Como profesor, ésta es una pregunta que a menudo me he
topado por parte de mis estudiantes, “Esto que quieres que me aprenda, ¿de qué
me va a servir?”, expresa una preocupación muy legítima.
Metemos a nuestros niños y adolescentes casi una tercera
parte de cada día en salones, donde los obligamos a prestar atención, tomar
apuntes, hacer tareas y presentar exámenes. Les exigimos que hagan grandes
esfuerzos, que a veces les acarrean mucho estrés y cansancio, para
cumplir con ciertos parámetros. Tienen todo el derecho a preguntarse cuál es el
propósito de hacerlos pasar por todo esto, cuál es el beneficio que obtendrán
por sus cuitas y sacrificios.
Es por eso que, cada vez que voy a iniciar un nuevo curso
empiezo por explicar de qué se trata mi materia, qué clase de cosas vamos a
hacer en clases, y de qué formas lo que aprenderemos les puede beneficiar.
También me esfuerzo por relacionar lo que vemos en el aula con lo que sucede
allá afuera, con temas de actualidad o problemáticas presentes (no
necesariamente con “la vida cotidiana”, porque algunas de las cosas más
importantes de la vida no son cotidianas).
Es cierto que el sistema escolarizado tradicional deja mucho
qué desear. Se enfoca demasiado en la memorización de contenidos, cuando
hace falta más bien desarrollar habilidades. Y es que, en efecto, los contenidos
que uno memoriza en las materias se olvidan con el tiempo (a veces, muy
pronto). Mientras que las actitudes y habilidades que se desarrollan son las que
permanecen con nosotros.
Yo sí creo que vendrían bien materias como “Preparación para
la vida adulta”, en las que te enseñen cosas tipo hacer una declaración de
impuestos y cómo funcionan los fondos de ahorro, pero también sobre cuestiones
como derechos laborales básicos. También algunos talleres tipo “Mantenimiento
del hogar”, con clases de plomería, electricidad, mecánica y carpintería
básicas.
El problema está en la concepción de “lo útil” que mucha
gente tiene cuando critica lo que se hace en las escuelas. ¿Qué quiere decir preguntarse
si “algo sirve”? ¿Sirve para qué? Aquí es cuando empiezan las dificultades, porque
se asume que, si algo en la educación “sirve”, es que ayuda directamente para tener
una profesión u ocupación en específico. “Si yo quiero dedicarme a tal
cosa, ¿de qué me va a servir aprender tal otra?”. Es decir, el peligro está en
asumir que el propósito de la educación es llanamente formar individuos para el
mercado laboral.
No hace mucho anduvo circulando un video (no lo pude volver
a encontrar) en que un vato (creo que es una especie de influencer del
tipo “mentalidad de tiburón”) presumía que le había dicho a una maestra que no
le importaba si su hijo se aprendía cuándo nació Benito Juárez; que era más
importante que le enseñaran habilidades como las que le servirán para entrar
a una empresa de primer nivel, como el trabajo en equipo o la resolución de
problemas.
Tiene un punto: la educación como simple memorización de
datos es inútil en sí misma, y además cuestiones como el cumpleaños de
Juárez tienen más que ver con un culto a la personalidad impulsada por el
nacionalismo priista que con una verdadera comprensión de los procesos
históricos.
Pero en donde se equivoca -y lo que me preocupa, porque mucha
gente lo compartió en plan “mui sierto”- es con qué quiere sustituir esta clase
de saberes. Pues deja claro que personas con esta mentalidad quieren reducir la
educación a un proceso que permita formar humanos útiles para las empresas.
Que les enseñen a ser empleados eficientes o líderes emprendedores.
Que su hijo o alguno de sus condiscípulos pudiera llegar a
ser historiador, sociólogo, politólogo, académico, o alguna otra cosa, no es
algo que cruza por su mente. Es probable que piense que esas profesiones
tampoco sirven para nada. No, lo que “sirve” es lo puede hacer funcionar a
una empresa capitalista, lo que da dinero.
