I
Los campos de concentración
“A fin de cuentas, podemos decir que todo
este asunto ha sido exagerado más allá de toda proporción y es usado para
agitación política por la izquierda”.
Esta cita fue hecha por un comentarista
conservador sobre los campos de concentración alemanes que ya estaban
construyendo en la década de 1920. Aquellos campos, diseñados para contener a
refugiados judíos que huían de la guerra civil en el colapsado Imperio Ruso.
Fueron los primeros de su tipo en establecerse en Alemania y el antecedente de
los campos de exterminio nazis. En su momento fueron denunciados por personas
como Albert Einstein [fuente
aquí].
A mediados de 2018 el mundo fue sacudido
por una serie de revelaciones sobre el inhumano trato de los migrantes
latinoamericanos, en especial a los niños, separados de sus familias y
mantenidos en condiciones que claramente violaban sus derechos. Como les
platiqué en ese entonces,
aunque la derecha y la ultraderecha hicieron lo posible por negar o minimizar
el asunto, lo cierto es que el panorama era a todas luces demasiado brutal,
incluso para un país con políticas de inmigración tan draconianas como los
Estados Unidos, y un presidente con una retórica xenófoba tan incendiaria como
Donald Trump.
En los meses y años que siguieron se reveló
que más de 1,400 padres habían sido deportados sin hijos, y que más de 4,300
niños habían sido separados de sus familias [aquí].
Muchos niños eran encerrados sin que hubiera adultos que les cuidaran; niñas
pequeñas eran las únicas encargadas de cuidar a críos aún más pequeños
(incluyendo bebés de brazos). En muchas ocasiones no tenían acceso a baños,
medidas de higiene, ropa limpia, abrigo ni comida suficiente [aquí].
Se supo también que cientos (quizá
miles) de menores sufrieron abuso sexual, situación que existía incluso desde
tiempos de Obama, pero que se disparó bajo el régimen de Trump [aquí]. Se
sabe por lo menos de un centro de detención en donde se esterilizó forzosamente
a unas mujeres migrantes [aquí].
También hay reportes de hacinamiento, trabajos forzados y muertes prevenibles
ocurridas en estos campos. Además, durante esa administración, se rompieron
récords de redadas y arrestos masivos contra migrantes [aquí].
Luego vino la derrota electoral de Trump
en noviembre de 2020 y la llegada del demócrata Joe Biden a la Casa Blanca en
enero de 2021. No pasó un mes antes de que estallara el primer escándalo: uno
de los centros de detención de Trump sería rehabilitado por Biden para encerrar
en él a cientos de niños migrantes [aquí]. Aunque,
esta vez, no hubo tanta alharaca.
Cierto, la imagen carcelaria de los
centros de detención fue cambiada por algo que más bien daba la idea de un
albergue, sin uniformes militares, con terminología más amigable y una nueva
decoración colorida. Pero sigue siendo una instalación en la que se encierra a
menores de edad contra su voluntad, por el único delito de ser migrantes. Como
algunos críticos han dicho, una jaula es una jaula, y lo que Biden debería
hacer es dejar de detener a niños migrantes y sus familias [aquí].
Por otro lado, sí ha habido un descenso
en la tasa de deportaciones [aquí] y ha
decrecido el número de menores en custodia [aquí]. Biden
canceló la construcción del muro fronterizo, anuló definitivamente las
restricciones de viaje que Trump pretendía imponer a ciudadanos de 14 países de
mayoría musulmana, y restauró el programa DACA que beneficia a inmigrantes que
entraron en el país como menores [aquí]. De
hecho, tanto ha cambiado, que un agente de la ICE, la agencia policial
migratoria, se quejó de que Biden “ha abolido la agencia sin abolirla” y que después
de tener grandes poderes y libertad de acción bajo Trump, ahora no puede hacer
gran cosa [aquí].
Todo esto es un cambio positivo, sin
duda, y uno de varios hechos que demuestran que entre Biden y Trump sí existen
diferencias importantes que impactan las vidas de las personas. Sin embargo,
esta mejora es sólo relativa; pinta tan bien únicamente porque la política de
Trump era verdaderamente atroz. Es menos un progreso que un regreso a un statu
quo menos horrible. Y ése es precisamente el punto.
