Publicado originalmente en JerónimoMX
Es noviembre de 2020. Donald Trump ha
perdido la reelección como presidente de los Estados Unidos. A menos que el
mandatario realice una inesperada maniobra radical, una forma de golpe de
Estado, la dupla de Joe Biden y Kamala Harris subirá al poder como presidente y
vicepresidenta en enero de 2021. Hay varias cosas que decir por aquí, así que
vamos por partes.
Uno, es necesario entender por qué Biden y Trump no son lo mismo;
que, como quiera verse, Biden significaba un mal mucho menor y la posibilidad
de cosas mejores. Dos, que la salida de Trump no implica la derrota de
las corrientes neofascistas y postfascistas que lo llevaron al poder y que él
se encargó de fomentar. Tres, que el proyecto político representado por
Biden, si bien es menos siniestro que el de Trump, es también opresivo e
injusto y tendrá que ser combatido. Cuatro, que todo esto es de suma
importancia para quienes vivimos fuera de Estados Unidos, en especial para
América Latina. Abordaré los primeros dos puntos en este texto. A lo que nos
truje…
I
Trump y Biden NO son lo mismo
Recordemos que los dos partidos
políticos en Estados Unidos son el Republicano y el Demócrata. Los
republicanos agrupan varias corrientes de derechas, desde las más extremas a
los conservadores tradicionales. Los demócratas tienen, en cambio, inclinación
por el progresismo social, en temas como los derechos de las mujeres y las
minorías sexuales, por ejemplo.
Sin embargo, el paradigma para ambos
partidos ha sido, desde los 80, el neoliberalismo económico, y ninguno
ha considerado siquiera renunciar al papel imperialista de los Estados
Unidos en el mundo. Es decir, los partidos podrán debatir por temas como el
aborto y el matrimonio gay, pero ninguno pondrá sobre la mesa de discusión la
lealtad al capitalismo salvaje, la legitimidad del imperio americano o la
protección a los intereses de las grandes corporaciones que constituyen los
poderes fácticos del país. Hasta aquí parecería que, en efecto, ambas opciones
son iguales.
No obstante, hay diferencias
importantísimas. En el partido Republicano, una corriente extremista se
empoderó con el ascenso de Donald Trump, demostrando que muchas de las bases
estaban listas para ir más allá del conservadurismo para abrazar ideas
fascistoides. El etno-nacionalismo, el fundamentalismo cristiano, el
supremacismo blanco, la misoginia y la homofobia más descaradas, se
normalizaron y pasaron a ser la fuerza dominante del partido. Si tienen dudas
del carácter fascista del movimiento encarnado en Trump, vean esta explicación.
Y aunque Trump no fuera por completo un
fascista, y probablemente Estados Unidos no iba a degenerar en una dictadura
totalitaria, el hecho es que bajo su gobierno los grupos de extrema derecha crecieron y los crímenes de odio aumentaron. Milicias armadas pro-Trump surgieron en todo el
país, y apostaban a la victoria del anaranjado, incluso a su permanencia en el
poder más de los dos periodos reglamentarios; ver que se han frustrado sus sueños
debería ser motivo de alivio.
Para quienes vivimos en la prefiera del
imperialismo yanqui, parecería no haber mucha diferencia; si acaso, Biden
podría regresar a la política intervencionista, dejando de lado el
aislacionismo de Trump. Para quienes no estarán contentos con menos que la
total abolición del capitalismo, este cambio de presidentes gringos no
significa gran cosa.
Pero para muchísimas personas, sí que se
trataba de una cuestión importante, incluso de vida o muerte. Para la
comunidad LGBTQ+, cuyos derechos han
sido sistemáticamente vulnerados bajo la actual administración. Para las
mujeres que quieren tener el derecho a decidir sobre sus cuerpos, que veían con
preocupación la Suprema Corte llenándose de magistrados partidarios de penalizar el aborto. Para las personas preocupadas por el cambio
climático, asustadas por la salida de los Estados Unidos del Acuerdo de París. Para la comunidad científica, que ya no tendrá que
estar bajo las órdenes de un negacionista que se ha dedicado a desmantelar sus instituciones. Y, como mínimo, ya no habrá alguien en la Casa
Blanca envalentonando a grupos extremistas de supremacistas blancos y neonazis,
no sólo en Estados Unidos, sino en todo el mundo.
En varios de esos rubros, el partido
Demócrata tiene mejores antecedentes y perspectivas a futuro que su rival. Aún
bajo el capitalismo, es menos malo un mundo en el que las mujeres pueden
abortar, las parejas del mismo sexo se pueden casar y las personas trans son
respetadas. Más aún, el
partido Demócrata se encuentra hoy dividido en dos corrientes. Por un lado está la neoliberal-centrista, representada
por los recién electos Joe Biden y Kamala Harris, así como por Nancy Pelosi y
otras personalidades, de generaciones ya mayorcitas, que componen la dirigencia.
