¡Saludos, santos y pecadores!
Estamos aquí una vez más para hablar de libros, porque éste es un blog friki,
pero también es un blog cultoso, y la verdad es que, entre tanto consumismo
masivo, a los frikis nos vendría bien de vez en cuando apartarnos de las
franquicias multimedia y regresar la mirada a los clásicos, a la lectura atenta
de aquellas obras maestras de la narrativa en las que podemos encontrar las
raíces de todo lo que vino después. En este caso, hablamos de literatura gótica
y una de las narraciones más influyentes en la cultura popular más allá del
medio que la vio nacer: Nuestra Señora de París, también conocida
como El jorobado de Notre-Dame del autor francés Víctor Hugo.
Si ustedes crecieron en los 90
probablemente conocen esta historia sobre todo por la adaptación de Disney,
un clásico tan irregular como sorprendente. También me sorprendió el hecho de
que esa película animada tiene más en común con la novela de lo que yo me
imaginaba. Pero no quiero hacer una comparación entre novela y película, que
eso ya lo hizo Lindsay
Ellis en este estupendo videoensayo. Aunque la verdad luego me quedé dudando
de si en verdad ella leyó la novela o sólo el resumen de Wikipedia. Escuchando
lo que dice Lindsay, uno llega a pensar que a Víctor Hugo nomás le interesaba
preservar la arquitectura gótica y que la justicia social no le importaba en lo
absoluto. Y no es así: tanto en Los Miserables como aquí, una de las
preocupaciones centrales del autor es la forma en la que la arbitrariedad del
poder destruye la vida de los individuos, especialmente de los más vulnerables
en la sociedad. Pero no nos adelantemos.
La narración se ambienta en el
año 1482. Es una época liminal, pues la Edad Media ya estaba muriendo,
pero el Renacimiento no había terminado de emerger. Había caído Constantinopla,
las armas de fuego y la imprenta poco a poco ganaban terreno, pero todavía
ningún europeo sabía de la existencia de América. El rey era Luis XI, bajo cuyo
reinado Francia inició la transición del feudalismo a la monarquía
absolutista y, por ende, el estado-nación moderno. Unos emisarios de
Flandes, diplomáticos de origen burgués, contrastan en su figura y modales con
la aristocracia feudal francesa, y anuncian el mundo por venir; en efecto, los
Países Bajos son la cuna de la democracia burguesa moderna (incluso más que
Inglaterra). Uno de ellos le habla al rey francés de las revueltas del pueblo
flamenco contra los nobles y de su implacable fe en la libertad (que siglos
después sería la pesadilla de España), y le profetiza que llegará el día en que
lo mismo reclame el pueblo de Francia.
Una de las cosas que más me
sorprendió de este libro fue la evolución de su tono. Empieza cómico, incluso
picaresco. Arturo Souto, prologuista de la edición de Porrúa que leí, señala
las obvias influencias de la picaresca española en la obra de Víctor Hugo. En
efecto, la Corte de los Milagros, submundo de hampones y truhanes,
recuerda mucho a las germanías de Cervantes en Rinconete y Cortadillo. De
entre los primeros personajes principales a los que conocemos está Pierre
Gringoire, poetastro venido a menos, cuyos donaires retóricos llenos de
culteranismos siempre contrastan chuscamente con las situaciones desesperadas
en las que se halla. El otro, Jehan Frollo, estudiante bueno para nada
que tiene en mayor estima a la bebida y a las mozas de la vida galante que a
los libros.
No tardan en aparecer nuestros
otros personajes principales: el jorobado campanero Quasimodo, coronado
Papa de los Tontos en la fiesta del pueblo con que inicia la novela. Esmeralda,
la hermosa gitana[1]
adolescente, aparece bailando y haciendo trucos con su cabrita Djali en medio
de la misma algarabía. Claude Frollo, hermano mayor de Jehan, nos es
introducido como una figura siniestra que mira a la gitanilla de forma
desconcertante. La vieja hermana Gudule, cautiva penitente, lanza
maldiciones a los gitanos desde su encierro en el mediosótano de una torre.
Poco más tarde se da el
acontecimiento que pone a cada personaje en camino hacia su destino final.
