atrae poderosos aliados que se harán de la vista
gorda en casos de ilegalidad y permite hacer importantes contactos para los
negocios y la política.
Esos contactos se pueden hacer en
las escuelas privadas del país. Las pruebas estandarizadas nos muestran que las
más elitistas no logran mejores resultados académicos que las más modestas,
pero los padres de estos chicos no pagan altas colegiaturas para que sus hijos
reciban educación, sino para que tengan amigos entre las élites, contactos que les sean de utilidad más tarde en la
vida.
Así, todo vuelve a dos problemas de
fondo, endémicos de nuestra sociedad e íntimamente relacionados entre sí: la
impunidad y la desigualdad económica. Hace un par de años, el caso de “Los
Porkys” violadores de Veracruz lo ejemplificó muy bien. Cuando la diferencia
entre los que tienen más y los que tienen menos es tan abismal, ¿cómo podemos esperar
justicia? ¿Cómo pueden las mayorías que no tienen grandes recursos evitar que
los acaudalados se conviertan en dueños de la ley? ¿Cómo puede haber democracia
cuando es claro que las voces de las mayorías no pesan tanto como las de un
puñado de familias privilegiadas?
Los mirreyes reproducen en las
escuelas las mismas injusticias que sus padres llevan a cabo en la sociedad.
Salen impunes porque, como sus padres, tienen a las autoridades comiendo de sus
manos. Están acostumbrados a hacer lo que quieran y salirse con la suya porque
es justo lo que hacen los poderosos en nuestro país. Peor aún, estas
generaciones crecerán y heredarán las fortunas y carreras políticas de sus
mayores. Estos juniors modernos, con su mentalidad de “todo me lo merezco y
todos me la pelan”, ya se están convirtiendo en la nueva generación de
políticos a nivel nacional. De bravucones de la escuela, pasan a bravucones de
la vida pública. Y todos sufriremos las consecuencias.
FIN
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4 comentarios:
No olvidemos otro problema, la sociedad mexicana tiende a ser muy "aspiracional" por lo cual la gente de clases medias tiende a imitar estas conductas
Saludos y muchas felicidades por esté magnifico blog, ya llevos unos años siguiendolo. A mi parecer muy personal, y que he visto, cada vez, las nuevas generaciones no se preocupan por adquirir conocimiento(cultural), y tratase de la clase social que este.
Yo he tenido varias experiencias que confirman.
Y lo más triste, que creo, viendo de tanta literatura; tanto cine, tanta animación, que existe.
saludos desde chile!
muy buena entrada. Lamentablemente, aqui en mi pais aunque no se tiene un nombre para describirlo, se tiene constancia del mismo fenomeno, a grados tan absurdos como el caso de Martin Larrain, el hijo de un politico que atropello a un hombre mientrad conducia ebrio y salio libre de polvo y paja, llegandose incluso a señalar como culpable al transeunte.
Es tan placentero ver a uno de estos patanes puestos en su lugar u obligados a ponérseles límites.
Por otra parte, es bastante injusto que unos tipos que tienen evidencia en video de sus crímenes salgan libres porque sus padres tienen dinero, mientras que hay los que pasan años en la cárcel por cosas que son pequeñeces en comparación (Ej: 8000 indígenas en la cárcel, muchos de ellos sin saber español ni tener intérpretes, y menos sin saber por qué están ahí).
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