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Ah,
la Ilustración. La filosofía del siglo XVIII. La Edad de la Razón. El Siglo de
las Luces. En 2020 leí por primera vez La filosofía de la Ilustración
de Ernst Cassirer, pero en ese entonces nos acababan de encerrar en nuestras casas tras
desatarse la pandemia de Covid-19, así que lo medio pasé de noche entre tanto
estrés y sobresaltos. Este 2022 lo volví a leer, lo disfruté mejor que antes y,
si la cuarentena y el virus no arruinaron mis capacidades cognitivas, parece
que hasta lo entendí mejor.
Publicado
originalmente en 1932, este trabajo del eminente filósofo alemán tiene el
crédito de haber reivindicado a la etapa histórica de la filosofía que
conocemos con el nombre de Ilustración. Parece difícil de creer, pero en
tiempos de Cassirer la Ilustración no tenía muchos amigos entre la
filosofía académica europea. A lo largo del siglo XIX había tenido la mala fama
de haber diluido los pilares culturales del Antiguo Régimen y con ello traído
una época de guerras y caos. En las primeras décadas del siglo XX, la filosofía
de la Ilustración tenía fama de simplista, ingenua y poco original.
Hoy
la Ilustración goza de gran prestigio, en especial en esa esquina de los
Internetz que afirma ser su fan, pero que poco la entiende. Los autores afines
a la infame ‘Intellectual Dark Web’ apelan a ella a menudo para sostener su discurso,
reduciéndola a una justificación para un liberalismo anglosajón bastante miope.
La han convertido en una suerte de mito fundacional: la Ilustración nos trajo
la ciencia y la razón por un lado, la libertad y la democracia por el otro,
hasta que llegó el posmodernismo (o el romanticismo o el marxismo, dependiendo
de la discusión) y lo echó todo a perder.
Me
gustaría explayarme al respecto de esto que llamo “la Ilustración chafita”,
pero temo que tendrá que ser tema para otro momento. Hoy hablemos de Cassirer,
quien dedicó grandes esfuerzos intelectuales para volver a colocar a la
Ilustración en un sitio de honor. Su objetivo era demostrar que fue una etapa
rica en innovaciones filosóficas, que tuvo visiones diversas sobre una multitud
de asuntos y que su filosofía fue a su vez amplia y profunda. Hoy, nos
sirve para comprobar que la Ilustración iba mucho más allá de sólo decir
“ciencia, razón, democracia y libertad buenas; superstición, ignorancia, censura
y monarquía malas”.
El
libro no funciona como una introducción a la filosofía del Siglo de las
Luces. No es un repaso ni una exposición de los principales filósofos
ilustrados y lo que dijo cada uno. Para ello es mejor consultar cualquier buen
manual de historia de la filosofía. Cassirer asume que sus lectores ya conocen
los nombres más importantes (Locke, Montesquieu, Hume, Voltaire, Diderot,
Rousseau, Kant, Goethe y muchos más) y que tienen una idea básica de en qué
consistieron sus aportaciones. Lo que hace entonces es repasar los temas más
importantes que la Ilustración abordó: ciencia, epistemología, religión,
historia, política y estética. Uno por uno, analiza qué dijeron las grandes
mentes de la Ilustración al respecto, qué visión común se conformó, qué contradicciones
existieron, qué heredó la Ilustración de la filosofía anterior y cómo hizo
avanzar la discusión sobre estos temas hacia nuevos horizontes.
Algo
que hay que entender del siglo XVIII es que no fue ni una culminación ni un súbito
despertar. Fue parte de un proceso histórico en el desarrollo del
pensamiento occidental. Es imposible comprender la filosofía de la Ilustración
sin entender sus raíces en la obra de Newton, Descartes, Spinoza, Leibniz y
Hobbes, que en el siglo XVII desarrollaron los grandes sistemas del
racionalismo y el empirismo. Y a lo largo de su historia, podemos ver cómo
la Ilustración forma un puente entre aquella etapa y el siglo XIX que la
sucedió. Las semillas del romanticismo y del radicalismo político de
socialistas y anarquistas están ya en el Siglo de las Luces.
Sobre
todo el siglo se proyecta la sombra de dos gigantes: Descartes y Newton.
Sir Isaac, genio culmen de la Revolución Científica que transformó la
cosmovisión de Occidente, había presentado un método para entender el cosmos
como un todo ordenado y sujeto a leyes universales. “Dios dijo ‘hágase la luz’
y entonces fue Newton” diría Alexander Pope.
