Un rasgo característico del pensamiento reaccionario es la noción
de que existió una “edad de oro” en la que “fuimos grandes y poderosos”, pero
que fue destruida por la perfidia de enemigos y traidores. Los “buenos viejos
tiempos” en los que, se nos dice, no existían los problemas que nos acosan
ahora. Cuál era esa “edad dorada” es algo que va cambiando con el tiempo, el
lugar y la tribu ideológica en cuestión. Pero siempre tienen en común que se
refieren a épocas en las que los gobiernos eran más autoritarios, las
jerarquías sociales estaban más claras y ciertos grupos indeseables
estaban relegados a “su lugar”.
Usualmente, esa época existió antes de un gran cambio social:
antes del feminismo, antes de las contraculturas sesenteras, antes de la
corrección política, antes de la muerte de algún líder o antes de una
revolución que lo derrocó. Si tan sólo pudiéramos retornar a esa época, o
volviéramos a hacer las cosas como se hacían antes, todo estaría bien. Lo malo
que se ha dicho de esos tiempos, insisten sus nostálgicos, es simple propaganda
construida por los enemigos, aquellos mismos que nos tienen ahora así de mal.
Para los hispanistas, esa época fue el Imperio Español; para los conservadores
gringos de hoy, suele ser la presidencia de Reagan; para muchos reaccionarios
mexicanos, es el Porfiriato.
Tanto la Revolución como el Porfiriato son temas complejos y con múltiples aristas. Resulta insostenible el mito de una lucha pura y heroica que acabó con todo lo malo al derrotar un régimen absolutamente perverso que nada de bueno tenía. Sin embargo, la versión reaccionaria no ofrece una valoración de estas complejidades, sino un mito igual de simplón pero opuesto: el de una edad dorada en la que todo era maravilloso, destruida por bárbaros, criminales y salvajes. Lo cierto es que, incluso contando los beneficios de la modernización y la bonanza económica, un balance del Porfiriato arroja que fue un régimen inequívocamente injusto, en el que grandes masas de seres humanos eran sometidas a la explotación, la opresión y condiciones de vida inhumanas.
La información más verídica y rigurosa no convencerá a ningún
mitófago, hispanista o nostálgico de imperios y dictaduras. Su interés en la
historia nunca consiste en encontrar los hechos, sino en construir narrativas
mitológicas que den legitimidad a sus ideas reaccionarias. Quieren convencernos
(y convencerse) de cómo en tiempos más autoritarios, jerárquicos y
tradicionalistas todo era mejor porque desean ahora construir una sociedad
autoritaria, jerárquica y tradicionalista.
Ese deseo a su vez se basa en el miedo existencial que le tienen
al mundo moderno, en el que su grupo (casi siempre hombres, blancos y
heterosexuales) se enfrenta al cuestionamiento constante de sus privilegios. En
efecto, ese “todo era mejor” sólo aplica para un grupo reducido de gente
privilegiada, y muchas veces los reaccionarios nostálgicos, atarantados como
suelen estarlo, no se dan cuenta de que en esa época no habrían formado parte
de la élite que “estaba mejor”.
El Porfiriato fue un régimen que tenía que ser derrocado. Para no olvidar esto y para contrarrestar la narrativa reaccionaria, en este par de entradas les dejaré extractos de un par de libros. Primero tenemos México Bárbaro de John Kenneth Turner. Este periodista estadounidense visitó México en 1909 y conoció de cerca el sistema de explotación semifeudal de las haciendas. Incluso visitó mi tierra, Yucatán, donde hasta la fecha se recuerda la época de las haciendas con nostalgia. El siguiente fragmento, del primer capítulo del libro, nos muestra cómo era realmente esta “edad dorada”.
LOS ESCLAVOS DE YUCATÁN
Los hacendados no llaman esclavos a sus trabajadores; se refieren
a ellos como gente u obreros, especialmente cuando hablan con forasteros; pero
cuando lo hicieron confidencialmente conmigo dijeron: Sí, son esclavos. Sin
embargo, yo no acepté ese calificativo a pesar de que la palabra esclavitud fue
pronunciada por los propios dueños de los esclavos. La prueba de cualquier
hecho hay que buscarla no en las palabras, sino en las condiciones reales.