Mientras Esmeralda discurre por los callejones nocturnos de París, Gringoire la
sigue de lejos, acechándola. Pero es Quaismodo quien la captura primero, siguiendo
órdenes de Frollo. Gringoire intenta intervenir, pero es arrojado de un golpe
del poderoso brazo del jorobado. Por dudosa fortuna, aquí entra nuestro último
personaje principal, Febo de Châteaupers, el capitán de los Arqueros del
Rey, encargado de poner orden en la ciudad y quien rescata a Esmeralda de las
manos de Quasimodo. La chica huye de nuevo por los callejones y Quasimodo es
llevado prisionero. La desventura lleva a Gringoire a encontrarse esa misma
noche ante la Corte de los Milagros, y unirse de muy mal grado a esta sociedad
de malhechores (muy solidarios, eso sí), como “esposo” de Esmeralda.
Bien, hasta aquí todo había sido bastante
pintoresco, incluso chusco. Hasta hay un comentario que me pareció
divertidísimo, de un señor quejándose de “los jóvenes de hoy en día y sus nintendos”,
que claramente Víctor Hugo introduce como mofa de los esa clase de viejos
rancios que existen en toda época y todo lugar:
-Lo repito, amigo mío, y no me cansaré de
repetirlo; el fin del mundo se acerca. Nunca se habían visto semejantes excesos
entre los estudiantes, y las malditas invenciones del siglo son las que tienen
la culpa de todo. Las artillerías, las serpentinas, las bombardas; y sobre todo
la imprenta, esa peste venida de Alemania… Se acabaron los manuscritos, se
acabaron los libros. ¡La imprenta asesina a la librería! El fin del mundo se
acerca.
-Bien lo veo yo en los progresos que hacen
los tejidos de terciopelo -dijo el manguitero.
Me confundía el tono de los
primeros capítulos de la novela, pues a mí me habían prometido una tragedia
gótica. Ya me hallaba a punto de reclamar, “¡¿Camarero, dónde está la
enjundia?!”, pero pronto la cosa se puso muy sórdida.
El juicio de Quasimodo pasa de
ser picaresco a kafkiano. Cae en manos de un magistrado que por la edad ha
quedado casi sordo, pero que finge no estarlo, y quiere pensar que nadie lo
sabe, así que todos a su alrededor lo fingen también. ¡Qué mejor sinécdoque de
un poder incapaz de escuchar la voz de los oprimidos! Bueno, Quasimodo también
es sordo, debido a los años que ha pasado expuesto de cerca al estruendo de las
campanas. Pero ya que el juez tiene todo el poder, y el jorobado no tiene
ninguno, hay entre los dos una asimetría abismal. El juez puede ejercer un
despotismo arbitrario para disimular la sordera, y todos sus subordinados le
seguirán la corriente. Para el campanero, esa discapacidad que le impide
comunicarse, también lo deja incapaz de defenderse a las acusaciones y
ultimadamente lo condena.
Víctor Hugo no parece expresar
mucho optimismo por la humanidad. De un lado nos muestra a una masa
inconsciente, llena de prejuicios y que se deja llevar por pasiones salvajes;
un populacho incoherente y veleidoso que un día se deshace en vítores hacia
Quiasimodo coronado Papa, y al siguiente celebra su tormento público a manos de
los torturadores del rey. Hasta el fatuo Gringoire pasa de parecer sólo
ridículo a comportarse como un pusilánime despreciable en un momento fatal. Del
otro lado, están las figuras de poder: la corona y la iglesia. Ninguna
figura de autoridad sale bien librada; el rey mismo es presentado como un
astuto manipulador, dispuesto a dejar que París se suma en el caos con tal de
acrecentar su poder frente a los señores feudales, o de masacrar a su propio
pueblo si es necesario. Funcionarios déspotas, no menos supersticiosos que el
pueblo llano, pero también movidos por el egoísmo y el cálculo de poder,
someten de forma arbitraria a seres inocentes a sufrir terribles atropellos,
contra los cuales las víctimas no tienen forma alguna de defenderse.
