La historia de
la Primera Guerra Mundial suele leerse como una tragedia, producto de la
arrogancia y estulticia de los grandes imperios, más que como una lucha heroica
contra el mal, como es el caso de la Segunda. Pero aquella Gran Guerra entre
1914 y 1918 no estuvo exenta de sus atrocidades, actos de violencia y abuso en
los que no hay duda de cuál es la mano criminal. Incluso, hay actos de heroísmo.
Ésta es la historia de la destrucción de Bélgica.
El brillante plan
Este pequeño país sobre las costas
del Mar del Norte había obtenido su independencia en 1839, cuando se firmaron
los Tratados de Londres para garantizar que el nuevo reino sería completamente
neutral en cualquier conflicto europeo. El acuerdo fue aprobado por las
principales potencias del continente, incluyendo al Reino Unido, Francia y
Prusia.
Muchas décadas más tarde, cuando
Prusia ya se había convertido en el Imperio Alemán, y el país más poderoso en
la Europa continental, las tensiones con su vecina Francia anunciaban que una
guerra llegaría tarde o temprano. Adelantándose a esta prospectiva, el mariscal
Alfred von Schlieffen elaboró el plan de ataque que llevaría su nombre.
El Plan Schlieffen pretendía ser la
receta para invadir Francia sin tener que pasar por sus formidables defensas,
el sistema de fortalezas que se extendía a lo largo de la frontera con
Alemania. Sería mucho más fácil, pensaban, atravesar Bélgica y Luxemburgo,
países que no deberían ofrecer mucha resistencia, y asaltar Francia desde el
norte.
Los planes de Alemania a lo largo
de la Gran Guerra están llenos de wishful
thinking. Pensaron que tal vez podrían ir a la guerra con Rusia sin que
Francia interviniera. Incluso tuvieron el descaro de pedirle a Francia que
entregara sus fortalezas fronterizas a manera de garantía por su neutralidad,
siendo los alemanes los que necesitaba rogar para que Francia se mantuviera
neutral.
Luego pensaron que podrían invadir
Bélgica, violando los Tratados de Londres, sin traer a Gran Bretaña a la
guerra. Tenían la esperanza de llegar hasta París antes de que los británicos
pudieran movilizarse. Por último, pensaron que podrían declarar una guerra
submarina indiscriminada contra todos los navíos que cruzaran el Atlántico y
aún así esperar que Estados Unidos se mantuviera neutral, o que Gran Bretaña se
rendiría antes de que los americanos pudieran movilizarse.
En 1914 dieron otro de esos
ejemplos de wishful thinking: que
Bélgica dejaría pasar a las tropas alemanas por sus territorios, que se
contentarían con mirar de lejos, que a lo mucho emitirían una protesta para no
quedar mal. Que el ejército del Reich intimidaría tanto a los pacíficos belgas,
que no se atreverían a ofrecer resistencia. Estaban equivocados.
El rey improbable
En 1904 el rey Leopoldo II[1] de
Bélgica fue invitado por el káiser Wilhelm a pasar un tiempo en Berlín. Ahí, el
imponente monarca de largas barbas y tipo marcial conoció lo que es palidecer
de miedo. Wilhelm lo “invitó de la forma más amable” a considerar el proyecto
de unirse al Imperio Alemán en una posible guerra contra Francia. A cambio, le
entregaría parte del país galo derrotado.
Leopoldo se quedó boquiabierto y no
halló nada más prudente que tomarse a broma lo que decía el Káiser. Pero a
Wilhelm no le causó gracia y, en uno de sus característicos ataques de furia,
vociferó que con él no se podía jugar y que quien no estaba de su parte estaba
en su contra. En caso de guerra, no habría amistad que valiera, sólo
consideraciones estratégicas. Leopoldo quedó en un estado de shock tal, que
salió del palacio real con el casco puesto al revés.
El rey belga murió en 1909. Su
heredero no era quien él habría querido. Hijo menor de un hijo menor, no se
suponía que el príncipe Albert heredara el trono. Introvertido y reservado,
tenía al mismo tiempo un hambre insaciable de lecturas y un amor al aire libre
y la actividad física. Lo misma leía dos libros en un solo día, que pilotaba
aeroplanos y escalaba montañas.