Esclavitud quiere decir propiedad sobre el cuerpo de un hombre, tan absoluta
que éste puede ser transferido a otro; propiedad que da al poseedor el derecho
de aprovechar lo que produzca ese cuerpo, matarlo de hambre, castigarlo a
voluntad, asesinarlo impunemente. Tal es la esclavitud llevada al extremo; tal
es la esclavitud que encontré en Yucatán.
Los hacendados yucatecos no llaman esclavitud a su sistema; lo
llaman servicio forzoso por deudas. “No nos consideramos dueños de nuestros
obreros; consideramos que ellos están en deuda con nosotros. Y no consideramos
que los compramos o los vendemos, sino que transferimos la deuda y al hombre
junto con ella”. Esta es la forma en que don Enrique Cámara Zavala, presidente
de la Cámara Agrícola de Yucatán, explicó la actitud de los reyes del henequén
en este asunto.
“La esclavitud está contra la ley; no llamamos a esto esclavitud”,
me aseguraron una y otra vez varios hacendados. Pero el hecho de que no se
trata de servicio por deudas se hace evidente por la costumbre de traspasarse
los esclavos de uno a otro año, no sobre la base de que los esclavos deben
dinero, sino sobre el precio que en esta clase de mercado tiene un hombre. Al
calcular la compra de una hacienda, siempre se tiene en cuenta el pago en
efectivo por los esclavos, exactamente lo mismo que por la tierra, la maquinaria
y el ganado. El precio corriente de cada hombre era de $400 y esta cantidad me
pedían los hacendados. Muchas veces dijeron: Si compra usted ahora, es una
buena oportunidad. La crisis ha hecho bajar el precio. Hace un año era de mil
pesos por cada hombre.
Los yaquis son transferidos en idénticas condiciones que los mayas
-al precio de mercado de un esclavo- aunque todos los yucatecos saben que los
hacendados pagan solamente $65 al gobierno por cada yaqui. A mí me ofrecieron
yaquis a $400, aunque no tenían más de un mes en la región y, por lo tanto, aún
no acumulaban una deuda que justificase la diferencia en el precio. Además, uno
de los hacendados me dijo: “No permitimos a los yaquis que se endeuden con
nosotros”.
Sería absurdo suponer que la uniformidad del precio era debida a
que todos los esclavos tenían la misma deuda. Esto lo comprobé al investigar
los detalles de la operación de venta. Uno me dijo: A usted le dan, con el
hombre, la fotografía y los papeles de identificación y la cuenta del adeudo.
No llevamos rigurosa cuenta del adeudo -me dijo un tercero- porque no tiene
importancia una vez que usted toma posesión del individuo. Un cuarto señaló: El
hombre y los papeles de identificación bastan; si el hombre se escapa, lo único
que piden las autoridades son los papeles para que usted lo recupere. Una
quinta persona aseguró: Cualquiera que sea la deuda, es necesario cubrir el
precio de mercado para ponerlo libre. Aunque algunas de estas respuestas son
contradictorias, todas tienden a mostrar lo siguiente: la deuda no se tiene en
cuenta una vez que el deudor pasa a poder del hacendado comprador. Cualquiera
que la deuda sea, es necesario que el deudor cubra su precio de mercado para
liberarse.
Aun así -pensé-, no sería tan malo si el siervo tuviera la
oportunidad de pagar con su trabajo el precio de su libertad. Antes de la
Guerra de Secesión, en los Estados Unidos, aun algunos de los esclavos negros,
cuando sus amos eran excepcionalmente indulgentes, estaban en posibilidad de
hacerlo así. Pero encontré que no era ésa la costumbre. Al comprar esta
hacienda -me dijo uno de los amos- no tiene usted por qué temer que los
trabajadores puedan comprar su libertad y abandonarlo. Ellos nunca pueden hacer
eso.
El único hombre del país de quien oí que había permitido a un
esclavo comprar su libertad, fue un arquitecto de Mérida: "Compré un trabajador
en mil pesos", me explicó. "Era un buen hombre y me ayudó mucho en mi oficina.