Uno de los momentos más propios de
horror gótico, y que recuerda a El pozo y el péndulo de Poe, describe
el encierro y tortura de Esmeralda por parte de las autoridades que la acusan
de hechicería:
Dante
no ha encontrado nada mejor para su infierno que esos calabozos en forma de
embudos que desembocaban generalmente en un foso con fondo de cuba en donde
Dante colocó a Satanás y donde la sociedad metía a sus condenados a muerte. En
cuanto algún miserable era encerrado allí, decía adiós a la luz, al aire, a la
vida, a ogni speranza. No volvía a salir de allí sino era para ser
quemado o ser colgado. A veces se pudrían allí hasta la muerte. La justicia
humana llamaba a eso olvidar. Entre los hombres y él, el condenado sentía pesar
sobre su cabeza un amontonamiento de piedras y de carceleros; y la prisión
entera, la imponente y maciza fortaleza, no era más que una inmensa y
complicada cerradura que le encadenaba para siempre fuera del mundo de los
vivos.
En
un fondo de cuba así, en las mazmorras excavadas por San Luis, en los
calabozos de la Tournelle, allí habían encerrado a la Esmeralda, condenada
a la horca, por miedo quizás a una evasión. ¡Todo el colosal Palacio de
justicia sobre su cabeza! ¡Pobre mosca que habría sido incapaz de remover la
menor de sus piedras! En realidad, la providencia y la sociedad habían sido
igualmente injustas pues nunca habría sido necesario para someter a una
criatura tan frágil semejante exhibición de desgracias y de tortura.
Allí
estaba ella, perdida en la oscuridad, sepultada, encerrada, emparedada. Si
alguien la hubiera visto en tal estado, habiéndola antes visto reír y bailar al
sol, se habría echado a temblar. Fría como la noche, como la muerte, sin una
ligera brisa entre sus cabellos, sin ningún ruido humano en sus oídos, sin
ningún rayo de luz en sus ojos, partida en dos, cargada de cadenas, acurrucada
junto a una jarra de agua y un poco de pan, echada sobre un montoncito de paja
en un charco de agua formado a sus pies por el rezumar del calabozo, sin
movimiento y apenas sin aliento; casi no podía ni sufrir. Febo, el sol, el
mediodía, el aire libre, las calles de París, sus danzas siempre aplaudidas,
los dulces devaneos con el capitán; luego el clérigo, la alcahueta, el puñal la
sangre, la tortura, el patíbulo, todo esto desfilaba por su cabeza, a veces
como una visión alegre y dorada y otras cual una pesadilla informe. En
cualquier caso, sólo era una lucha terrible y vaga que se perdía en la
oscuridad o una música lejana, allá, en la tierra, pero imposible de oír en
aquella profundidad en la que ella había caído.
Y luego está Frollo mismo,
representante del poder eclesiástico. Claude Frollo es bastante menos
poderoso en esta novela que en la película animada, donde prácticamente
gobierna la ciudad de París sin oposición… Rayos, no pude evitar hacer comparaciones…
Bueno, ya qué, prosigamos… En el libro Frollo es el archidiácono o arcediano
de la catedral de Notre-Dame… ¿Qué es eso? Es una figura eclesiástica que
existió en el catolicismo hasta la Contrarreforma. Los arcedianos trabajaban
para los obispos (que son la máxima autoridad en una diócesis, y tienen su sede
en la catedral), encargándose de distintos asuntos administrativos. Entonces
Frollo posee cierto poder e influencia, pero no es ilimitada, y más bien tiene
que operar en las sombras.
Además, es sumamente impopular
entre los parisienses, quienes rumoran que el arcediano practica la magia
negra, y que Quasimodo es un demonio que él usa para servirle. De hecho, Frollo
parece tener muy poco interés en la fe religiosa, y su verdadera pasión es la magia
hermética. El hermetismo es un conjunto de saberes y prácticas mágicas
precientíficas, que sin embargo fue muy importante para el desarrollo
intelectual de la ciencia moderna. A diferencia de otros sistemas mágicos, más
caóticos, el hermetismo pretendía ser sistemático, daba importancia a las
medidas y cantidades, y procuraba establecer relaciones causales. De hecho, el
hermetismo era considerado una ciencia, y Frollo es caracterizado como un
hombre por completo cerebral.