II
¿En dónde estamos?
Donald Trump llegó a la cima en 2016 a
la vez aprovechando y alimentando una ola de postfascismo, un conjunto de
ideologías reaccionarias que el historiador Enzo Traverso describe como unas
mezclas de elementos del fascismo clásico (nacionalismo, demagogia, xenofobia,
roles de género tradicionales, fundamentalismo religioso, defensa de las jerarquías
sociales, etcétera) con algunos ingredientes novedosos que lo distinguen de
aquél (defensa del libre mercado en oposición al estatismo, o retórica que
alaba la democracia en lugar de denostarla) y, por supuesto, la negativa a
reconocerse como fascismo. Dediqué un ensayo completo a caracterizar este nuevo fenómeno.
Otros líderes políticos con posturas,
retóricas y políticas similares a las de Trump incluyen a Marie Le Pen en
Francia, Boris Johnson en Inglaterra, Matteo Salvini en Italia, Santiago
Abascal en España, Viktor Orbán en Hungría, Recep Erdogan en Turquía, Narendra
Modi en la India y Jair Bolsonaro en Brasil. Además de estos personajes, se
registró un aumento de partidos políticos y organizaciones de extrema derecha y
de crímenes de odio en Europa y Estados Unidos. Todo esto lo he venido
documentando en la serie Crónica de un Invierno Fascista.
La salida de Trump de la Casa Blanca,
aunque está lejos de indicar que el nuevo fascismo esté derrotado, sí significó
un revés para la extrema derecha. El paupérrimo manejo de la pandemia de Covid-19 por parte de los gobiernos reaccionarios (sobre todo
en contraste a gobiernos como los de la progresista Nueva Zelanda y la
socialista Vietnam), terminó por debilitarlos y erosionar su popularidad,
especialmente en los casos de Modi y Bolsonaro.
En América Latina, el fracaso del intento de golpe de Estado derechista en Bolivia, el triunfo del estallido social de Chile y la victoria electoral del socialista Pedro Castillo
en Perú, entre otros, marcan un revés para los reaccionarios y hacen difícil el
surgimiento de otro Bolsonaro en la región (a no ser como reacción a todo
esto).
En general, podría parecer que el
postfacismo llegó a su máximo apogeo con Trump y que ahora nada más le queda ir
de bajada, pero siempre existe el peligro de que vuelva a remontar. Apenas en
junio 2021, una investigación periodística reveló la existencia de una muy bien
armada red de organizaciones de extrema derecha en Argentina, surgida para oponerse al reciente triunfo de la
lucha feminista por el derecho al aborto.
Algunos izquierdistas (yo me incluyo)
consideraban a Biden un mal menor y su elección un paso insuficiente pero
necesario en la lucha contra el fascismo primero y el capitalismo después. Es
decir, elegir a Biden era una movida pragmática. Pero existen otros varios discursos construidos
alrededor de la restauración neoliberal encarnada por Biden. Quiero enfocarme
en tres: uno que es improductivo y molesto, otro que es delirante y peligroso,
y uno más que es autocomplaciente y doblemente peligroso.
En primer lugar, tenemos cierto discurso
prevalente en la izquierda en Internet, y no sólo en la anglósfera, sino
también en español y otros idiomas. Estas personas niegan que Biden sea el mal
menor, lo consideran tan malo como Trump, representante del mismo sistema
injusto y criminal que genera desigualdad y opresión para grandes masas de
gente, además de destrucción para el planeta.
Eso es comprensible. El problema es que,
para empezar, ignoran hechos que apuntan a que por lo menos algunas cosas son menos
peores. Por ejemplo, en la izquierdósfera tuitera se difundió mucho, y se sigue
repitiendo, la afirmación de que con Biden ha aumentado de la militarización de
los barrios negros, incluso más que con Trump, a pesar de que la afirmación ha sido desmentida.
Más importante aún, parecería que para
estas personas lo que más prioritario ahora es denostar y resentir a otros
izquierdistas, a quienes tachan de traidores y cómplices por haber “ayudado” a
Biden a llegar al poder (votando o llamando a votar por él). Asumiendo por un
momento que de verdad Biden fuera tan malo como Trump, ¿cuál es el punto de
seguir echándolo en cara? ¿Acaso no habría que pensar en organizarse para
combatir las injusticias que vengan con este nuevo gobierno tal como lo harían
como bajo Trump?