De ellas no se puede esperar gran cosa, y de hecho creo que habrá que
combatirles (ya llegaremos a eso).
Por otro lado, está el ala
socialdemócrata-progresista, representada por Bernie Sanders, Alexandria
Ocasio-Cortez, Ilhan Omar y otras figuras, en especial jóvenes y personas
racializadas y de la diversidad sexual, que por primera vez se abren camino en la política partidista. Esta rama del partido sí quiere ponerle frenos al
capitalismo salvaje, quiere la redistribución de la riqueza a través del
establecimiento de un Estado de bienestar, apoya abiertamente los movimientos
sociales por los derechos de las mujeres, las minorías raciales y los
colectivos LGBTQ+, y es crítica del intervencionismo estadounidense. Con la
victoria de Biden se abren las posibilidades de que esa ala del partido siga
creciendo y, aunque es claro que tendrá que enfrentar a los neoliberales-centristas
para ello, es una esperanza que se hacía mucho más difícil con Trump.
No debería ser necesario, pero parece
que algunos izquierdistas necesitan que se les recuerde: no es lo mismo
fascismo que neoliberalismo; el fascismo es mucho peor, desde cualquier
perspectiva. Es cierto que el capitalismo engendra al fascismo y se sirve de él, y que se antoja incisivo sugerir que las diferencias
entre uno y otro son sólo estéticas; pero la realidad es que el fascismo es
mucho más violento, opresivo y destructivo, mientras que en la democracia
capitalista existen más oportunidades de luchar por un mejor sociedad. Y no,
por favor, no empiecen a enlistar los males e injusticias que ocurren bajo el capitalismo;
estamos muy conscientes de ellos, y de la necesidad de combatirlos, y ya le
dedicaremos su espacio. Es que aún con todo lo que tengas que enumerar, el
hecho es que el fascismo sigue siendo peor. De verdad, si no entienden
esto, necesitan irse a estudiar más historia y filosofía política.
No pensemos en las elecciones como el
momento en que decidimos en qué mundo queremos vivir. De todos modos, esa
opción nunca está en las boletas. Más bien, es uno de los momentos en que
decidimos cuál es el próximo paso, en qué escenario seguiremos la lucha para
construir el mundo que sí anhelamos. Para los diferentes movimientos sociales,
una Casa Blanca sin Trump significa un escenario en el que luchar será más
fácil y productivo.
Sí, sabemos que el verdadero problema es
el capitalismo, y que la solución es abolirlo y reemplazarlo por un mejor
sistema, pero ésa no era una opción ahora. No existe movimiento ni
estrategia alguna para lograrlo, ciertamente no en vez de las pasadas
elecciones. Por lo menos a partir de hace unos meses, los dos escenarios posibles
eran Trump presidente o Biden presidente. Una de estas dos opciones implicaba
significativamente menos sufrimiento e injusticias para seres humanos, y por lo
tanto era la mejor a esperar. Y si estaba en manos de alguien hacer algo para
procurar ese resultado, era su responsabilidad ética hacerlo.
Por supuesto, siendo anarko o comunista,
no se antoja dar crédito, menos aún poner esperanzas, en el sistema electoral
de las democracias burguesas. Pero, de nuevo, se trata de las consecuencias de
un resultado o de otro. Tu pureza ideológica no vale más que el bienestar de
las personas.
Algunos soñaban con que la ineptitud de
Trump y el trumpismo podría traer la decadencia de los Estados Unidos y con
ello el final del imperialismo yanqui, y la oportunidad a las de emancipación
para las naciones que viven bajo su influencia. Pero esto es una fantasía
adolescente, y aunque no lo fuera, el costo en sufrimiento humano es demasiado
alto para considerarse una alternativa válida. Claro, lo que pasa es que el anhelo por la utopía puede ser muy cruel e
indiferente.
II
La derrota de Trump no es la
derrota del fascismo
Éste tiene que ser el tuit más estúpido que se haya hecho. Es representativo de la forma de pensar del paradigma
neoliberal-centrista y de la dirigencia del partido Demócrata: que el statu
quo era fundamentalmente justo, y que sólo había que volver a la normalidad
para que toda injusticia se acabara. Entonces celebran el triunfo de Biden como
si ello significara la derrota absoluta del mal, la destrucción de toda
discriminación y de toda villanía. No es de extrañar que los izquierdistas de
Twitter no se hayan medido en pitorrearse de este sujeto. No sólo el trumpismo
no está derrotado, sino que el statu quo, cuyo regreso están festejando los
atarantados y los hipócritas, conlleva muchísima opresión, injusticia, prevaricación,
violencia y corrupción.
Como candidato, Trump obtuvo más votos
totales que en 2016; o sea, más gente votó por él esta vez. Puede ser que muchas
de estas personas no estén enteradas de las inclinaciones fascistas de Trump, o
decidan no creerlas; pero, en definitiva, un buen número de ellas las comparten
de corazón, o no les preocupan lo suficiente para retirarle su apoyo. Trump es
admirado por millones de estadounidenses, y aunque no todos son fanáticos
incondicionales, muchos otros sí que lo son, y unos más lo siguen prefiriendo
por sobre las alternativas. Con o sin su líder, el trumpismo sigue siendo una fuerza política que tiene hipnotizada a casi la mitad del país.
Las milicias armadas de supremacistas blancos y otras organizaciones neofascistas siguen ahí. Los
líderes del fundamentalismo religioso siguen ahí. Las redes de desinformación, difusión de discursos de odio
y de teorías conspiranoicas siguen
ahí. La normalización de la bravuconería y el descaro sigue ahí. Finalmente, los trumps del mundo, los otros líderes demagógicos de extrema derecha, los otros hombres
fuertes que avivan el nacionalismo y la xenofobia, desde Bolsonaro a Erdogan y
de Orban a Duterte, siguen ahí. Porque esto no se trata sólo de Estados Unidos;
el ascenso de los neofascismos y postfascismos es un
fenómeno global. La salida de Trump
significa un tropiezo y una decepción para los otros fascistas, pero ni de
lejos una derrota.
Es impresionante y aterrador cuánta
gente, y ni siquiera fanáticos o personas de ordinario interesadas en la
política, cree en las teorías conspiratorias de QAnon
y Pizzagate:
que el Partido Demócrata y la élite financiera (judíos) tienen una red de
tráfico sexual de infantes, y Trump estaba luchando desde la presidencia contra
un “gobierno profundo” para detener esto. Temo que estas ficciones se vean
azuzadas con la derrota de Trump, alimentadas con un nuevo capítulo, el del
fraude electoral: “fue el estado profundo el que robó las elecciones e impuso a
Biden en el poder”. Estos mitos pueden ser muy poderosos para alentar
narrativas de rencor y revanchismo: piensen en el de la “victoria mutilada” del
fascismo italiano y el de la “puñalada por la espalda” de la Alemania Nazi.
Y, más importante que todo lo anterior,
este mundo de tremendas desigualdades económicas y sociales, de alienación
individualista y descomposición del tejido social; este mundo de deterioro
ambiental que no podemos detener porque el poder de las corporaciones trasnacionales
desafía al de los estados; este mundo de alimentación, salud, educación,
vivienda y seguridad insuficientes para buena parte de la población; este mundo resultado de las décadas de ortodoxia
neoliberal y que a su vez fue el
terreno fértil para cultivar el fascismo, sigue aquí.
El triunfo de Trump reveló una cosa: muchos
en la derecha escogerían la opción más fascista disponible, y sólo no lo
habían hecho porque no existía. Podemos esperar que algunos fanáticos de Trump
se resistirán a reconocer la derrota y quizá se pongan violentos; otros se
decepcionarán y partirán en busca de otro mesías. Los derechistas que ahora
mismo están abandonando a Trump lo hacen porque son lo suficientemente listos
para darse cuenta de que el barco se hunde y no vale la pena hundirse con él.
Los más amigables le dicen que guardan su admiración, pero que se retire con
dignidad para no dañar “su legado”.
Los republicanos tradicionales podrán
despreciar la vulgaridad y bravuconería del magante anaranjado, pero lo
toleraron mientras les sirvió para obtener de él lo que querían: más votos
para su partido, una Suprema Corte llena de jueces conservadores,
desregulaciones que quitaran las riendas a la actividad industrial y recortes a
los impuestos de los más ricos. Lo que ahora quieren es guardar sus
oportunidades para apoyar a un futuro demagogo de extrema derecha, un fascista más competente que pueda canalizar el racismo, el nacionalismo, la
xenofobia, la misoginia, el anhelo por un líder viril fuerte y la idolatría al
capitalismo salvaje que caracterizó al trumpismo.
Lo peor es que no parece que los
neoliberales-centristas de Biden vayan a querer comprometerse con desmantelar el
trumpismo, ni cambiar las condiciones sociopolíticas y económicas que le dieron
origen. Eso dependerá de los movimientos sociales y del ala progresista del partido Demócrata. Eso sí: esa lucha será sin
duda más efectiva con Biden que con Trump.
Entre muchos izquierdistas que se
resignaron a votar, y promover el voto, por Biden, estaba claro el sentimiento
de “esto no es lo que queremos, pero estamos ganando algo de tiempo”. En el
futuro próximo se decidirá si la presidencia de “Joe el Dormilón” habrá sido el
inicio de un cambio de rumbo hacia una sociedad más justa o el último estertor
de una democracia que muere de hipotermia en un invierno fascista.
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