Es por ello que su pasión por
Esmeralda le resulta tan desconcertante. Con toda su vida dedicada al
intelecto y apartado de los asuntos del mundo, Frollo no sabe cómo manejar la
atracción animal que siente por la gitana. En esto es idéntico a su contraparte
animada: como no sabe qué hacer con estas emociones pecaminosas, culpa a la
mujer por su lujuria, y está decidido a tenerla o destruirla para apagar el
fuego que lo consume. Aunque en el libro no hay una sola escena equivalente a
la famosa Hellfire (uno de los pináculos de todo el cine animado), ésta
representa muy bien las emociones y pensamientos del personaje, y de paso, la
forma en la que los hombres a lo largo de los siglos han satanizado a las
mujeres y las han culpado de sus propios deseos, y de los impulsos violentos
provocados por ellos.
Sin embargo, este Frollo es un
personaje más matizado. Se presenta como un hombre capaz de sentir un amor
paternal auténtico. Tras la muerte de sus padres, es Frollo quien se
encarga, con gran cariño, de cuidar a su hermanito menor Jehan. Y es la pura
compasión la que lo lleva a adoptar a Quasimodo. Claro que esto no quita nada
de lo monstruoso que llega a ser, pero le da un toque trágico a su arco de
personaje.
Si tenemos en cuenta que Nuestra
Señora de París es una de las novelas cumbres del Romanticismo,
esperaríamos encontrarnos amoríos muy melosos e idealizados. Pero no. Al igual
que en Cumbres
Borrascosas (que leí hace unos meses), es precisamente la concepción
romántica del amor lo que destruye a los personajes. Frollo expresa su deseo
carnal por Esmeralda como si fuera un amor poderosísimo, le dice que la ama,
que la adora, que moriría por ella, que sería feliz con dejarlo besar sus pies…
En fin, expresiones amorosas de amantes desesperados típicas del Romanticismo:
“ten piedad de mí, mira cuánto sufro por tu amor”. Pero eso a lo que Frollo
llama “amor” no es sino el deseo de poseerla y, si no puede, destruirla.
Esmeralda, por su parte, también es
víctima del amor que siente por Febo de Châteaupers. Miren, en la novela,
Esmeralda es una adolescente de 16 años, y el narrador se refiere a ella
constantemente cono “la niña”. Se le describe como extraordinariamente bonita,
pero no es para nada la sirena de abierta y orgullosa sensualidad que
vemos en la película de Disney (última comparación, lo juro). Sabe defenderse
en la ruda vida callejera, pero en muchos aspectos es sumamente ingenua e
inocente. Esa inocencia la lleva a creer en las seductoras mentiras de Febo, un
patán ególatra acostumbrado a saltar de cama en cama. En la mente de la
inexperta Esmeralda, ella está viviendo un idilio de amor, un romance como en
los libros, más poderoso que el destino y que la ley. En la realidad, Febo casi
ni siquiera piensa en ella.
El único amor sincero es el que
Quasimodo le profesa a Esmeralda. Este amor nace cuando, siendo él torturado
públicamente, es ella la única que le muestra compasión y le da a beber agua. Si
en un principio el desafortunado campanero tiene por Frollo una mezcla de
terror reverencial y gratitud filial, después Esmeralda se convierte en el
único objeto de su devoción. El amor de Quasimodo es todo lo contrario al deseo
de posesión de Frollo por Esmeralda, y de las irreales fantasías de ella por
Febo. Es un amor que pone en primer lugar el bienestar de la persona amada,
aun a sabiendas de que ella nunca lo corresponderá. El momento en que Quasimodo
rescata a Esmeralda de la horca es uno de los más poderosos; la forma en la que
él la cuida en su refugio es tremendamente conmovedora. Fealdad externa y
belleza interna. Un monstruo con un corazón puro. No es de extrañar que
Quasimodo se haya convertido en el personaje más icónico de esta novela, y un
arquetipo para otras historias de bellas y bestias.