Cuando consideré que me convenía, le fijé determinado sueldo a la semana y
después de ocho años quedaron saldados los mil pesos y lo dejé ir". Pero nunca
hacen esto en las haciendas... nunca. De este modo supe que el hecho de que
sea por deudas el servicio forzoso, no alivia las penalidades del esclavo, ni
le facilita la manera de manumitirse, ni tampoco afecta las condiciones de su
venta o la sujeción absoluta al amo.
Por otra parte, observé que la única ocasión en que la deuda juega
algún papel efectivo en el destino de los infortunados yucatecos, opera contra
éstos en vez de actuar en su favor; por medio de las deudas, los hacendados de
Yucatán esclavizan a los obreros libres de sus feudos para reemplazar a los
esclavos agotados, desnutridos, maltratados y agonizantes en sus fincas.
¿Cómo se recluta a los esclavos? Don Joaquín Peón me informó que
los esclavos mayas, mueren con más rapidez que nacen, y don Enrique Cámara
Zavala me dijo que dos tercios de los yaquis mueren durante el primer año de su
residencia en la región. De aquí que el problema del reclutamiento me pareciera
muy grave. Desde luego, los yaquis llegaban a razón de 500 por mes; pero yo no
creía que esa inmigración fuera suficiente para compensar las pérdidas de
vidas. Tenía razón al pensar así, me lo confirmaron; pero también me dijeron
que, a pesar de todo, el problema del reclutamiento no era tan difícil como a
mí me lo parecía.
“Es muy sencillo”, me dijo un hacendado. “Todo lo que se necesita
es lograr que algún obrero libre se endeude con usted, y ahí lo tiene. Nosotros
siempre conseguimos nuevos trabajadores en esa forma”. No importa el monto del
adeudo; lo principal es que éste exista, y la pequeña operación se realiza por
medio de personas que combinan las funciones de prestamistas y negreros.
Algunos de ellos tienen oficinas en Mérida y logran que los trabajadores
libres, los empleados y las clases más pobres de la población contraigan deudas
con ellos, del mismo modo que los tiburones agiotistas de los Estados Unidos
convierten en deudores suyos a dependientes, mecánicos y oficinistas,
aprovechándose de sus necesidades, y haciéndoles caer en la tentación de pedir
prestado. Si estos dependientes, mecánicos y oficinistas norteamericanos
residieran en Yucatán, en vez de verse tan sólo perseguidos por uno de esos
tiburones, serían vendidos como esclavos por tiempo indefinido, ellos y sus
hijos, y los hijos de sus hijos, hasta la tercera o cuarta generación, o más
allá, hasta que llegara el tiempo en que algún cambio político pusiera fin a
todas las condiciones de esclavitud existentes en México.
Estos prestamistas y corredores de esclavos de Mérida no colocan
letreros en sus oficinas, ni anuncian a todo el mundo que tienen esclavos en
venta. Llevan a cabo su negocio en silencio, como gente que se encuentra más o
menos segura en su ocupación, pero que no desea poner en peligro su negocio con
demasiada publicidad -como sucedería en las casas de juego protegidas por la
policía en alguna ciudad norteamericana. Los propios reyes del henequén me
indicaron, casi siempre con mucha reserva, la existencia de estos tiburones
negreros; pero otros viejos residentes de Yucatán me explicaron los métodos en
detalle. Tuve la intención de visitar a uno de estos intermediarios y hablar
con él acerca de la compra de un lote de esclavos; pero me aconsejaron que no
lo hiciera, pues él no hablaría con un extranjero mientras éste no se hubiera
establecido en la ciudad y probado en diversas formas su buena fe. Estos
hombres compran y venden esclavos, lo mismo que los hacendados. Unos y otros me
ofrecieron esclavos en lotes de más de uno, diciendo que podía comprar hombres
o mujeres, muchachos o muchachas o un millar, de cualquier especie, para hacer
con ellos lo que quisiera; y que la policía me protegería y me apoyaría para
mantener la posesión de ésos mis semejantes.
