Diarios de la pandemia es una bitácora de la crisis de Covid-19. Esta entrada es del 11 de noviembre de 2020. También forma parte de las Crónicas de un Iniverno Fascista, sobre el auge de la extrema derecha.
Saludos, camaradas. Va una pequeña introducción. En la serie Diarios de la Pandemia, analizamos obras de literatura y cine como punto de partida para reflexionar sobre la pandemia de Covid-19 que estamos viviendo. Ahora que estamos a noviembre de 2020, quiero retomar dos textos que formaron parte de mis entradas dedicadas respectivamente a La amenaza de Andrómeda y La máscara de la Muerte Roja, pues en ellos se trata de un tema relevante para otra de las series importantes de este blog, El Invierno Fascista: el papel de la extrema derecha en la presente pandemia. Los rescato y reproduzco aquí por si quieren ir directo al grano sin tener que chutarse sendas reseñas de cada libro y sus adaptaciones en cine. Además, aproveché para editar, corregir y actualizar. Venga.
En La amenaza de Andrómeda, el
escritor Michael Crichton imagina la llegada un patógeno extraterrestre a
nuestro planeta, y la estrategia de un brillante equipo de científicos, armados
con la más avanzada tecnología en las más modernas instalaciones, para enfrentar
la contingencia. Quizá lo más fantástico del libro es lo siguiente: que el gobierno de los Estados Unidos escucharía a
sus científicos, que consideraría sus hipótesis sobre peligros probables lo suficientemente pertinentes como para prestarles atención, y prepararía un
sistema avanzado y costoso en caso de que lo peor sucediera. En la vida real las cosas han sido muy
diferentes.
La pandemia que estamos viviendo no era
un evento por completo impredecible. Los científicos habían estado alertando al respecto
por años, y aunque no era posible
predecir qué tipo de enfermedad nos golpearía ni cuándo, sí advertían de la
necesidad de preparar los sistemas de salud para una probable crisis. No todos
los países escucharon y hoy millones de personas pagan las consecuencias.
Gobiernos de todos los colores han demostrado incompetencia e
irresponsabilidad, pero los culpables más egregios son los nacionalistas
demagógicos de extrema derecha. En su misión de proteger los intereses de las
grandes corporaciones, han desatendido a las indicaciones de los científicos y
condenado con ello a millones de seres humanos.
En la Italia de Matteo Salvini, la clase patronal hizo todo lo posible por impedir
el cierre de las fábricas, provocando que los contagios y las muertes se
dispararan. En España, el
fascistoide partido Vox incitó a sus seguidores a manifestarse contra las
restricciones de la cuarentena; las protestas derivaron en disturbios. El Brasil de Jair Bolsonaro es el país de América Latina peor golpeado por
el virus, pero el mandatario no deja de hacer llamados a poner fin al
confinamiento. En México, el gobierno de Andrés Manuel López Obrardor se presenta como izquierdista, pero tiene a sus plutócratas consentidos. Así, el influyente empresario Ricardo Salinas Pliego ha hecho lo posible por desobedecer las
instrucciones del mismo gobierno que lo privilegia, demostrando un desdén
absoluto por el bienestar de sus empleados.
Pero nadie lo ha hecho tan mal como el presidente de los Estados Unidos. Antes de esta crisis, el gobierno de Donald Trump recortó fondos y personal del aparato
gubernamental encargado de responder a situaciones como ésta. Al principio, se
dedicó a negar o minimizar la amenaza del coronavirus, afirmando
públicamente una falsedad tras otra.
Mientras la pandemia cobraba más y más vidas en los Estados Unidos, el
presidente alentaba a sus seguidores en todo el país a desobedecer las instrucciones de gobiernos
liberales y romper con la cuarentena. Como las cosas se han salido de control,
como la enfermedad no se ha ido solita, ni ha probado ser inofensiva, Trump,
mentiroso sin pudor, ha cambiado su discurso para alejar la culpa de su
gobierno y redirigirla hacia la OMS y China; así los enemigos pueden ser los organismos de
cooperación internacional y los extranjeros de otras razas, lo cual casa de
maravilla con su mentalidad nacionalista, xenófoba y racista.
Medidas que no deberían ser polémicas,
como el uso de cubrebocas, se convierten causas en la “guerra cultural” que
alucinan estar luchando los derechistas fanáticos. Usar o no la mascarilla se
convierte en una declaración política. El contagio y posterior recuperación de
Trump sirvió de pretexto para decir “¿Lo ven? El virus no es tan grave como los
liberales quieren hacernos creer”. Mientras, el número de muertos en su país se
acerca al cuarto de millón.
Desde los cristianos fundamentalistas, hasta los neonazis,
pasando por los libertarianos, la derecha alrededor del mundo ha impulsado campañas de
desinformación, dando forma a una narrativa conspiratoria, pseudocientífica y
fanática, que ha entorpecido los
esfuerzos de comunicación por parte de instituciones científicas y la
aplicación de las medidas necesarias para contener la pandemia.
Según estas perspectivas, lo que hay que
hacer es seguir trabajando y seguir consumiendo; es decir, seguir enriqueciendo
a los dueños del capital, los únicos que al final se benefician de esto. Todo
lo demás, según ellos, es “comunismo”,
hasta la OMS es comunista, y los científicos son comunistas. Oponerse a ellos
es patriótico, es luchar por la libertad. Estas narrativas delirantes se reproducens a través de las redes sociales por todo el mundo, incluso en América Latina.
Lo cierto es que, si alguna vez hubo
distinciones claras, las narrativas y discursos de las diferentes derechas se
han ido homologando en los últimos años, y siempre hacia formas cada vez más
extremas y delirantes. Esto tiene sentido en cuanto recordamos que el móvil de todas las ideologías de derechas es
mantener en el poder la élite. Las
medidas necesarias para contener la pandemia y salvar vidas afectarían
el lucro de la clase empresarial más rica, y por ello es ésta la que más interés tiene en que se difundan
narrativas negacionistas.
Los científicos bien pueden prever
múltiples escenarios y concebir las medidas necesarias para prepararnos para lo
peor, incluso dejando el margen para lo absolutamente impredecible. Pero para
que ello funcione, es necesario tener gobiernos que escuchen a los científicos
y que trabajen por el bienestar de su ciudadanía. En nuestro mundo, los
demagogos de la derecha han demostrado ser taimados hombres de espectáculo que
halagan la ignorancia y exaltan el fanatismo de sus tontos útiles, mientras con
sus políticas y acciones favorecen a una reducida élite.
El cambio climático es otro asunto del que los científicos nos han estado advirtiendo por
décadas. Nos han explicado los desastres inminentes y el peligro existencial
que representa para nuestras sociedades y nuestra especie. Nos han dicho qué es
lo que tendríamos que hacer para mitigar (ya no estamos a tiempo de evitar) la
catástrofe. Al igual que con la pandemia, las medidas necesarias para contrarrestar
este peligro afectan los intereses de las élites capitalistas. El caso de la
pandemia nos ha permitido ver en tiempo acelerado cómo podemos esperar que se
comporte el statu quo en los años por venir con respecto al
cambio climático: negar o minimizar el problema, rechazar las acciones
necesarias para enfrentarlo, priorizar los intereses de la élite económica,
aunque a todos los demás nos lleve el demonio, y por último culpar a alguien
más.
De hecho, mientras minimizar el problema
se vuelve menos y menos plausible para la derecha, el discurso negacionista
poco a poco va dando paso a uno todavía más extremo: el abiertamente fascista.
De “esto no es un problema”, se pasa a “dejen morir a los débiles”. Y eso es
algo que se ha estado viendo tanto en el caso de la Covid-19 como en el del cambio climático.