Quasimodo es a menudo comparado
por la narración con los monstruos de piedra que guardan la catedral. La
arquitectura gótica juega un papel importantísimo en la historia; Notre-Dame
misma es una presencia casi viviente que se deja sentir sobre las vidas de
todas las personas. La ciudad de París, en cuanto a espacio físico, con sus
calles, puentes, barrios, palacios y arrabales, determina las vidas y destinos
de las almas que la habitan. Una de las inquietudes de Víctor Hugo era
precisamente llamar la atención sobre el gran tesoro artístico, histórico y
cultural que era la arquitectura gótica, y que en la primera mitad del
siglo XIX estaba abandonada y en deterioro. La catedral de Notre-Dame viene a
ser la máxima expresión de ese legado al que había que rescatar. Lo consiguió,
por cierto; el éxito de la novela inició un furor por restaurar edificios
antiguos y después por crear nuevos en estilo neogótico.
Uno de los pasajes más famosos de
la novela es una larga digresión en la que Hugo expresa su filosofía sobre
la arquitectura gótica. Para él, el arte arquitectónico era la voz de una
civilización, la forma totalizadora en la que un pueblo entero comunicaba toda
su cosmovisión. Su tesis principal es que la imprenta vino a cambiarlo todo,
creando un nuevo medio con su propio lenguaje. Así, la arquitectura entró en un
proceso de decadencia; la del Renacimiento no era original, sino una repetición
de viejos modelos, y desde entonces todo fue lo mismo. Los grandes monumentos
civilizatorios entonces serían los libros.
La arquitectura ha sido hasta el siglo XV el registro principal de la humanidad; en ese intervalo no ha aparecido en todo el mundo el más mínimo pensamiento, por complicado que haya sido, que no se haya hecho piedra en un edificio; toda idea popular, como toda ley religiosa, ha tenido sus monumentos; en fin, que no ha existido pensamiento importante que no haya sido escrito en piedra. ¿Y por qué? Porque cualquier pensamiento, religioso o filosófico tiene interés en perpetuarse, porque cualquier idea que haya sido capaz de conmover a una generación, quiere arrastrar otras ideas y dejar su huella. Ahora bien, ¿no es muy precaria la inmortalidad de un manuscrito? ¿No es mucho más sólido, duradero y resistente un edificio que la expresión de un libro? Basta la simple antorcha de un turco para destruir la palabra escrita, pero para poder demoler la palabra hecha piedra, se precisa de una revolución social, de una revolución terrestre. Los bárbaros han pasado sobre el Coliseo y tal vez el diluvio haya pasado también sobre las pirámides.
En el siglo XV todo cambia. El pensamiento
humano descubre un medio de perpetuarse no sólo más duradero y más resistente
que la arquitectura, sino también más fácil y más sencillo. La arquitectura queda
destronada. A las letras de piedra de Orfeo van a suceder las letras de plomo
de Gutenberg.
Con estas líneas quise hacer una
reseña de la novela sin arruinarles las sorpresas y giros argumentales a los
que Víctor Hugo era tan asiduo. Un empujoncito para animarles a leerla porque
es en verdad una obra extraordinaria. Así que pongan su disco de música gótica
favorita y recorran París entre dos eras, junto a Esmeralda y Quasimodo, desde
la sórdida Corte de los Milagros hasta las alturas majestuosas de las torres de
Notre-Dame.
Agradezco a mis mecenas de Patreon por su apoyo, sin el cual mantener este blog sería más difícil. Tú también puedes ayudarme aseguir creando con una aportación de $1 mensual. Mientras tanto, aquí hay otros textos que pueden ser de tu interés:
- De los godos a las góticas: Una historia cultural
- Cumbres Borrascosas
- Las mejores películas de Disney
- Jugando ajedrez con la muerte
[1] El
término gitano está cayendo en desuso por considerársele ofensivo, y en
su lugar se usa el etnónimo romaní. Sin embargo, en los países de habla
hispana, a diferencia de angloparlantes, las comunidades romaníes todavía
aceptan y hasta reivindican el uso de gitano. Además, es el término
usado en esta novela decimonónica, y estaría raro cambiarlo.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario