Publicado originalmente en JerónimoMX
Hola. En
la primera parte de este ensayo, sobre el significado y prospectivas de las
recientes elecciones presidenciales en Estados Unidos, explicaba y argumentaba
que: Uno, Joe Biden y Donald Trump no son iguales, sino que la victoria
del primero es algo positivo, aunque sea de forma muy relativa; y Dos,
que la derrota de Trump no significa, pero para nada, el fin de las corrientes
y movimientos fascistoides que lo llevaron al poder y que él mismo se dedicó a
alimentar. Ahora pasemos a discutir otros dos puntos…
III
No podremos contar con los liberales
Antes de que iniciara la Segunda Guerra
Mundial, las democracias capitalistas se encargaron de cultivar y
cortejar a los nacientes regímenes fascistas, pues creyeron que podrían usarlos
contra lo que más les preocupaba: el crecimiento del comunismo. El
monstruo pronto se hizo más grande de lo que pudieron manejar y se volvió
contra ellos. En realidad, las potencias capitalistas (Reino Unido, Estados
Unidos y Francia) no lucharon la guerra tanto contra el fascismo como contra
advenedizos imperios rivales (ciertamente mucho más brutales, no se discute).
Una vez que el fascismo fue reducido
a niveles manejables, el capitalismo lo dejó sobrevivir, pues todavía tenía
una utilidad contra las ideologías de izquierda. Los procesos de
desnazificación de Alemania e Italia pararon después de pocos años de
esfuerzos, y con el tiempo políticos que habían servido bajo Hitler y Mussolini
se encontraron otra vez en los gobiernos de sus países. El régimen fascista de
Franco en España se mantuvo incólume durante décadas. En la segunda mitad del
siglo XX, los capitalistas y demócratas Estados Unidos emplearían atroces
regímenes fascistoides para mantener el comunismo fuera de América Latina.
Lo que quiero decir es: no podemos
esperar que la dirigencia neoliberal-centrista del partido Demócrata
vaya a continuar la lucha contra los neofascismos y postfascismos en la
sociedad y la política estadounidense, y menos que intente corregir las
condiciones sociopolíticas y económicas que permitieron su ascenso. El partido
tuvo la oportunidad de reinventarse como en tiempos Franklin D. Roosevelt y su
New Deal, pero en vez de eso prefirió aferrarse a un proyecto se está
desmoronando porque ya no corresponde con una realidad sociopolítica
rápidamente cambiante. Sus líderes estarán satisfechos con haber vencido al
partido rival y regresar al statu quo. Pero no olvidemos que ese statu quo es
el que creó a Trump en primer lugar.
Ya ahora, cuando apenas hemos podido
asegurar que Joe Biden será el próximo presidente, las figuras señeras del partido
y la intelligentsia afín están tratando de hacer dos cosas: distanciarse de la
más joven ala socialdemócrata-progresista del partido, y promover un
acercamiento a la derecha. Por un lado, se está queriendo difundir la narrativa
de que, si Joe Biden y los demás demócratas la tuvieron difícil para ganar, fue
culpa de que el partido se ha ido mucho a la izquierda, y que no hay que
permitir que eso ocurra. Esto es absolutamente falso: los candidatos progresistas ganaron o fueron
reelectos, mientras que los centristas fueron los que perdieron; el esfuerzo
masivo por parte de progresistas para registrar y movilizar votantes permitió
que Biden ganara en los estados decisivos; las encuestas demuestran que los temas
de la agenda progresista, tales como la salud pública universal, el control de
armas, y el combate al cambio climático, son muy populares entre los votantes, incluso entre los que se fueron por Trump.
Vamos, en las primarias, el
socialdemócrata Bernie Sanders iba ganando la carrera por la candidatura
presidencial, y la habría obtenido de no ser porque todos los otros precandidatos,
del ala centrista, se retiraron y le dieron su apoyo a Biden, quien era hasta
ese momento el menos popular. La dirigencia del partido interfirió para frenar
a Sanders, un político mucho más popular que Biden, con tal de impedir el
crecimiento de la corriente progresista, aunque ésta le aseguraría más votos.
De hecho, Sanders era tan popular que, con una marejada de pequeños donativos
de ciudadanos comunes y corrientes, logró juntar más dinero para su campaña de
lo que los otros precandidatos obtuvieron de patrocinadores millonarios.
Biden no ganó. Trump perdió, que es
distinto. Casi nadie está
entusiasmado por Biden, un político que prácticamente no tenía otra plataforma
que “no ser Trump”. Es alguien que asegura que no habría salud pública
universal, que prometió no respaldar el Green New Deal contra el cambio
climático, que ante la brutalidad policiaca que ha desencadenado protestas por
todo el país dijo “disparen a los manifestantes en las piernas”; alguien que aseguró a los plutócratas de Wall Street
“nada cambiará fundamentalmente”.
Se cacarea mucho sobre la identidad de
Kamala Harris, la primera mujer y la primera persona no blanca en ocupar la
vicepresidencia. Se olvida, en cambio, su terrible historial de “mano dura” contra la
delincuencia, que victimizó a muchos
afroamericanos en beneficio del complejo carcelario industrial estadounidense.
El ala centrista del partido Demócrata es del tipo que hará gestos
“incluyentes” y “políticamente correctos”, mientras mantiene las estructuras
opresivas. De ahí que al modelo de Biden se le critique desde la izquierda como
“neoliberalismo progre” o “imperialismo interseccional”.
Los demócratas tienen antecedentes de
denunciar los abusos de sus rivales republicanos y movilizar el anhelo de
justicia, sólo para reconciliarse con ellos después de las elecciones. Vean
cómo ahora han “reivindicado” a George Bush Jr. y otros criminales de guerra de su época. No nos
extrañemos si en un futuro hacen lo propio con Trump, olvidando la ideología de
odio que se dedicó a cultivar y que derivó en violencias muy reales contra
grupos vulnerables.
Algunas de las políticas más
autoritarias y antidemocráticas del régimen de Bush fueron expandidas por
la administración de Obama, tales como el sistema de vigilancia masivo e ilegal
contra la propia ciudadanía estadounidense, el uso cotidiano de ataques letales
con drones en otros países, o la deportación masiva de millones de inmigrantes
indocumentados.
Quizá por eso muchos izquierdistas
preferían tener como enemigo a Trump: él es malvado a todas luces y sin
tapujos. Los demócratas, en cambio, darán una imagen de respetabilidad y
buenrollismo que engañará a muchos incautos haciéndoles creer que la lucha ya
no es necesaria.
Por otro lado, se ha demostrado que la
estrategia de moverse a la derecha para atraer votos republicanos no
funciona. Además de que así sólo enajenan a los votantes progresistas, la
mayoría de las bases republicanas ha demostrado que elegirían la opción más
ultraderechista disponible, y los demócratas nunca alcanzarán los niveles
fascistoides que el partido Republicano está dispuesto a ofrecer.
Aun así, ya se está hablando de “aproximarse a los votantes de Trump” y de “buscar la reconciliación”. Eso podría sonar muy
bien, si lo que se busca es ayudar a los trumpeteros a superar su ideología de
odio y dejar atrás sus creencias conspiranoicas; no si se trata de buscar un
inexistente “punto medio” entre el cuasi fascismo que aquellos predican y la
democracia que supuestamente defiende el partido. No se reconcilia a una
víctima con su victimario apelando al “justo medio”; si se quiere sanar, es
necesario reconocer y resarcir las injusticias.
Todo indica que moverse a la
izquierda sería beneficioso para el partido Demócrata, en cuanto
popularidad y votos se refiere. ¿Entonces por qué la dirigencia se aferra a una estrategia fallida?
Aquí es donde tenemos que recordar las
similitudes entre el partido Republicano y el Demócrata: a pesar de las
diferencias en retórica y modus operandi, a fin de cuentas ambos sirven a la
misma clase dominante del país, la élite capitalista. Ésta jugará por las
buenas, con democracia electorera y el “neoliberalismo progre” si es posible;
pero empleará la violencia y opresión fascista si es necesario para mantener su
poder y privilegios. Esta misma élite ahora desechará a Trump y procurará
obtener lo que quiere de Biden. Entonces, no son los votos de la ciudadanía los
que el Partido Demócrata teme perder por irse “demasiado a la izquierda”, sino
el apoyo de los plutócratas corporativos.
Así que la lucha tendrá que seguir. El regreso al statu quo no es suficiente, porque ya el
statu quo era una pesadilla para muchas personas y grupos marginados. Afortunadamente
el ala progresista del partido, la que entiende muy bien eso, sigue ganado
fuerza. No son sólo políticos jóvenes con ideas nuevas, sino que vienen de
movimientos sociales, tienen experiencia en el activismo, saben organizar
plataformas con apoyo popular y entienden que la verdadera política se hace
en las calles.