A los esclavos no sólo se les emplea en las plantaciones de
henequén, sino también en la ciudad, como sirvientes personales, como obreros,
como criados en el hogar o como prostitutas. No sé cuántas personas en esta
condición hay en la ciudad de Mérida, aunque oí muchos relatos respecto al
poder absoluto que se ejerce sobre ellos. Desde luego, su cantidad alcanza
varios millares. Así, pues, el sistema de deudas en Yucatán no sólo no alivia
la situación del esclavo, sino que la hace más dura. Aumenta su rigor, porque
además de que no le ayuda a salir del pozo, sus tentáculos atrapan también al
hermano. La parte del pueblo de Yucatán que ha nacido libre no posee el derecho
inalienable de su libertad. Son libres sólo a condición de llegar a ser
prósperos, pero si una familia, no importa lo virtuosa, lo digna o lo cultivada
que sea, cae en el infortunio de que sus padres contraigan una deuda y no
puedan pagarla, toda ella está expuesta a pasar al dominio de un henequenero.
Por medio de las deudas, los esclavos que mueren son reemplazados por los
infortunados asalariados de las ciudades.
¿Por qué los reyes del henequén llaman a este su sistema servicio
forzoso por deudas, en vez de llamarlo por su verdadero nombre? Probablemente
por dos razones: porque el sistema es una derivación de otros menos rígidos que
era un verdadero servicio por deudas; y por el prejuicio contra la palabra
esclavitud, tanto entre los mexicanos como entre los extranjeros. El servicio
por deudas, en forma más moderna que en Yucatán, existe en todo México y se
llama peonaje. Bajo este sistema, las autoridades policíacas de todas partes
reconocen el derecho de un propietario para apoderarse corporalmente de un
trabajador que esté en deuda con él, y obligarlo a trabajar hasta que salde la
deuda.
Naturalmente, una vez que el patrón puede obligar al obrero a
trabajar, también puede imponerle las condiciones del trabajo, lo cual
significa que éstas sean tales que nunca permitirán al deudor liberarse de su
deuda. Tal es el peonaje como existe por todo México. En último análisis, es
esclavitud; pero los patrones controlan la policía, y la pretendida distinción
se mantiene de todos modos.
La esclavitud es el peonaje llevado a su último extremo, y la
razón de que así exista en Yucatán reside en que, mientras en algunas otras
zonas de México una parte de los intereses dominantes se opone al peonaje y, en
consecuencia, ejerce cierta influencia que en la práctica lo modifica, en
Yucatán todos los interesados que dominan la situación se dedican a la
explotación del henequén, y cuanto más barato es el obrero, mayores son las
utilidades para todos. Así, el peón se convierte en un esclavo. Los reyes del
henequén tratan de disculpar su sistema de esclavitud denominándolo servicio
forzoso por deudas. La esclavitud es contraria a la ley -dicen-. Está contra la
Constitución. Cuando algo es abolido por la Constitución, puede practicarse con
menos tropiezos si se le da otro nombre; pero el hecho es que el servicio por
deudas es tan inconstitucional en México como la esclavitud. La pretensión de
los reyes del henequén de mantenerse dentro de la ley carece de fundamento. La
comparación de los siguientes dos artículos de la Constitución mexicana prueba
que los dos sistemas se consideran iguales:
Éstos nunca reciben dinero; se encuentran medio muertos de hambre;
trabajan casi hasta morir; son azotados. Un porcentaje de ellos es encerrado
todas las noches en una casa que parece prisión. Si se enferman, tienen que
seguir trabajando, y si la enfermedad les impide trabajar, rara vez les
permiten utilizar los servicios de un médico. Las mujeres son obligadas a
casarse con hombres de la misma finca, y algunas veces, con ciertos individuos
que no son de su agrado. No hay escuelas para los niños.
En realidad, toda la vida de esta gente está sujeta al capricho de
un amo, y si éste quiere matarlos, puede hacerlo impunemente. Oí muchos relatos
de esclavos que habían sido muertos a golpes; pero nunca supe de un caso en que
el matador hubiera sido castigado, ni siquiera detenido. La policía, los
agentes del ministerio público y los jueces saben exactamente lo que se espera
de ellos, pues son nombrados en sus puestos por los mismos propietarios. Los
jefes políticos que rigen los distritos equivalentes a los condados
norteamericanos -tan zares en sus distritos como Díaz es el zar en todo
México-, son invariablemente hacendados henequeneros o empleados de éstos.