A menos, claro, que sea menos importante
combatir al fascismo que mantener la pureza ideológica y “joder a los libs”; porque
cualquiera que no sea izquierdista de la misma forma que uno es un asqueroso
liberal. En ese afán, algunos sujetos que alardean de radicalismo incluso han
manifestado simpatía por la extrema derecha, sobre todo después del asalto al Capitolio,
porque por lo menos “ellos sí hacen algo y sí quieren cambiar las cosas”. Es
por eso que digo que su actitud es muy molesta y nada productiva.
Lo cierto es que la izquierda de
Internet, que alguna vez formó un bloque más o menos unificado contra el
enemigo que representaban los neofascismos y postfascismos, dejó ver todo lo
que la dividía tras la derrota de Trump, y ahora socialdemócratas, marxistas,
anarquistas, tankies, SJWs y demás se la pasan tirándose tierra unos a otros
por el mínimo desacuerdo.
Por su parte, el discurso delirante pero
peligroso es el que viene de la derecha gringa y sus imitadores en otras
latitudes. Es la que pinta a Joe Biden como un peligroso comunista y a todas
sus medidas como pasos encaminados a instaurar una dictadura roja. Ajá, así
como lo leen. Es absurdo, pero esa clase de retórica les funcionó con Obama, y sirvió para alimentar la ideología conspiratoria de la
alt-right que terminó poniendo a Trump en el poder. Es un
ejemplo de la estrategia discursiva de “mover las definiciones a la derecha”:
clasificar lo que es simplemente el statu quo neoliberal centrista como
si fuera socialismo o comunismo, para que el extremismo de derecha que ellos
proponen pase como lo normal y de sentido común.
Visto que cualquier falsedad, por más
inverosímil y ridícula que sea, puede llegar a convencer y motivar por lo menos
a algunas personas en estos tiempos de posverdad, la derecha (extrema y no
tanto) ya no tiene por qué refrenarse en lo absoluto. Intentos de engañar,
asustar y enfurecer al ciudadano común con “pánico anticomunista” se pueden ver
en sus reacciones al regreso de Estados Unidos al acuerdo de París o a los planes para incluir la historia del racismo en el país como parte de los programas educativos.
O sea, podemos esperar que, a menos que
haya esfuerzos para contrarrestarla, esta retórica siga siendo el combustible
de movimientos reaccionarios, que regresen revitalizados para las elecciones
presidenciales de 2024. No olvidemos que, aunque Trump no esté representándolos
desde la más alta oficina, sus más ardientes seguidores permanecen ahí, con
incluso algunos conspiranoicos creyentes en QAnon ganando
puestos de elección popular.
Pero el discurso más peligroso de todos
es el de los autocomplacientes, quienes piensan que con Biden se han restaurado
la libertad y la justicia que hacen grandes a los Estados Unidos. Ven a Trump
como un suceso extraordinario en su historia, y no como el producto de la
misma. Quieren hacer de cuenta que todo lo que estaba mal con Trump, el racismo
y la misoginia normalizadas, la brutalidad policiaca, la desigualdad y la
xenofobia, han quedado atrás.
Los medios típicamente liberales, como
el New York Times, el Washington Post o CNN, pasaron de criticar
cada aberración de Trump a aplaudir todo lo que haga Biden, incluyendo, pero no
limitándose a: la permanencia de los campos de concentración, su negativa a
aumentar el salario mínimo y cancelar la deuda estudiantil, su apoyo a las
acciones genocidas del Estado del Israel, su afán por escalar el conflicto
diplomático con China o sus actos de intervencionismo imperialista en el Medio
Oriente.
Cuando se critica a Biden desde la
izquierda, sus defensores pretenden acallar esas críticas con clichés como “por
lo menos es mejor que Trump” o “¿acaso preferirías que Trump siguiera
gobernando?” o de plano desestimando a quien critica como un radical extremista
que de todos modos no está contento con nada. El propósito es siempre desviar
la atención de lo que Biden está haciendo mal, y en general, de las injusticias
inherentes al sistema socieconómico que él representa. [Some more news hizo una deliciosa sátira de esto].