Una serie de movimientos que se han ido
desarrollando desde Occupy Wall Street hasta Black Lives Matter ha curtido a toda una generación en el activismo y la
protesta, y ahora está lista para cambiar el panorama político del país, tanto
dentro como fuera de la política partidista. Es necesario un relevo
generacional para sustituir a los carcamanes centristas en la dirigencia del
partido. Pero también son necesarios los movimientos sociales de masas y el
activismo comprometido, ya sea contra el racismo sistémico, el capitalismo
salvaje, la misoginia o la transfobia. Esperemos que un país gobernado por los demócratas
sea más fácil para ellos, porque la muy presente amenaza del fascismo lo hace
una cuestión de vida o muerte.
Cosas muy interesantes están ocurriendo
en Nuestra América, incluyendo el triunfo del movimiento por una nueva
constitución en Chile, la derrota del intento de golpe de estado y el
regreso de la democracia en Bolivia, las protestas en Perú o los movimientos feministas
por todo el continente. Eso, sin contar los estragos causados por el huracán
Eta en Centroamérica, una tragedia a la que deberíamos poner más atención.
¿Por qué alguien en México o América Latina hacer tanto caso a lo que pasa en
Estados Unidos?
Parte de la respuesta es obvia y la
misma de siempre: lo que ocurra en la mayor potencia de nuestro hemisferio, y
del mundo, nos afecta para bien o para mal. Por ejemplo, esta temporada
se han visto más huracanes que nunca en la historia; esto es consecuencia del cambio
climático; Estados Unidos es el principal emisor de gases de efecto
invernadero; por lo tanto, la política ambiental de un gobierno estadounidense
tendrá impacto en futuros fenómenos como Eta.
Pero más allá de eso, está el hecho de
que el fenómeno representado por Trump, el crecimiento de la ultraderecha,
es global. El presidente Jair Bolsonaro, por ejemplo, ha sido llamado el
Trump brasileiro, y llegó al poder con demagogia y discursos extremistas
análogos. Pues Bolsonaro bien podría quedarse sin aliados en la región con la salida de Trump.
En las redes sociales se puede
apreciar la radicalización hacia la ultraderecha que luego tiene
consecuencias en la realidad. Por todo Internet pueden encontrarse medios,
foros y perfiles desde donde se difunden ideas y narrativas fascistas,
ultranacionalistas, misóginas, racistas, homofóbicas, antisemitas y
conspiratorias. Esto es tan cierto para América Latina como para el resto del
mundo.
Trump se convirtió en un símbolo para
todas estas corrientes subterráneas; veían en él una victoria contra la
“ideología de género”, el “marxismo cultural”, la “corrección política”, el
“nuevo orden mundial” y otros fantasmas que pueblan sus fantasías más delirantes.
Tras la reciente elección, las figuras señeras de la ultraderecha virtual
latinoamericana no tardaron en sumarse a la narrativa de que “los
demócratas han hecho fraude y robado la presidencia a Trump”. Es seguro que
este mito tendrá una vida longeva entre los círculos más reaccionarios.
Si no fuera tan desconcertante por el
número de personas que comparten la creencia, sería chistoso ver a tantos
derechistas latinoamericanos lamentarse de la llegada del “socialista” Biden a
la Casa Blanca. Biden, un centrista neoliberal, acusado de ser socialista, es
el colmo del analfabetismo político. Pero el hecho de que muchas personas
puedan sostener esto sin que medio mundo las señale y se ría de ellas, se debe
a que desde hace tiempo el discurso derechista se ha encargado de mover las
percepciones y definiciones a su favor, de forma que cualquier cosa a la
izquierda del postfascismo trumpista puede ser satanizada como socialismo
castrochavista. Esto también sucede en todas partes.
En México la situación ha sido un tanto
surreal. Sí hay una ultraderecha trumpista como en todo el mundo, pero también hay
una izquierda pro-Trump y una derecha pro-Biden. Parece de locos, pero se
explica porque en nuestro país la discusión política está tan contaminada por
los fanatismos pro-Amlo y anti-Amlo, que todos los temas nacionales e
internacionales se juzgan a través de esos cristales.
