Hola, personas. Ésta es la segunda de dos viñetas para tener un
panorama básico de los aspectos más oscuros del Porfiriato. En la entrada anterior les compartí un fragmento de México bárbaro, el reportaje del
periodista estadounidense John Kenneth Turner, quien visitó varios lugares de
México y conoció de primera mano las brutales condiciones de explotación y
marginación en las que vivía la mayoría de sus habitantes.
En esta ocasión les traigo algo diferente, no ya un testimonio, sino
una pieza de ficción literaria, basada, eso sí, en los testimonios e historias
de quienes vivieron los acontecimientos. Se trata de un fragmento de La
región más transparente, una de las novelas más aclamadas del que fuera el
narrador mexicano más importante de la segunda mitad del siglo XX: Carlos
Fuentes.
La historia de México, en especial la Revolución y la etapa que le
siguió, es uno de los temas centrales en la obra de Fuentes y algo que él conocía
profundamente. En esta ocasión nos narra la historia de la huelga de Río Blanco,
que tuvo lugar a finales de 1906 y principios de 1907. La fábrica textil de Río
Blanco, Veracruz, era la más grande del país en su momento, una empresa
millonaria. Sin embargo, los trabajadores y sus familias vivían en la miseria y
trabajaban en condiciones inhumanas: las jornadas laborales eran de hasta 13
horas, los salarios no pasaban de los 75 centavos diarios, los empleados sólo
tenían permitido comprar sus víveres a precios inflados en la tienda de raya, y
los químicos usados en el procesamiento de los textiles hacían que los obreros enfermaran
y murieran jóvenes.
Así, los trabajadores se fueron a huelga para exigir mejores condiciones.
Los empresarios no cedieron y el gobierno de Díaz se puso de su parte. Así que
los obreros pasaron a la insurrección, la cual fue reprimida brutalmente por el
ejército, ocasionando la muerte de por lo menos entre 50 y 70 personas,
incluyendo hombres, mujeres y niños.
Conocer los datos de un suceso histórico (cuándo y dónde pasó,
cuántas personas murieron, etcétera) puede ser impactante, pero no tanto como puede
llegar a serlo leer una narración literaria de la pluma de un gran autor. La ficción
histórica nos permite involucrarnos con los hechos, llegar a sentirlos más allá
de la simple información. La obra de Fuentes es ideal para esto.
Bien, pongamos un poco de contexto para el siguiente fragmento. Ixca
Cienfuegos, un periodista, está entrevistando a Federico Robles. Ambos son
personajes ficticios, pero lo que narran es la pura realidad. Robles peleó en
su juventud en la Revolución Mexicana y, como a otros hombres de orígenes modestos,
la gesta armada le permitió ascender en las filas del ejército y en la escala social, como nunca habría podido soñar en tiempos del Porfiriato. Así,
a mediados del siglo XX se había convertido, como tantos de su generación, en parte
de la élite del régimen del PRI, el partido único que gobernó el país en las
siete décadas que siguieron a la Revolución.
El revolucionario convertido en banquero representa en su persona
la forma en la que la Revolución se corrompió; inició como la revuelta popular
contra la dictadura y se consolidó ella misma como una “dictablanda” en la forma
del régimen priista, sobre las tumbas de los líderes más radicales, muertos en
luchas fratricidas durante o poco después de la contienda misma. Esta
metamorfosis decadente queda manifiesta en el mismo Robles, el viejo caudillo
rebelde que termina justificando las atrocidades del régimen porfirista.
En este pasaje, Robles recuerda lo que su primo Froilán le había
contado en su juventud sobre la huelga de Río Blanco. Fuentes gustaba mucho de
experimentar con voces y tiempos narrativos, por lo que aquí veremos
intercalados párrafos del diálogo entre Robles y Cienfuegos (en redondas) con los
recuerdos del viejo banquero (en cursivas). Espero que no se considere muy
sacrílego de mi parte haber dividido un extenso párrafo original de Fuentes en
varios menores para hacer más fácil la lectura en línea, en especial teniendo
en cuenta que la mayoría lee desde dispositivos móviles.