Newton
tuvo que competir con Descartes (la competencia fue póstuma para ambos, claro) y
su concepción geométrica del universo. El libro explica cómo Descartes
desarrolló la geometría analítica como una forma de liberar a esta rama de las
matemáticas de toda referencia sensorial. Convertidos en ecuaciones, los
triángulos y las curvas pueden ser medidos, descritos y calculados sin
necesidad siquiera de pensar en cómo se ven. El avance de la ciencia requirió
que el método empírico sustituyera poco a poco al matemático.
El
método de las matemáticas y la lógica consiste en partir de principios
universales certeros (la distancia más corta entre dos puntos es la línea
recta, el todo es igual a la suma de las partes, la conclusión no puede tener
más extensión que las premisas, etc.), y después ir aplicándolos a los casos
concretos para obtener conocimiento del mundo. Esto se hizo así desde Platón
hasta Descartes. Había confianza en que ésta era la forma de adquirir
conocimiento certero, pues ¿qué podía ser más seguro que las matemáticas?
El
método de las ciencias empíricas, llevado hasta sus más altas glorias
por Newton, era completamente opuesto: se basaba en la observación metódica y
la medición de cada hecho individual para después de ahí pasar a las
conclusiones generales. Esto significaba un giro monumental en nuestra
concepción de las ciencias. Pero el método científico no estaba ya
perfectamente elaborado y listo: la filosofía de la Ilustración se dedicó a
tratar de comprender los alcances y significados de la Revolución Científica y
a continuar desarrollando el método, lo que culminaría con la
sistematización hecha por Kant a finales del siglo XVIII.
El
siglo XVII había fundado grandes sistemas filosóficos, de los cuales el
más importante era el cartesiano. Pero la Ilustración fue hostil al “espíritu
de sistema”, a ese afán por casarse intelectualmente con un solo sistema que
pretendiera tener todas las respuestas a todos los asuntos del pensamiento y la
realidad. Así pues, el Siglo de las Luces se dedicó a demoler sistemas, lo
que permitió la aparición de otros nuevos en la era decimonónica. Ahora bien,
la vigésima centuria también fue de la demolición de grandes sistemas; ¿le
tocará a la nuestra presenciar la aparición de otros nuevos? Ya veremos…
Llamamos
a ésta la Edad de la Razón, pero el concepto de tal se transformó
radicalmente desde el siglo anterior, donde Descartes y Leibniz la concebían
como la facultad de entender el mundo tal cual es, de acceder a la
realidad tal cual Dios la contempla. En cambio, el pensamiento ilustrado, transformado
por el empirismo británico, nos dejó una concepción más pragmática y modesta,
como una herramienta humana más que un poder divino. Y dicha herramienta
tiene límites, como reveló David Hume: la razón siempre será esclava de las
pasiones, pues puede decirnos cómo obtener lo que deseamos, pero no puede
determinar qué es lo que deseamos. Y tampoco puede justificarse a sí misma sin
caer en un argumento circular.
La
Ilustración nos dio a algunos ateos, pero la mayoría de sus pensadores no lo
eran. Muchos trataron de construir una concepción de Dios acorde a las
exigencias de su razón. Fue así que nació el deísmo, la creencia de que
había un Creador del universo que había dotado a la naturaleza de sus leyes y a
los seres humanos de sus facultades intelectuales y morales, pero que después
había retrocedido y desde entonces ya no intervenía en los asuntos terrenales. Hume,
el gran escéptico de la era ilustrada, se rio de estos intentos. Tan necias
le parecían estas racionalizaciones como las de los teólogos escolásticos que
se esforzaban por demostrar la existencia de Dios y la validez del dogma
cristiano. Al fin y al cabo, la creencia no se funda en ninguna razón o
argumento, y a la señora que reza en la iglesia cada domingo le tienen sin
cuidado tanto San Agustín como Spinoza.
La
dicotomía entre determinismo y libertad fue uno de los temas que con más
pasión abordaron los filósofos ilustrados. Voltaire decía que la libertad
consiste en desear algo y poder hacerlo. Pero el determinismo planteaba un
problema: si todo tiene una causa (el principio de razón suficiente),
entonces nuestros deseos también tienen causas ajenas a nosotros. Lo que
deseamos está determinado por una multitud de factores que no podemos
controlar, desde nuestras experiencias y educación, hasta la cultura en la que
crecimos y la anatomía de nuestros cerebros. ¿Cómo podemos hablar de libertad,
si ni siquiera podemos ser libres en nuestros deseos? Voltaire resuelve la
cuestión con la sensatez que lo caracteriza: no importan las cuestiones
metafísicas, no importa si no podemos elegir qué deseamos; debemos
poder actuar como deseamos. En eso consiste la libertad política.
Los
filósofos de la Ilustración conquistaron el mundo histórico. La historia solía
ser una relación de guerras y reyes hasta que Voltaire se decidió a escribir
una “historia de los modales”, creando lo que hoy conocemos como historia
cultural, enfocada en las ideas, los valores y las costumbres de las
sociedades. Fueron los ilustrados quienes cultivaron la idea de la historia
como un progreso y en sus investigaciones se esforzaron en añadir pruebas a
esa narrativa. Entonces llegó Rousseau, examinó críticamente esta idea y la
puso en entredicho.
Jean-Jacques
Rousseau es uno de los filósofos
menos comprendidos por la crítica anglosajona. Él no trataba de adivinar cómo
era el “estado de naturaleza” del cual emergió la civilización, no pretendía
hacer antropología, sino un experimento mental. No promulgaba el retorno a la
naturaleza, el cual creía imposible. Solamente cuestionaba la certeza de que
cada paso que la sociedad occidental había tomado hasta entonces la había
llevado y la seguía llevando por el camino del progreso. Creía que había
sido la inercia, la presión de las necesidades y el poder de las emociones y
las pasiones lo que había llevado a la humanidad a improvisar ciegamente a cada
paso el desarrollo de la sociedad injusta y desigual en la que vivimos; no
fueron la razón, la fuerza moral ni la voluntad. Reclamaba, en cambio, la
necesidad de reformar la sociedad de forma que el progreso favoreciera el
bien común. Con su idea del contrato social, Rousseau pretendía que
los seres humanos tomaran el control de su destino y que, ahora sí, usaran
su razón para construir un orden social libre y justo. Lejos de un
antecedente del totalitarismo, como lo presenta Bertrand Russell, el filósofo suizo aparece como un precursor del
socialismo y el anarquismo.
Quizá
la única parte que no me encantó del libro es el capítulo sobre la estética,
que para colmo es el más largo. No sé por qué, quizá porque no sé mucho del
tema ni me he interesado en aprender de él. Eso sí, dentro de todo me llamó la
atención cómo, inspirados por las hazañas de Newton, los filósofos trataron
de encontrar leyes universales para el arte, lo que dio frutos en el
clasicismo francés. Pero esta pretensión no tardó en ser cuestionada y poco a
poco el afán se dejó de lado para adoptar una estética de las pasiones libres
de la razón. El Romanticismo estaba a la vuelta de la esquina.
El
moderno prefacio de la edición que yo leí hace énfasis en la necesidad de
rescatar los valores de la Ilustración ante la barbarie que suponía el
fascismo. Al año siguiente de su publicación, en 1933, Hitler llegaría
al poder en la Alemania de Cassirer; Europa estaba a punto de sumergirse en
un abismo de oscuridad. Sin embargo, aunque es cierto que el fascismo fue
profundamente anti-Ilustración, no se ve que Cassirer esté teniendo una
conversación con los tiempos que corrían, menos aún que entre sus propósitos
esté ofrecer un arma intelectual contra las fuerzas del oscurantismo.
Me
parece más bien que las grandes enseñanzas de La filosofía de la
Ilustración son aplicables para nuestros tiempos tanto como para
cualquier otro. Los fans de la “ilustración chafita” tienden a defenderla como
si ésta hubiera sido el momento histórico en el que se definió todo lo que es
correcto y lo que no, en el que se zanjaron todos los problemas filosóficos de
la humanidad, o que por lo menos se marcó el camino para resolverlos. En
adelante sólo habría que extender los valores de la Ilustración, reducidos a
ciencia y razón, pero sin autocrítica, y a democracia y libertad, pero sin
revolución, y desarrollarlos allá donde han llegado todavía, donde el
subdesarrollo y la ignorancia se les resiste, o donde el posmodernismo los
trata de echar para atrás.
Pero
este concebir a la Ilustración como algo ya hecho, terminado y fijo, traiciona
al dinamismo, combatividad y polifonía del espíritu ilustrado. Más
importante que las respuestas, la Ilustración contagia un afán por cuestionar y
someter a una crítica rigurosa aquello que nos es presentado como eterno,
natural e inmutable. Desde Locke revelando que la educación y la cultura son
las que moldean a los hombres, pasando por Montesquieu apuntando que las
sociedades son influidas por factores ajenos a la voluntad humana, y por Hume
señalando las contradicciones de la razón misma, y hasta Rousseau cuestionando
la concepción lineal del progreso, la historia de la filosofía ilustrada
exhorta a aplicar ese implacable espíritu crítico a las creencias, valores,
instituciones y sistemas que nos han sido heredados. Nos obliga a ver que,
así como el derecho divino de los reyes, la omnipotencia de la razón o la
universalidad de los valores estéticos fueron certezas retadas y demolidas por
los pensadores de aquel luminoso siglo, nos toca hacer lo propio con las
realidades en que vivimos.
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