La primera noticia que tuve del castigo corporal a los esclavos,
me la dio uno de los miembros de la Cámara, una persona grande, majestuosa, con
aspecto de cantante de ópera, y con un diamante que deslumbraba como un sol
colgado en la dura pechera de su camisa. Me contó un relato, y mientras lo
contaba, se reía. Yo también reí, pero de distinta manera, sin dejar de
comprender que el relato estaba hecho a la medida para extranjeros:
“¡Ah!, sí, tenemos que castigarlos”, me dijo el gordo rey del
henequén. “Hasta nos vemos obligados a golpear a nuestros sirvientes domésticos
en la ciudad. Es así su naturaleza, lo piden. Un amigo mío, un hombre muy
afable, tenía una sirvienta que siempre estaba con el deseo de ir a servir a
otra persona; por fin, mi amigo vendió a la mujer y algunos meses más tarde la
encontró en la calle y le preguntó si estaba contenta con su nuevo amo. Mucho,
respondió ella, mucho. Es un hombre muy rudo y me pega casi todos los días”.
La filosofía del castigo corporal, me la explicó muy claramente
don Felipe G. Cantón, secretario de la Cámara. “Es necesario pegarles; sí, muy
necesario”, me dijo con una sonrisa, “porque no hay otro modo de obligarles a
hacer lo que uno quiere. ¿Qué otro medio hay para imponer la disciplina en las
fincas? Si no los golpeáramos, no harían nada”.
No pude contestarle. No se me ocurrió ninguna razón que oponer a
la lógica de don Felipe; pues, ¿qué puede hacerse con un esclavo para obligarle
a trabajar sino pegarle? El jornalero tiene el temor a la desocupación o a la
reducción del salario, amenaza que es mantenida sobre su cabeza para tenerlo a
raya; pero el esclavo vería con gusto el despido, y reducir su alimentación no
es posible porque se le mataría. Por lo menos tal es el caso en Yucatán.
Una de las primeras escenas que presenciamos en una finca
henequenera fue la de un esclavo a quien azotaban: una paliza formal ante todos
los peones reunidos después de pasar lista en la mañana temprano. El esclavo
fue sujetado a las espaldas de un enorme chino y se le dieron 15 azotes en la
espalda desnuda con una reata gruesa y húmeda, con tanta fuerza que la sangre
corría por la piel de la víctima. Este modo de azotar es muy antiguo en Yucatán
y es costumbre en todas las plantaciones aplicarlo a los jóvenes y también a
los adultos, excepto los hombres más corpulentos.
A las mujeres se les obliga a arrodillarse para azotarlas, y lo
mismo suele hacerse con hombres de gran peso. Se golpea tanto a hombres como a
mujeres, bien sea en los campos o al pasar lista en las mañanas. Cada capataz
lleva un pesado bastón con el que pica, hostiga y golpea a su antojo a los
esclavos. No recuerdo haber visitado un solo henequenal en que no haya visto
esta práctica de picar, hostigar y golpear continuamente a la gente.
No vi en Yucatán otros castigos peores que los azotes; pero supe de ellos. Me contaron de hombres a quienes se había colgado de los dedos de las manos o de los pies para azotarlos; de otros a quienes se les encerraba en antros oscuros como mazmorras, o se hacía que les cayeran gotas de agua en la palma de la mano hasta que gritaban. El castigo a las mujeres, en casos extremos, consistía en ofender su pudor. Conocí las oscuras mazmorras y en todas partes vi las cárceles dormitorios, los guardias armados y los vigilantes nocturnos que patrullaban los alrededores de la finca mientras los esclavos dormían.
En nuestros días, aquellas haciendas donde se esclavizaron a los mayas y se cometieron tantas atrocidades son celebradas como reliquias de un pasado más próspero y convertidas en restaurantes, hoteles o de lujo o sitios para que la alta sociedad realice bodas y fiestas similares. Hasta existe ese "monumento a las haciendas", que, queriéndolo o no, envía al resto de la sociedad el mensaje de que la casta gobernante sigue siendo la misma.
Continúa en la próxima entrada con otra viñeta del Porfiriato.
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