La militarización de las fuerzas de
seguridad que han provocado la crisis de brutalidad policiaca, la violación
sistémica de los derechos humanos de los migrantes, las reglamentaciones que
permiten suprimir o neutralizar el derecho al voto de los grupos marginados, la
ampliación del estado de vigilancia, la desregularización de los mercados, los
bombardeos a civiles inocentes en guerras intervencionistas para asegurar los
intereses de las corporaciones estadounidenses… Nada de ello necesitó de un
postfacista como Trump para suceder, sino que fue desarrollado por gobiernos de
ambos partidos desde la década de los 80.
Esto es porque, a pesar de algunas
diferencias nada despreciables en cuanto a ciertos temas, tanto el partido
Republicano como el Demócrata en última instancia se encargan de guardar
los intereses de las élites económicas.
Para muestra, vean el caso de los Paradise Papers, los documentos
filtrados que revelan cómo los ultrarricos evitan pagar impuestos mediante
acciones completamente legales, y cómo ello contribuye a una acuciante desigualdad
económica y a la precarización de todos los demás. Pues los representantes de
ambos partidos estuvieron de acuerdo en investigar, no la podredumbre de este
caso, sino cómo se había podido dar tal filtración, para hallar y castigar a
los culpables [aquí y aquí].
III
No es la polarización, es el neoliberalismo
Cualquiera que sea el futuro de los
postfacistas, no hay que olvidar que la restauración del statu quo, el
neoliberalismo centrista encarnado por Joe Biden, es insuficiente; es como
apagar un incendio, pero sin reparar el cortocircuito que lo causó.
Hoy en día, en el discurso de izquierda
se utiliza “liberalismo” de manera genérica, para referirse a esta tradición filosófica
en su forma hegemónica presente. Pero como no es la única forma de liberalismo
ni histórica ni reciente, prefiero llamarla con el nombre específico de
“neoliberalismo centrista”, que incluye también a los gobiernos de Clinton y
Obama, (así como a Emmanuel Macron en Francia o a Enrique Peña Nieto en
México), en oposición al neoliberalismo postfacista de Trump y sus similares, y
al neoliberalismo conservador de Reagan, Tatcher y los Bush.
El neoliberalismo, entendido como el
conjunto de políticas que favorecen un mercado lo más libre posible, una
intervención mínima del gobierno en la economía y el desmantelamiento del
estado de bienestar, creó las condiciones que provocaron la llegada del
Invierno Fascista, así como de casi todos los problemas que han atormentado al
mundo en los últimos años. ¿Les parece ésta una afirmación exagerada? Veamos…
Las políticas neoliberales han producido
una desigualdad socioeconómica extrema y que no para de crecer, misma que a su
vez ha resultado en la pérdida de seguridad y control de las clases medias y
bajas sobre sus propias vidas, descomposición del tejido social, crisis de
liderazgo y representatividad, como comenté en este artículo. Además, como señala el historiador Joseph
Hall-Patton en este video-ensayo,
nada causa polarización política como la desigualdad y nada causa desigualdad
como el neoliberalismo.
Otro de los culpables de la polarización y la radicalización son las redes
sociales. En ellas se difunde
muchísima desinformación, que a menudo alimenta las teorías conspiratorias, mismas
que sostienen
ideologías de odio. Además, las redes favorecen la formación de burbujas
ideológicas en las que las personas sólo reciben discursos que reafirman sus creencias,
de forma que hasta las más extravagantes terminan pasando al mainstream.
Pero no es el problema no es sólo la
existencia de las redes sociales o de la tecnología que las hace posibles. En
dos ensayos publicados en The Jacobin [aquí y aquí], se
apunta cómo las críticas y alarmas contra el poder e influencia de las redes
sociales tienden a ignorar el aspecto económico. Es decir, que nos enfrentamos
a entidades con tendencias monopólicas, controladas por individuos
extremadamente ricos que hacen del lucro su principal motivación, sin que
importe un comino el bienestar de las sociedades y las personas. Ultimadamente,
la decisión de lo que se publica y se difunde está en manos de un oligopolio, mismo
que ha vuelto tóxica la esfera de la información con algoritmos que favorecen tenernos
constantemente enfurecidos a cambio de clicks. El enorme poder de estas
corporaciones es resultado de un sistema socioeconómico que les ha permitido
acumularlo sin límites.
