Hay dos líneas de diálogo en la película Oppenheimer que me
parece constituyen su núcleo. Primero, en una escena cerca del principio, en
que el personaje titular está impartiendo una clase sobre la nueva física en
Berkeley a su primer estudiante.
-¿La luz se compone de partículas o de
ondas? Según la física cuántica es ambas. ¿Cómo puede ser ambas? No puede. Pero
lo es. Es paradójico, y sin embargo funciona.
En otra escena, en que Oppenheimer confiesa a su esposa no sólo
haber cometido una infidelidad, sino, sin quererlo, haber causado la muerte de
su amante a manos del gobierno. Él sufre por esto, pero ella le increpa:
-No puedes cometer un pecado y esperar
que todos los demás nos compadezcamos de ti cuando llegan las consecuencias.
Parecería que estas líneas no tienen nada en común, pero ambas se
refieren al concepto de una dualidad paradójica, en que dos hechos
contradictorios son verdad al mismo tiempo. La última película de Christopher
Nolan, tanto en el aspecto temático, como en la narración misma, gira alrededor
de esa idea. La luz es tanto onda como partícula. Oppenheimer es tanto el
destructor de mundos como una figura trágica.
Wikipedia explica que el fenómeno conocido como superposición
cuántica “ocurre cuando un objeto «posee simultáneamente» dos o más valores
de una cantidad observable (p. ej. la posición o la energía de una partícula)”.
El gato de Schrödinger está muerto y está vivo al mismo tiempo hasta que no lo
veamos.
El desarrollo de la mecánica cuántica en las primeras
décadas del siglo XX significó una revolución intelectual enorme, y al mismo
tiempo tan compleja que realmente la mayoría de las personas no la hemos ni
siquiera notado, no digamos ya asimilado. Después de todo, la física newtoniana
sigue siendo válida para nuestra cotidiana; es en el reino cuántico en donde las
leyes conocidas se ponen de cabeza, y la mayoría de los seres humanos
simplemente jamás interactuamos con el tema. Si acaso, será por charlatanes que
venden toda clase de tratamientos milagrosos poniéndole en nombre “cuántico”,
porque la gente cree que esa palabreja equivale a “magia”.
La revolución se estaba dando en todos los aspectos de la vida
en aquella época entre las guerras mundiales. En el arte vanguardista, en el
pensamiento político, en las ciencias de la mente… En toda la cultura se
experimentaban profundas transformaciones que rompían con los esquemas que
habían prevalecido por los siglos anteriores. Nolan pudo haberse centrado
solamente en el desarrollo de la ciencia detrás de la bomba atómica, pero tiene
el cuidado de contextualizar esta historia como parte de un zeitgeist más
amplio.
Y va más lejos: el director británico elige narrar su historia de
forma no progresiva, con constantes saltos a lo largo del tiempo, y además
introduce dos líneas narrativas paralelas. Una se titula Fisión,
tiene fotografía a color y sigue el punto de vista de Robert Oppenheimer,
interpretado por Cillian Murphy. La segunda es, por supuesto, Fusión,
que en cambio sigue el punto de vista de Lewis Strauss, interpretado por
Robert Downey Jr.
Fisión y Fusión
narran de forma paralela historias de ascenso, hubris y caída.
Oppenheimer pasa de ser un estudiante neurótico a convertirse en el científico
más reconocido de los Estados Unidos, y luego a perder toda su influencia tras
ser excluido del gobierno. Strauss, por su parte, se encuentra en la cima de su
carrera cuando se descubre que él había estado tras la caída de Oppenheimer, y
lo pierde todo.
Nolan tiene un largo historial con la experimentación en las narrativas
no lineales, desde su primer éxito Memento, y aquí parece llegar a
un punto culminante en su carrera. Esa elección nunca es arbitraria, sino que
se compagina bien con el tipo de historia que está relatando y los temas que
quieren enfatizar en ellas. En Oppenheimer se siente más adecuado que
nunca: qué mejor manera hablar de dualidad, paradojas y superposiciones
cuánticas, que usar líneas temporales paralelas y saltos cronológicos.
Como espectadores, nos toca armar la imagen completa a
partir de los fragmentos que se nos van presentando en un orden distinto al
habitual. Claro que esto sigue sin ser tan extremo como se ha visto en el cine
experimental; Nolan proporciona un poco de ayuda con los subtítulos, el color
de la fotografía y las narrativas de marco. Después de todo, no es un autor que
le esté apuntando a ser inaccesible, sino que quiere mantenerse dentro del mainstream.
Si me conocen, sabrán que no digo esto como algo malo. Oppenheimer es una
película lo suficientemente compleja, en su estructura y sus temas, como para
obligarnos a reflexionar, sin ser tan inaccesible que deje esa reflexión fuera
del alcance de un público general.