Amlo es bastante conservador, pero se presenta como de izquierda. Eso no le ha
impedido tener una relación cordial con el ultraderechista Trump, que
unos considerarían diplomacia pragmática, y otros juzgarían como un vergonzoso
servilismo. El caso es que ambos gobernantes se han entendido bien, y Amlo
hasta ha funcionado como patrulla fronteriza de Trump, llegando a deportar a más de 80 mil migrantes centroamericanos para complacer a su vecino del norte. No ayuda que,
al momento de redactar estas líneas, López Obrador no haya reconocido la
victoria de Biden, o que haya comparado la situación electoral actual de
Estados Unidos con el probable fraude del que él fuera víctima en 2006.
Así, parte de la derecha que se opone a
Amlo ve en la derrota de Trump un golpe contra su odiado enemigo y en Biden, la
esperanza de acabar con el “socialismo” de la 4T (socialismo que sólo
existe en sus paranoias, sobra decir). A su vez, algunos izquierdistas
pro-Amlo, que tienden a ser primero amlovers y después zurdos, manifiestan una
preferencia por Trump sobre Biden, al que consideran “aliado del prian”.
Es decir, ambos sectores juzgan a estos políticos no por su ideología, sus
acciones o los movimientos que representan, sino por su relación con López
Obrador. Para ellos, hasta las elecciones en Estados Unidos son un capítulo
más en la lucha a favor o en contra de este personaje. Entonces sí: es de
locos.
Conclusión
Se ha dicho “Trump no fue Hitler”. No
necesitaba serlo. A menudo la gente olvida que, antes de que Hitler y Mussolini
tomaran el poder, hubo muchos otros líderes y movimientos reaccionarios que no llegaron tan lejos, pero que les abrieron
camino. Sería ingenuo pensar que Trump fue la culminación del fascismo
contemporáneo. Pueden venir cosas peores.
Las corrientes de extremismo que nos
dieron a Trump, y a las que a su vez él fortaleció, existen y persisten tanto
en Estados Unidos como en América Latina. En todas partes tendremos que luchar
contra ellas, ya sea en las redes sociales, en las escuelas, en las calles o en
las urnas. Tendremos que organizarnos, manifestarnos y protestar, empujar
proyectos políticos hacia las instituciones existentes y al mismo tiempo crear
redes comunitarias que no dependan de las estructuras oficiales; debemos
difundir información verdadera y contranarrativas que sirvan de antídoto a los
discursos de odio y las teorías conspiranoicas.
Si la derrota de Trump es el principio
del fin para los nuevos fascismos o si será sólo un antecedente, un precursor
de fascismos más terribles, dependerá en parte de qué tan bien trabajemos a
partir de este momento y por los años que vienen.
FIN
Este texto forma parte de una serie sobre El Invierno Fascista. Otros textos relacionados incluyen:
3 comentarios:
Vas a hablar alguna vez de China, que esta siendo mas dañino aun que USA en su influencia mundial, o eso no te interesa? Porque mientras hablas y hablas de fascitoides americanos y demás, China sigue siendo el país mas contaminante del mundo, tiene literales campos de concentración en su territorio, represión policial en Hong Kong que ríete tu de América Latina, y actualmente, hasta hay una maldita flota pesquera saqueando las aguas del cono sur.
Aquí:
https://www.maikciveira.com/2007/11/democracia-por-feng-shui-parte-1.html
Por cierto:
https://rationalwiki.org/wiki/Whataboutism
Aquí en Venezuela hubo mucho fanatismo por Trump (como demuestra el asqueroso tweet de García Banchs) debido a la dureza de las medidas que tomó contra Maduro y el apoyo que prestó a la oposición durante su gestión. Eso se lo reconozco y agradezco, sin duda, pero no voy a llegar al extremo que llegan tantos de endiosarlo y alabarlo.
Es terrible para mí ver toda esa tendencia autoritaria creciendo en el mundo, porque me recuerda demasiado a Chávez. Incluso, para mí no ha sido nada difícil establecer paralelismos (con sus respectivas reservas, claro está) entre Chávez y Trump: ambos tienen un discurso populista similar, una retórica violenta contra sus adversarios y apoyan milicias armadas.
Como siempre, no estoy de acuerdo con todo lo que dices (yo me considero centrista) pero si disfruto muchísimo leer tu opinión para ampliar mis puntos de vista. ¡Un abrazo, Maik!
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