Donald Trump ha sido expulsado de
Facebook y Twitter, junto con otras figuras prominentes de la extrema derecha. Puede
ser sólo mi percepción, pero me parece que el contenido ultraderechista está
menos omnipresente en las redes sociales que hace apenas un año. Se necesitó una revuelta de fanáticos conspiranoicos invadiendo el
Capitolio para que las plataformas se
dieran cuenta de que era necesario poner un alto a los discursos extremistas (o
quizá se necesitó que vieran que Trump ya estaba derrotado y que ya no era buen
negocio jugar a su favor).
Pero estas nuevas políticas también
incluyeron la supresión de discursos críticos contra el racismo, la misoginia o
el clasismo. Las nuevas normas comunitarias de la plataforma provocan que un
usuario sea castigado por cualquier comentario altisonante, y esto es porque
Facebook quiere hacer equivalente negar el Holocausto a decir cosas como
“pinches gringos” cuando se critica el imperialismo. Facebook sigue bloqueando
voces críticas contra el statu quo [aquí].
Este falso centrismo
se expresa también en la nueva propuesta de Joe Biden de estrategia contra el terrorismo doméstico. Después
de años que expertos en seguridad lo advirtieran, por fin se clasificarán como
“extremistas violentos domésticos” a individuos y agrupaciones cuyo “odio
étnico, racial o religioso los lleven a la violencia” con un énfasis especial
en las ideologías “enraizadas en la creencia de la superioridad de la raza
blanca”.
Todo eso está muy bien; el problema es
que allí mismo se incluye “anarquistas extremistas, que se oponen violentamente
a todas las formas de capitalismo, globalización corporativa e instituciones de
gobierno a las que perciben como dañinas para la sociedad”. Es decir, tenemos
de nuevo el viejo y deshonesto discurso pseudocentrista que pretende que el
problema no es la extrema derecha en particular, sino el extremismo en general,
y que hay el mismo nivel de violencia y de peligro proveniente de ambos
extremos.
Digo, si de verdad hubiera grupos
anarquistas por el mundo plantando bombas y matando gente inocente, eso sería
un problema, pero no es así. No es posible hacer honestamente equivalencias
entre las acciones de grupos anarquistas o anticapitalistas, y lo que han hecho
los nacionalistas blancos, neonazis, milicias derechistas e incels, como les he platicado en este ensayo.
Aunque no se está prohibiendo “toda
forma de anticapitalismo”, como exclamaron alarmados algunos izquierdistas despistados
en redes, sí hay razones para pensar que estas nuevas disposiciones puedan ser
usadas para atacar a grupos activistas y movimientos de protesta como Black
Lives Matter y Antifa.
IV
No fue 2020, es el capitalismo
Cuando estábamos acercándonos al final
del 2020, mucha gente se expresaba con alivio, esperando que con ello
terminaran los horrores que habían estado azotando a la humanidad, como si ese
periodo de 366 días hubiera sido maldecido por alguna deidad cósmica y la
maldición terminaría después del 31 de diciembre.
Sin embargo, desde los incendios
forestales que arrasaron Australia, hasta la helada que golpeó a Texas, pasando por la sequía que azotó a México y la
tormenta que inundó porciones de mi natal Mérida, muchos de los desastres que
hicieron del 2020 el peor año de la vida de muchas personas encuentran su
origen en el cambio climático antropogénico. Así también la peor pandemia en un siglo, la que nos ha llevado a muchos a estar en cuarentena
desde hace más de año y medio. Los científicos han alertado que con el cambio climático podemos esperar más pandemias. Otro factor sería la destrucción de los ecosistemas por las industrias agropecuaria, la tala y la
minería.