Antes de que saliera la película, algunas personas expresaron su
temor de que pudiera glorificar a Robert Oppenheimer, o por lo menos
presentarlo de una forma en que pareciera redimirse a los ojos de un público
moderno. Y era un temor muy razonable, me parece. Con la prueba de la primera
bomba atómica inició una era de horror. No sólo fue la destrucción inmediata de
Hiroshima y Nagasaki, y el sufrimiento que la contaminación radiactiva causó
después. También engendró la amenaza latente de una guerra que podría
destruir la vida en la tierra, y la realidad de las vidas arruinadas por
las muchas pruebas con armas nucleares en diferentes lugares de la tierra. No
quisiéramos que uno de los principales responsables de todo esto quedara sin
mancha en la memoria histórica.
Al final, creo que Nolan lo hizo muy bien. Puso todo su empeño en
mostrar a Oppenheimer como una persona completa, un ser complejo y
contradictorio; alguien, por decirlo así, en superposición cuántica. Fue un
comunista convencido que al mismo tiempo sirvió al imperialismo estadounidense.
Fue alguien con una arrogancia tremenda sobre el que de todas formas no podemos
evitar sentir compasión. Fue el causante del mayor horror que hubiera conocido
la humanidad, pero también alguien que hizo lo que tenía en su poder para
evitar otros horrores aún mayores. Fue alguien que resultó esencial para el
desarrollo de la historia contemporánea, pero que fue fácilmente desechado
después de cumplir su propósito.
Quizá la paradoja que más me fascinó en la construcción del
personaje fue esa mezcla de hubris con arrepentimiento. Incluso en la
culpa puede haber arrogancia. Murmurar “Ahora me he convertido en la muerte, el
destructor de mundos” es compararse con un dios. Y Oppenheimer lo expresó
públicamente no menos de dos veces; una en 1949, en la revista Life,
y la más famosa, en 1965, para una entrevista televisada. Me parece claro que
él quería quedar relacionado con ese verso para la posteridad.
Después de haber cometido el pecado, Oppenheimer espera que todos
sientan pena por él. Pudo haber detenido el proyecto Manhattan tras la
derrota de la Alemania nazi. No fueron pocos los científicos que consideraron
que el desarrollo de la bomba no tenía caso ya, y que atacar Japón con la nueva
arma constituiría un crimen. Y, por lo que sabemos hoy, tenían razón.
Aun así, Oppenheimer continuó hasta el final. Y luego, tuvo la
cara dura de ir con Harry Truman, el hombre que tomó la decisión de bombardear
Hiroshima y Nagasaki, a decirle con ojos llorosos: “Mis manos están manchadas
de sangre”. Oppenheimer pasó el resto de su vida tratando de lavar esa
sangre. La película interpreta que se dejó maltratar y humillar por la
comisión que lo excluyó del acceso a secretos militares y de gobierno como una
forma torcida de penitencia.
Entonces, la obra no lo absuelve, pero tampoco podemos decir
que lo condena del todo. Jamás oculta sus muchos pecados, ni minimiza los
horrores que causó; al mismo tiempo, espera que simpaticemos con él. Lo muestra
arrepentido, pero la última imagen que nos deja le película, la secuencia con
la que Nolan quiere que nos quedemos, es la de un planeta Tierra siendo
aniquilado por explosiones atómicas. Éste es el ineludible legado de Robert
Oppenheimer, por más mal que pudiera sentirse al respecto.
Algunas personas se quejaban de que la película no mostrara a las
víctimas reales de los bombardeos atómicos sobre Japón; las estaba invisibilizando.
Pero esto último no es cierto; Nolan deja muy en claro que lo ocurrido fue una
tragedia de proporciones inimaginadas y que fueron muchos los hombres en el
gobierno estadounidense los que tenían las manos manchadas de sangre. La
película nunca nos deja olvidar que ésta no es simplemente la historia de un
desarrollo científico, ni de una heroica carrera contra el tiempo para vencer a
un enemigo implacable; cada decisión que toman nuestros personajes lleva a las
atrocidades de Hiroshima y Nagasaki. Mostrarlo directamente probablemente habría
sido de mal gusto y roto la narrativa, sin agregar gran cosa a nuestra
consciencia sobre el crimen de guerra.
He leído en algunas reseñas que una de las
obsesiones de Nolan a lo largo de toda su obra es la capacidad del hombre
para autodestruirse. Pero si esta capacidad era propia de los individuos en
sus primeras películas, en las recientes se extiende a toda la especie humana.
Con Oppenheimer, Nolan lleva el tema hasta su culminación. Si el temor a
una hecatombe nuclear se había disipado un poco tras el fin de la Guerra Fría,
en los últimos años hemos vuelto a conocer esa clase de ansiedad existencial,
con la actual guerra en Ucrania, por supuesto, pero también con experiencias
como la de la pandemia y el cambio climático. No sólo es que la humanidad es
frágil, arrogante y estúpida, y no tiene la existencia garantizada, sino
que los mismos sistemas (políticos, económicos, tecnológicos) que hemos creado,
y de los que nos hemos hecho dependientes, facilitan esa autodestrucción.
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