Tras ser coronado se tomó su trabajo muy en
serio. Impulsó políticas progresistas para mejorar la calidad de vida de la
gente. Quería creer que Alemania no violaría la neutralidad de Bélgica, pero no se
hacía muchas ilusiones. Como monarca no tenía mucho poder en tiempos de paz, y
no podía nombrar a jefes del Estado Mayor. Pero podía tener a un “asesor
militar” y eligió para ese puesto a Emile Galet.
Galet era hijo de un zapatero en un
reino en el que los altos mandos del ejército eran nacidos en la aristocracia.
Mientras entre las mentes militares predominaba la doctrina de la ofensiva, el
serio y dedicado Galet previó que en una guerra industrial la defensa tendría
la ventaja. Con él a su lado, Albert tenía una clara visión del conflicto por
venir.
A principios de agosto de 1914
sucedió lo que temían: el Reich envió un ultimátum a Bélgica. En él, acusaban a
Francia de haber iniciado bombardeos contra ciudades alemanas y de estar
avanzando hacia Bélgica. Si Bélgica permitía que las tropas alemanas pasaran
sin problemas, prometían respetar la independencia del país, compensarlo
económicamente por cualquier perjuicio sufrido durante la ocupación y sacar a
su ejército tras el fin de las hostilidades. Todo era mentira.
Albert dijo que no.
La resistencia y la violación
El ejército belga ofreció una difícil
pero valiente resistencia ante la invasión alemana. Albert dirigió las
operaciones de defensa con su notable capacidad de planeación. Llamado “el
primer soldado de Bélgica”, de los 200 mil que formaban su ejército, permaneció
en el frente de batalla durante los cuatro años que duró la guerra y, siguiendo
las estrategias defensivas de Galet, logró mantener la esquina noroeste de su
país fuera de la ocupación alemana. Para evitar que las tropas del Káiser
llegaran al mar, Albert hizo romper diques para inundar caminos y campos,
haciéndolos infranqueables. Cuando regresó a Bruselas, en 1918, fue recibido
como héroe.
Pero hubo una buena parte de
Bélgica que sí fue ocupada por los alemanes y allí fue donde ocurrió lo que los
medios británicos llamaron The Rape of
Belgium.
Los aristocráticos oficiales prusianos
consideraban que los pueblos democráticos como el belga eran demasiado
revoltosos y temían que se organizara una guerrilla civil. Desde las primeras
semanas de la ocupación, las fuerzas alemanas usaron el terror para disuadir
cualquier resistencia armada, y así vinieron las atrocidades.
Por toda Bélgica central y
oriental, en las primeras semanas de la ocupación, los alemanes fusilaron
civiles masivamente: Aarschot (156 muertos), Andenne (211), Tamiens (383),
Dinant (674). Los soldados no distinguían entre hombres, mujeres y niños. Un
rumor sobre posibles rebeldes era suficiente para hacer que los alemanes
montaran en cólera y asesinaran a civiles de forma prácticamente aleatoria.
Además, las tropas se dieron a la
violación como mecanismo de terror. No se sabe a ciencia cierta cuántas mujeres
belgas fueron violadas por los alemanes, pero se considera que tal crimen era
por lo menos tan común como los asesinatos. Ustedes piensen en los números.
Por alguna razón, las tropas se
ensañaron contra miembros del clero católico. Decenas de curas y monjas fueron
fusilados. En la provincia de Brabante, un grupo de monjas fueron desnudadas
por los soldados con el pretexto de que podrían esconder armas o equipo de
espionaje. Según algunos relatos, también ellas fueron violadas.
Poblaciones enteras fueron reducidas
a cenizas y los pobladores fueron deportados u obligados a huir. Las iglesias y
otros edificios altos eran derruidos por miedo a que pudieran ser usados por
los francotiradores. En Leuven 248 personas murieron por el incendio provocado
adrede por los alemanes, mismo que destruyó la milenaria biblioteca de la
ciudad, junto con los manuscritos medievales que contenía. Los 10 mil
habitantes del pueblo fueron expulsados por la fuerza.
Más de 100 mil civiles belgas
fueron deportados hacia Alemania y obligados a trabajar en las fábricas de
armas y municiones. Algunos de ellos también fueron llevados al frente occidental
para construir caminos y búnkers para los alemanes.