Eso no es todo: la crisis de opiáceos que ha llegado a disminuir la expectativa de vida del estadounidense promedio (una tendencia que nunca
se había visto en la historia del mundo desarrollado) es producto de políticas
que favorecen los negocios de las farmacéuticas. Y la aparición de las “superbacterias” inmunes a los
antibióticos es resultado de la falta de regulación a la industria de alimentos de
origen animal. La creciente
desigualdad económica empeora todos esos problemas; tanto las pandemias como la
crisis climática afectan a los más pobres, mientras que los ultrarricos
encuentran maneras de lucrar con el desastre.
El cambio climático es resultado de la
actividad industrial sin regulación ni límites, a su vez propia del capitalismo
salvaje [aquí, aquí, aquí, aquí], algo
que cada vez más instancias van reconociendo y sólo grupúsculos cada vez más
extremistas siguen negando. Combatir efectivamente el cambio climático
requeriría de transformaciones drásticas en nuestro sistema socioeconómico y
político, y una serie de esfuerzos titánicos que requerirían una cooperación
internacional como no se ha visto desde la Segunda Guerra Mundial. Como esos
cambios afectarían los intereses de corporaciones billonarias, éstas han
apoyado a los políticos de ultraderecha que se oponen a la cooperación
internacional, como expliqué extensamente por acá.
La derecha, en particular la ultra, es
ferozmente ecocida. Quemará todo lo que tenga que quemar para favorecer los
intereses de las clases acomodadas. Pero el neoliberalismo centrista ofrece
algo que es apenas un poco mejor. No dispuesto a renunciar a su compromiso de
proteger a quienes se benefician de las injusticias del sistema, sigue en la
quimérica búsqueda de un “punto medio” entre hacer lo necesario para asegurar
la supervivencia de nuestra especie y preservar las fortunas de los ultrarricos.
El regreso de Estados Unidos al Acuerdo de París es algo bueno, es mejor que
nada, pero es insuficiente para llegar a los objetivos necesarios si queremos
evitar una catástrofe, incluso si los países subscriptores los estuvieran
cumpliendo, cosa que no hacen [aquí, aquí y aquí].
Aquí no hay punto medio, o por lo menos
no donde lo están buscando. Tampoco podemos esperar la salvación de milagros
tecnológicos como los que prometen los magnates de Silicon Valley. No hay
solución posible que deje el statu quo intacto. Ése es un camino sin
salida, un desperdicio del tiempo que ya se nos está acabando [aquí y aquí].
El capitalismo, por lo menos en su forma
actual, no puede frenar el cambio climático, no puede impedir las próximas
pandemias ni que se sigan incubando corrientes reaccionarias. Si lo anterior te
hace pensar en palabras como socialismo, y esto te asusta, vale, pero
por lo menos hay que reconocer que se necesitan medidas que regulen las
actividades destructivas para el medio ambiente, aumentar drásticamente los
impuestos a los ultrarricos, distribuir mejor la riqueza para acabar con esta
obscena desigualdad y asegurar servicios públicos para mejorar la calidad de
vida de las personas en todo el mundo.
V
¿Para qué sirve el fascismo?
Grandes obras historiográficas como Los orígenes del totalitarismo de Hanna
Arendt o El asalto a la razón de Georg
Lukacs, nos recuerdan que el nazismo no surgió de la nada, sino que tiene sus
raíces en la historia, la sociedad y la cultura de Occidente. Lo mismo con los
postfascismos y neonazismos de nuestro siglo XXI: son el resultado de
condiciones creadas por el sistema socioeconómico predominante en nuestros
días.
Pero eso no es todo. Históricamente, las
élites económicas han apoyado el surgimiento de regímenes fascistas en países
propios y extraños, a los cuales han visto como formas para frenar los
movimientos sociales que prometen emancipar a las clases trabajadoras y
amenazan sus intereses. Recuerden las alabanzas de Churchill a Mussolini. Y no,
mi apuesto amigo de la culebrita, ni el fascismo en general ni el nazismo en particular son de izquierda; son de ultraderecha y siempre favorecieron a la
clase empresarial.
Ultimadamente, los ricos y poderosos
están menos comprometidos con una ideología en particular que con cualquier
cosa que les permita seguir siendo ricos y poderosos. Si pueden hacerlo bajo la
democracia liberal, qué bien, pero si es necesario recurrir a tiranías
fascistas, tampoco molesta.