Como soy de humanidades, estos ataques y cuestionamientos
suelen dirigirse a las materias que imparto y he impartido, pues no parecen
tener una utilidad práctica inmediata: Historia, Filosofía, Etimologías,
Literatura, Lógica... Pero también puede extenderse a los temas más avanzados
de Matemáticas o las ciencias, que a menudo parecen muy ajenos a lo que los
alumnos tienen planeado para sus vidas futuras. Igual se ha vuelto un lugar
común jóvenes adultos quejándose de que en la escuela les hubieran obligado a
aprenderse el binomio al cuadrado perfecto o que la mitocondria le da energía a
la célula.
Es cierto que parte de lo que se enseña en la escuela vale
muy poco por sí mismo, pero sirve como base para desarrollar futuros
aprendizajes. Quizá tú no vayas a usar mucho el álgebra en la vida adulta,
pero tus compañeros que se dedicarán a las ciencias necesitan esa base para
poder desarrollar sus conocimientos. En esos casos, es importante que sepas que
tales conocimientos existen, que son útiles y necesarios para ciertas áreas del
quehacer humano, que como sociedad nos beneficiamos de que se sigan
enseñando y poniendo en práctica, y por lo mismo que tengas una idea de en qué
consisten.
Pero la cosa no se detiene ahí. Es que el propósito de la
educación no se reduce a preparar al individuo para una vida laboral (o
no debería). Una persona no es sólo su profesión ni su empleo. Es también parte
de una comunidad, miembro de una familia, ciudadano de una democracia, parte de
una cultura cada vez más globalizada, un ser humano con muchas capacidades y
necesidades que van más allá de lo laboral y lo económico.
La educación también debe tener un enfoque social. Es
decir, hay conocimientos que quizá tú no aplicarás directamente para obtener una
ganancia inmediata, pero aun así te beneficias de que estén ampliamente
difundidos entre la población. No te conviene vivir en un país de ignorantes
o tontos manipulables, vaya. Te conviene vivir en una sociedad en la que
las demás personas tengan conocimientos básicos de un montón de temas, porque
si no podrían colectivamente tomar decisiones muy equivocadas.
Te conviene vivir en una sociedad donde la gente sepa lo
suficiente de historia, para que no se deje engañar por proyectos políticos
que antes han llevado al desastre, por ejemplo. Te conviene que tus
conciudadanos sean capaces de pensar críticamente para discriminar entre la
información y la propaganda. Te conviene vivir en una sociedad en donde la
gente entienda un mínimo suficiente de ciencias, aunque no todos se dediquen
a ellas, para que no se dejen engañar por charlatanes, para que apoyen
proyectos de investigación y desarrollo, y también para evitar la aparición de
grupos como los antivacunas, que pueden ser muy nocivos.
O sea, hay conocimientos que sólo se vuelven valiosos
cuando son compartidos por un amplio sector de la población, que actúa en
consecuencia. De la misma manera, la sociedad en la que vives requiere que tú
tengas una base de conocimientos suficientes sobre diversos temas, aunque tú no vayas a monetizarlos directamente.
“No tengo que saber, sólo necesito tener el número del que
sabe”. Ajá, pero ¿cómo sabes que el que sabe realmente sabe? Cuando somos
completamente ignorantes sobre un tema, podemos ser engañados por
alguien que dé la apariencia de dominarlo. Cuando apenas sabemos
superficialmente sobre un tema, solemos creer que ya entendemos lo
suficiente al respecto. Para poder distinguir entre conocimiento y
tonterías, necesitamos un mínimo de base.
Es cierto que la educación escolarizada falla mucho
en hacer llegar este aprendizaje, y con frecuencia se enseña cada asignatura
como si existiese sola en el vacío, sin relación con las otras ramas del saber
y con las actividades que realizan las personas reales. A esto se puede sumar
profesores apáticos o que no dominan sus temas o más preocupados por cumplir
con programas y calendarios que por asegurarse de que sus estudiantes aprendan.
Pero la solución no es eliminar esa clase de conocimientos, sino impulsar las
transformaciones necesarias para crear una escuela que además de enseñarlos, dé
a nuestros estudiantes las herramientas para sacarles provecho.
Si bien es necesario enseñar trabajo en equipo, resolución
de problemas y otras habilidades prácticas, este objetivo no debe perseguirse
en detrimento de los conocimientos que nos ayudan a entender el mundo en el que
vivimos, que nos impulsan a pensar más allá de la esfera inmediata a e
individual, que nos dan herramientas para cuestionarnos la realidad social
y para construir colectivamente el futuro en el que queremos vivir.
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