Esta pandemia ha demostrado también que
la muerte no nos iguala, sino que la desigualdad nos mata. La ciencia médica ha
avanzado de forma maravillosa, y aun así cientos de miles de personas mueren
alrededor del mundo por no tener los recursos suficientes para pagar un
tratamiento que podría salvarles la vida. El cáncer, por ejemplo, es una
enfermedad de la que es posible recuperarse, pero requiere de tratamientos
largos y costosos. Incluso en uno de los desafortunados casos en los que la
recuperación sea imposible, es diferente para un rico que para un pobre; el
rico puede prolongar su vida de forma más cómoda y segura, y al morir no dejará
una onerosa deuda que ponga a sus familiares en la bancarrota.
El Covid-19 nos lo ha dejado muy claro,
y no es sólo que tantas personas tengan la necesidad de salir de sus casas y
exponerse al contagio para ganar el sustento diario que sus familias necesitan.
No es sólo que los más ricos tengan la oportunidad de protegerse mejor en la
pandemia, sino que de hecho están dispuestos a arriesgar a los demás con tal de
mantener sus vastas fortunas y estilos de vida intactos.
Durante la pandemia hemos escuchado
historias de millonarios que se han aislado en sus yates de lujo, cuando su opulenta flota es uno de los mayores culpables del cambio climático. Algunos millonarios han preguntado a los médicos si
es posible conseguir la vacuna contra el coronavirus antes que el
público, a cambio de buen dinero.
Corporaciones que distribuyen respiradores hicieron su agosto en Estados
Unidos, ofreciéndolos al mejor postor, forzando a los gobiernos estatales a competir entre
sí para mantener vivos a sus ciudadanos. Otros ricachones se dedicaron a acaparar suministros de fármacos como
la hidroxicloroquina, sólo porque
corrió el rumor de que podía servir como profiláctico contra la Covid-19. No es
así, y mientras tanto provocaron una escasez del medicamento para los pacientes que sí lo
necesitan.
En México, como si fueran señores feudales o hacendados porfiristas, los ricos mantienen a sus empleadas domésticas encerradas durante la cuarentena, para que puedan seguir limpiando la casa del patrón (aquí y aquí), cuando ellas deberían poder estar en sus propias casas, seguras, recibiendo su salario íntegro.
En algún momento de este año, el
millonario Elon Musk amenazó a sus empleados con retirarles el sueldo, a menos que volvieran trabajar en su planta de autos
Tesla en el momento más álgido de la pandemia, incluso si para ello tenían que violar
la orden de cuarentena del gobierno de California. Jeff Bezos ha incrementado
su obscena fortuna a lo largo de 2020, mientras sus empleados (cuya cruel
explotación ha sido documentada) siguen exponiendo su salud para hacer llegar
los pedidos de Amazon; aun así, la compañía ha decidido retirarles el aumento temporal de dos
dólares la hora por condiciones
de riesgo. Una y otra vez, los
millonarios han expresado que lo
que más les preocupa es cómo la cuarentena (diseñada para reducir el número de
muertes) está afectando sus negocios.
Los científicos alertan que epidemias
como ésta son producto del deterioro de los ecosistemas, que nos ponen en contacto con patógenos para los que
no tenemos defensa. Si queremos evitar más epidemias en el futuro, tenemos que
detener esto ya. Sin embargo, ni siquiera durante la pandemia, las actividades
extractivistas más destructivas se han detenido: tu ciudad parece más limpia con menos autos
circulando, pero la minería y la desforestación no se han tomado ni un día de
cuarentena.
Quedan claras dos cosas; que son los
trabajadores quienes, yendo a laborar todos los días, mantienen la economía
funcionando; y que los ricos no están dispuestos a perder un centavo, o
siquiera renunciar a su comodidad, para salvar tu vida.