LA REGIÓN MÁS TRANSPARENTE
—Me pide usted que hable de alguien
muy distinto, Cienfuegos —dijo Federico Robles, de pie frente al ventanal
azulado de su oficina. Se veía las manos, después levantaba la vista y trataba
de reflejar en el vidrio otra imagen, dibujada sobre un aire ligero y frío. —Ya
no me acuerdo que vine de allí
un riachuelo
manso y junto a él un jacal, bosques muy delgados, algunas milpas; venía un
hermano tras otro, de manera que tenerlos ya no era cosa de alegría o de pena;
y la madre sabía recuperar tan pronto esas formas concisas, que apenas están
allí, de la raza purépecha; imágenes que ya no son verdaderas, solo
pintorescas: el padre que llega a comer y a acostarse y a enjuagarse el sol de
la cara: viejo con la tierra momificada en la cara, de ojos terribles y manos
dulces, que todo lo hubiera querido decir siempre sin abrir la boca, porque las
palabras le pesaban y le ardían; como que decir las cosas era venderlas, o
dejarlas escapar de lo importante, lo que no se decía: las imágenes del campo y
la mujer y las horas con ellos, que es cuando salían ardientes y pesadas las
palabras,
«arre mula
cabrona, arre que se acaba el sol
»dios quiere que
seas mía Madalena dormida cada que la luna se asoma y no te deja dormir»
los domingos en
Morelia: dulces y calandrias, y hombres a caballo; iglesias hermosas de atrios
abiertos como saetas entre el verdor del cielo de hojas; todos juntos a colocar
un retablo pintado por el hijo mayor, que ya trabajaba en Morelia como
carpintero, al altar del santo predilecto
«que el niño
salga con bien
»que me regalen a
la Torcaza recién nacida
»que salgan bien
las mazorcas
»que estemos
siempre juntos
»—Se siente uno a
gusto, señor padre, trabajando libre aquí, en la carpintería» y otra vez al
jacal cercado de milpas, el olor de tallos podridos y hojas quemadas y cerdos
flacos
—Hay que olvidar todo aquello. Subimos
muy de prisa como para pensar que somos los mismos que hace apenas medio siglo
trabajábamos bajo las órdenes de hacendados. Tenemos ahora tanto por hacer.
Abrir fuentes de trabajo. Hacer la grandeza del país. Aquello se murió para
siempre. decían que los amos eran buenos; que exigían lo suyo pero que
permitían cultivar la parcela en libertad, y que no tenían tienda de raya
—Don Ignacio de Ovando era el dueño de
aquellas tierras. Pasaba muy pocas veces por allí. Su nombre y su figura eran
casi legendarios. Ahora recuerdo la figura de mi padre, la recuerdo como si
desde el principio del mundo hubiera estado allí. Recuerdo que cuando terminaba
la faena siempre hundía un pie en el surco negro para que al día siguiente el sol
secara el lodo sobre los huaraches. Los sábados todos se reunían a contarse sus
cosas, y entonces mi padre también recordaba cómo era la situación antes.
«—Todavía en
tiempos de Serafín mi abuelo esta tierra daba de comer a todos. Después
vinieron las leyes esas y es cuando el señor don Ignacio empezó a comprar todas
las parcelas. Después los soldados extranjeros acabaron con muchos de nosotros.
Yo me quedé cultivando. Todavía andaba creyendo que era para dar de comer a
todos, como antes. Pero después de la guerra nos mandó el gobierno esas nuevas
leyes, y entonces sí nos tragó don Ignacio. Pero no hay que quejarse. En otras
partes los hacen comprar todo en el lugar. Aquí por poco y vas a Morelia y
gastas como te gusta»
—Sí, yo creo que estaba satisfecho. El
indio nunca hubiera hecho por sí solo la revolución. Por aquel entonces llegó
por allá mi primo grande Froilán Reyero, al que se habían llevado desde niño a
México. Yo lo recuerdo mojándose unos bigotazos lacios en la jícara mientras me
acariciaba la cabeza, y contando que en Morelos había sabido que el joven
Pedro, el hijo de don Ignacio, hacía tropelía y media en el ingenio. El joven
Pedro iba a venir en lugar de su padre cuando el viejo se muriera.
«—Allá en Morelos
organiza unos paseos a caballo con sus amigos y salen todos a lazar a las
mujeres de los campesinos. ¡Vieran el chilladero que se arma! Ya nadie quiere
salir de sus casas. Pero como a fuerzas hay que ir por agua o a lavar al rio,
pues entonces se aprovechan, se las lazan y después las regresan»
-Froilán hablaba también de otras
cosas que había sabido en sus viajes. Del Valle Nacional, de donde nadie salía
con vida, y de los huelguistas de Cananea. Y también había estado en Río
Blanco.
«—Igual que allá
se organizaron las gentes, hay que hacerlo aquí con los campesinos. Ahora el
señor Madero anda de campaña, y las gentes dicen que se va a acabar con él toda
la desgracia»
—Recuerdo que mi padre nada más
fruncía las cejas, atizaba el fuego y le decía a Froilán que los dejara en paz,
que las cosas se arreglan solas.
«—En Morelos ya
andan reuniendo gente los Zapata. Yo estuve en lo de Río Blanco y me di cuenta
de que ya se pasaron de la raya. Mi amigo Gervasio Pola anda en México buscando
fondos para Zapata, y ya nadie va a aguantar más si Don Porfirio no respeta las
elecciones»
Federico Robles tomó asiento en el
sofá de cuero y esbozó una sonrisa: —«Dense la paz», decía con su voz pareja mi
padre, mientras Froilán recordaba los incidentes de la huelga de Río Blanco.
«—Yo conocía por
allá a un compadre que se le murió el niño y por eso fue a Río Blanco. Allá la
fábrica y las casas están en lo bajo, pero luego empieza el monte y la selva,
que es como una empalizada para que todos se sientan bien cercados. Se sentía
mucha tristeza, que venía de la sierra y llenaba de polvo el centro de la
calzada entre la fábrica con sus balconcitos y atrás la tienda de raya. Pues ahi
tienen que el hijito de mi compadre se había muerto porque a los once años lo habían
metido a trabajar a las entintadoras, y el pobre no duró ni un año, metido ahí
tragando tanta pelusa. Ahi me lo encontré metido en una caja, con su camisa
blanca y sin calzones, todo chupado el inocente.
Y no era la
primera ocasión. La de viejos que se murieron por lo mismo, y que llegaron a
viejos de puro milagro. Porque los obreros tienen hijos a cada rato, y quién va
a decir si les viven o no, cuando ganan cincuenta cobres diarios y en seguida
hay que meter a trabajar a los niños que solo les pagan veinte. Échese sus
cuentas, Albano, y piense que ahi tienen que pagar dos pesos a la semana por
las casas. Y como el pago se hace con vales para la tienda, pues solo porque
Dios es grande no se han muerto todos de hambre y de puritita mugre. Pero la mayoría
nomás se seca, después de trabajar trece horas todos los días, nomás se secan
como un montón de raíces al sol. Yo los veía llegar, sin poder hablar como si
les hubieran cosido la boca, y caer rendidos al suelo. Ya estaban tan cansados
que ni de comer pedían.
Pero le estaba
contando, que ahi estaba el niño tendido y mi compadre ya no aguantó y salió
dando de gritos con el cadáver del niño arrastrado de los pies hasta que todos
los jefes se asomaron a los balconcitos esos entre asustados y haciendo burla y
yo creo que mi compadre no pudo aguantar ni que tuvieran miedo ni que se
burlaran y les aventó el cadáver a las caras mientras todos cerraban las
ventanas. Pero ya para entonces se estaba organizando el Círculo de Obreros y
Gervasio Pola, que es de letras, llegó a decirles a todos que se aguantaran un
rato y se organizaran.
Por eso, cuando
vino la huelga textil en Puebla, los de Río Blanco hicieron a duras penas una
colecta y se la mandaron a los de Puebla. La empresa se enteró y mandó cerrar
la fábrica. Entonces vino la huelga y todos sabían que iban a cerrar la tienda
y no iba a haber qué comer. ¡Dos meses anduvieron en el monte, buscando qué
comer! Hubiera usted visto, Albano, cómo sacaron aquellas gentes fuerzas de su
hambre. Todos tenían las manos arañadas de andar buscando entre las espinas una
raíz. Todos andaban con los pescuezos estirados y los ojos pelones. A veces se
ve en las caras de la gente lo que les está pasando allá dentro, y así era
entonces.
Dos meses se
aguantaron, y aunque no hubiera pasado nada después, como pasó, yo ya hubiera
sabido que solo de recordar esas caras nunca dormiría sosegado otra vez hasta
ver libres a esos mexicanos. Porque se comían las uñas, Albano, y hasta se
hubieran cortado los brazos y la lengua para que los otros comieran algo. Si
usted lo hubiera visto, ya sabría a estas horas que no está solo. Y también que
no estar solo es como morirse de pena. Yo tenía pena y rabia, y ya nunca se me
ha de quitar, se lo digo.
Entonces se
dirigieron los huelguistas a Don Porfirio para pedirle que tuviera clemencia y
prometieron cumplir con lo que él dijera. Y Don Porfirio solo dijo que se
aguantaran y volvieran a trabajar igual que antes. Aquellas son gentes de
palabra, y cuando se rindieron solo pidieron que les dieran un poco de maíz y
frijoles para aguantar la primera semana antes del pago. A esos perros no les
damos ni agua, dijeron entonces los capataces. Pero con el hambre se puede
hacer todo, Albano, menos burlarse. Mientras no se burlen del hambre, cada
quien se aguanta, por pura dignidad, hasta la muerte. Entonces los seis mil
trabajadores se metieron a la tienda de raya y sacaron todo lo que había y
luego la incendiaron y también la fábrica. No había rabia en sus caras, ni siquiera
odio. Solo había hambre, algo así como nacer o echarse la bendición antes de
morirse, que ya ni quien lo evite. Que se viene encima sin que nadie lo piense.
Entonces fue
cuando entraron las tropas de Rosalío Martínez, echándose sus descargas una
tras otra, sin parar, mientras todos caían muertos en las calles, sin poder ni
siquiera gritar, sin tener para dónde voltear del ruido y el polvo que
levantaba esa metralla. Pues hasta las casas los seguían y allí los balaceaban,
sin averiguar nada. Y a los que se metieron al monte, allá los fueron a buscar
y a matar sin decir nada. Ya a esas horas nadie abría la boca, ni las tropas ni
los trabajadores. No había más ruido que el de las balas. Todos se murieron en
silencio, pero ya para entonces no sabían qué era mejor. Ya no distinguían
bien. Hubo un batallón de los rurales que no quiso disparar, y luego fue
exterminado por los soldados de Rosalío. Después nomás se vio cómo salían las
plataformas de ferrocarril repletas de cadáveres y a veces nomás de piernas y
cabezas. Los fueron a echar al mar en Veracruz, y a los del Círculo de Obreros
que quedaban en Río Blanco luego luego los ahorcaron allí mismo»
Robles se dirigió a la caja de ébano
que, sobre el escritorio esmaltado, guardaba los habanos:
—Mi primo Froilán murió muy pronto. Lo
mandó fusilar Huerta. A veces me pregunto qué habría sido de él después, una
vez terminada la lucha.
La vista perdida sobre los contornos
pálidos de la Alameda, Ixca Cienfuegos murmuró: —Es lo que nos preguntamos
todos. ¿Qué habrían hecho los llamados «revolucionarios puros» ahora? ¿Qué
harían hoy los Flores Magón, Felipe Ángeles, Aquiles Serdán?
—Quizá serían profesores mal pagados y
un poco atarantados —gruñó Robles mientras daba vueltas en la boca al puro,
como un torniquete aromático. —No es lo mismo darse cuenta de la injusticia que
ponerse a construir, que es la única manera eficaz de acabar con la injusticia.
Yo tuve la suerte de pelear primero y construir después. Aunque quién sabe…
Queremos construir una economía capitalista y al mismo tiempo aplicar una
legislación protectora de la clase obrera. La pura verdad es que para tener
capital hay que pagarlo con vidas, como la de los niños que murieron en las
salas de tinte de Río Blanco, y después hacer leyes del trabajo.
Unos días después de la masacre, Díaz ofreció a los dueños extranjeros de la fábrica un banquete para compensarlos por las molestias y mostrarles su buena voluntad. Y ésa es la época que, todavía hoy, algunos quisieran revivir.
La Revolución Mexicana al fin y al cabo nos dio una de las
constituciones más socialmente avanzadas del mundo, la reforma agraria, leyes
que protegían a los trabajadores, educación y salud pública, movilidad social
que permitió el surgimiento de una clase media. También nos dio un régimen que
se enquistó en el poder durante décadas, que se mantuvo a través de la
corrupción y la violencia, con una oligarquía gobernante cada vez más anquilosada.
Tan necesario era derribar al Porfiriato como lo fue en su momento
derrotar al PRI. Pero, así como priato posrevolucionario no terminó de extirpar
todos los males de tiempos porfiristas, nuestro país está lejos de haberse
deshecho de todos los vicios de la partidocracia priista, y antes bien los
gobiernos actuales, desde el federal hasta los locales, siguen
reproduciéndolos. Será ésa la lucha de estas generaciones.
FIN
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