Seis mil civiles fueron ejecutados
durante la violación de Bélgica, y otros 17,700 murieron durante la expulsión,
la deportación o el encarcelamiento. En total, 23,700 civiles belgas murieron a
manos de los alemanes y más de 10 mil quedaron lisiados. Más de 18 mil niños
quedaron huérfanos.
Los altos mandos militares del
Imperio Alemán toleraron, y en algunos casos alentaron, estos crímenes.
Exterminate all the brutes!
Los Aliados aprovecharon esta
situación a su favor. La destrucción de Bélgica era una muestra de la
brutalidad germánica, la prueba de que el Reich representaba una amenaza para
la civilización. Parecería difícil exagerar las atrocidades alemanas, pero la propaganda
británica y francesa (y más tarde, la americana) lo hizo, reportando a menudo
falsedades.
Con el paso de los años eso se
volvió contraproducente. Ante las evidencias de que muchas de las acusaciones
fueron exageradas o falsas, se empezó manejar el discurso de que todo lo ocurrido en Bélgica había sido
un invento propagandístico. El negacionismo de estos crímenes se volvió parte
del discurso revanchista teutón de entreguerras. A su vez, la
experiencia de los mismos marcó al ejército alemán.
Años antes, bajo el reinado de
Leopoldo II de Bélgica, se cometió uno de los crímenes más atroces de la
historia reciente: el genocidio de los nativos del Congo. Sometidos a la
explotación, las matanzas y castigos brutales que incluían la mutilación, cerca
de 15 millones de congoleses murieron entre 1885 y 1908. El Congo no era una
colonia belga, sino propiedad personal de Leopoldo II, uno de los mayores
genocidas de los últimos dos siglos.
Después, entre 1904 y 1908, el
Reich había llevado a cabo otro genocidio, el de los pueblos Herero y Nama en
las colonias alemanas del África Occidental: 65 mil víctimas mortales han sido
reconocidas por la Alemania actual, pero el número ha sido estimado hasta los 100 mil. Para ello, se implementaron los primeros
campos de concentración.
Al mismo tiempo que la destrucción
de Bélgica ocurría, el Imperio Austro-Húngaro, aliado del Reich Alemán, llevaba
a cabo sus propias atrocidades en Serbia. Para combatir la resistencia, los
austriacos ejecutaron a prisioneros de guerra, asesinaron civiles y llevaron a
cabo violaciones masivas. Unos 3,500 civiles serbios perdieron la vida sólo en
las primeras dos semanas de la invasión austriaca; 450 mil en total durante los
cuatro años de guerra. Por órdenes de Conrad
von Hötzendorf, los ejecutados eran colgados en lugares públicos y se les
tomaban fotografías para distribuirlas como instrumentos de terror.
La otra de las Potencias Centrales,
el Imperio Turco Otomano, superó a sus aliadas. A partir de 1915 y durante el
resto de la guerra, e incluso más allá, los turcos llevaron a cabo el
exterminio sistemático de los armenios en su territorio, de quienes se temía
que pudieran ayudar a Rusia a atacar al Imperio. Hombres, mujeres, niños,
ancianos, fueron ejecutados en masa, obligados a trabajar hasta morir, o
forzados a marchar a través de los desiertos de Siria hasta que fallecían. Un
millón y medio de armenios perdieron la vida. El gobierno alemán se hizo a la
vista gorda, a pesar de los reportes de sus alarmados dignatarios en Turquía.
Todos estos crímenes, que merecen
ser tratados cada uno por su cuenta, son antecedentes de la brutalidad con la
que las huestes de Hitler marcharían sobre Europa dos décadas más tarde. El
camino hasta Auschwitz fue largo y sinuoso, y en 1914 pasó por Bélgica.
FIN
Este texto forma parte de la serie La
Gran Guerra, sobre el conflicto bélico mundial que formó el mundo moderno.
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Fuentes de la información de este artículo:
[1]
Como dato curioso, Leopoldo era el hermano de Carlota Amalia, emperatriz de
México y esposa de Maximiliano de Habsburgo.
1 comentario:
Cuando uno quiere odiar a los alemanes y ponerlos como los malos vemos que a los Belgas que a pesar de haber sufridos estas violaciones también hicieron de las suyas en África.
Claro que eso no quita lo condenable de lo que hicieron los alemanes.
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