Desde 2017 una serie de artículos en
diferentes medios (aquí, aquí, aquí y aquí) han cubierto
cómo algunos billonarios, en especial los de Silicon Valley, han anticipado el
colapso de la civilización, ya sea por el cambio climático (lo más probable),
disturbios sociales a gran escala o, mire usted nomás, una pandemia global. Tienen
preparados búnkers con comida y recursos acumulados, pero se preguntan cómo
mantendrían su status en una situación en la que el dinero dejaría de tener
valor. Necesitarían guardias armados para impedir que el populacho asalte sus
fortalezas, pero ¿qué impediría a los guardias armados tomar ellos mismos los
búnkers y los recursos? Los billonarios entonces fantasean con la posibilidad
de condicionarles el acceso a agua y alimentos a través de combinaciones que
sólo ellos conocieran. Incluso sería posible colocar a los guardias collares
que les dieran electrochoques para asegurar su obediencia. Esto no es ciencia
ficción; es lo que de hecho esta gente está proponiendo: cómo mantener sus privilegios, incluso si el resto
del mundo se va al demonio por el desastre que ellos provocaron.
Esto bien puede no ser representativo de
todos los millonarios. Algunos de ellos incluso han donado apreciables
cantidades de dinero en la lucha contra el coronavirus. Eso, sin embargo, no hace desaparecer el problema
principal: la desigualdad socioeconómica hace que la crisis sea
mucho peor.
Economistas como Paul Krugman, Joseph
Siglitz y Thomas Piketty llevan años advirtiendo que un sistema tan desigual es
insostenible. El último incluso ha llamado a un impuesto de hasta el 90% a las fortunas de los billonarios más ricos
(fortunas que ni siquiera deberían existir). Con la crisis del Covid-19, son
cada vez más los expertos que llaman a gravar las grandes fortunas, lo que
permitiría aliviar los estragos causados por la pandemia (pueden leer
argumentos a favor aquí, aquí, aquí, aquí y aquí).
Incluso quien crea que las fortunas de los ricos son producto de su mérito
personal (y los hechos demuestran que no es así), tiene que reconocer que la tremenda desigualdad
crea unas condiciones críticas que no pueden sostenerse por mucho tiempo, y la
actual pandemia lo ha demostrado.
El capitalismo salvaje produce desigualdades
insostenibles, que a su vez engendran
descontento y conflictos sociales. Es aquí donde entra la extrema derecha, que
invariablemente favorece al gran capital. Trump, por ejemplo, quien recortó
radicalmente impuestos a los más ricos. O Bolsonaro, quien abrió la Amazonía a
la extracción y explotación. Lo hemos visto antes, en
el mundo de entreguerras: como ahora, el capitalismo estaba pasando por una
grave crisis, la Gran Depresión, y el mundo estaba apenas saliendo de una
pandemia, la de la gripe española, que mató más gente que la Primera Guerra
Mundial, y significó un
factor importante en el ascenso del fascismo.
Aquí se abren dos caminos; puede suceder
algo similar a lo de los Estados Unidos de Franklin D. Roosevelt y su New
Deal, que puso frenos al capitalismo, distribuyó la riqueza, construyó un
estado de bienestar y creó la época más próspera y menos desigual en la
historia de aquel país. O puede suceder que las clases privilegiadas, temerosas
de perder lo suyo, apoyen el surgimiento de autoritarios de extrema derecha que
repriman violentamente cualquier intento de reforma. Eso fue lo que ocurrió en
la Alemania de Hitler y la Italia de Mussolini. Es más, los plutócratas
estadounidenses fantasearon con hacer lo mismo para derrocar a Roosevelt y
sustituir su New Deal con una dictadura fascista. Es también lo que hay detrás de Trump, Bolsonaro, Salvini, Orbán y Erdogan.
Entonces nos encontramos ante esa misma
disyuntiva, porque el statu quo no se dejará morir sin una lucha: podemos crear un mundo mejor a partir de esta crisis, o podemos seguir por el
mismo camino y dejarnos arrastrar hacia la distopía.
¿FIN?
Esta entrada forma parte de dos series:
- Crónica de un Invierno Fascista, sobre el auge de la ultraderecha en el mundo
- Diarios de la Pandemia, sobre la crisis de Covid-19 de los años 2020 y 2021
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