Históricamente, el capitalismo liberal
sólo hace la guerra al fascismo cuando éste se vuelve expansionista y amenaza a
otros propios imperios. La Segunda Guerra Mundial fue menos una lucha entre la
democracia y la tiranía que entre unos imperios y otros imperios rivales.
Mussolini y Hitler se fueron, pero las democracias liberales dejaron a Franco
gobernar a sus anchas porque servía como barrera contra el comunismo. A lo
largo del siglo XX, Estados Unidos apoyó dictaduras militares por toda América
Latina, mismas que favorecían los intereses de las corporaciones
estadounidenses.
Con esto a la vista, algunos izquierdistas han comentado que el fascismo cumple la función de
ser la mano dura del capitalismo. Es el recurso extremo que el capitalismo
emplea para asegurar su supervivencia cuando las condiciones creadas por él
mismo son tan intolerables, el descontento social tan grande y las ideologías
alternativas tan populares, que no tiene más remedio que recurrir a la
brutalidad absoluta. No es casualidad que la ola de fascismo original surgiera
tras la Primera Guerra Mundial y recibiera un impulso de la crisis económica de 1929. Cuando el fascismo cumple su función y el
capitalismo está de nuevo bien asentado, simplemente se le deja morir y se
permite un regreso a la normalidad de la democracia liberal. Véanse las
historias de Franco y Pinochet, por ejemplo.
Esto no quiere decir que los
capitalistas hayan creado al fascismo, a manera de teoría conspiratoria, sólo
que algunos gobiernos liberales lo han aprovechado siempre que han podido. De
la misma forma, la crisis económica de 2008 generó mucho descontento social y
un deseo generalizado de transformar el sistema, que se vio en la forma de movimientos como Occupy Wall Street y el ascenso de figuras como Bernie Sanders. Luego el
postfascismo trumpista llegó a tiempo para decir vade retro a las
corrientes progresistas que se habían estado gestando, y por último el regreso
a la normalidad neoliberal centrista se siente como un alivio. La clave está en
no detenernos aquí, en nunca pensar que esta “normalidad” es aceptable.
Lo que he venido comentando se centra
sobre todo en los Estados Unidos, pero mucho de ello también aplica para
América Latina y otros países. La experiencia de este Invierno Fascista, de la
pandemia global y de la crisis climática debería servir para sacudirnos de
nuestro sopor complaciente, para dejar de creer que vivimos en un sistema
fundamentalmente justo que mejorará solo dejándosele evolucionar. Debe
servirnos para ver las monstruosidades que puede producir un statu quo
que durante demasiado tiempo muchos han querido hacernos aceptar como normal,
natural o inevitable. Para despertar y mirar que hemos estado como sonámbulos
caminando al borde del abismo. Y para soñar, trabajar y luchar por mejores
realidades.
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4 comentarios:
Hola, maik espero que estés bien, ya no te he visto publicar en tus paginas, ni en la personal, espero que no andes baneado o algo así ^^`
genial ensayo, nomas checate el link de "some more news" por que manda a una entrada tuya.
Hola, Yus. Sí, me bloqueó Facebook por mi imagen de los monitos peleando por Amlo. Ahora checo lo del enlace, gracias.
Llamar "intento de golpe de Estado derechista" a lo sucedido en Bolivia es faltar el respeto a todos los bolivianos (tanto de izquierda como de derecha) que se sacrificaron por librarnos de un tirano. Llamarlo "intento de golpe de Estado derechista" es desconocer el paro cívico, a las marchas y bloqueos ciudadanos en los 9 departamentos del país, a los muertos en Montero, a los mineros potosinos recibiendo disparos desde los cerros, y a toda la gente que resistió ante la ola terrorista del Movimiento Al Socialismo. Progres, conservas y gente de variado pensamiento se unió para frenar a este usurpador del poder. Pero eh, sigamos repitiendo las narrativas hegemónicas de turno, "golpe de Estado derechista", ¡qué descaro!
Puede ser, Malena, pero dejando de lado las causas y manifestaciones legítimas del descontento social, lo cierto es que llegó un punto en que quien aprovechó ese impulso y se hizo con el poder fue la derecha más reaccionaria, encarnada en el gobierno de Jeanine Áñez. Saludos.
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