Jugando ajedrez con la muerte - Ego Sum Qui Sum

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viernes, 2 de diciembre de 2022

Jugando ajedrez con la muerte

Diarios de la pandemia es una bitácora de la crisis de Covid-19, una crónica de la realidad a través de la ficción. Esta entrada es del 2 de diciembre de 2022.


“Cuando el Cordero abrió el séptimo sello, se hizo silencio en el cielo.

Apocalipsis, 8:1


Escribo a principios de diciembre de 2022, año y medio después de que mi familia y yo nos fuéramos a cuarentena. Después del pico histórico el pasado invierno, la curva ha ido en descenso, y aunque el número de contagios sigue siendo relativamente alto, el de muertes es mucho menor. Estos días hay algo de alarma por nuevas variantes del coronavirus, motejadas ominosamente “perro del infierno” y “pesadilla” por el vulgo. Se cree que estas variantes podrían causar un repunte de contagios este invierno. Sin embargo, el Covid-19 (o la Covid, como dicen los españoles) ha pasado de ser un peligro mortal a un fastidio momentáneo, como la influenza estacional; es justo lo que se predijo que pasaría.

 

En septiembre se dejó de considerar obligatorio el uso de cubrebocas en la vía pública en Mérida, y hace unas semanas dejamos de usarlos en la escuela en la que trabajo, lo que ha contribuido a la sensación de retorno a la normalidad. Yo esperaba que se volviera costumbre usar mascarilla para personas con gripas y resfriados (como es normal en otros países), pero al ver a tanta gente moqueando libremente en las calles y escuelas, creo que todavía nos falta civilidad para eso. Quizá las nuevas cepas nos obligan a embozarnos de nuevo, quién sabe. Quizá ésta sea la normalidad cada temporada.

 

Empecé la serie Diarios de la Pandemia para analizar obras de ficción en busca de enseñanzas, y quizá un poco de consuelo, en nuestros tiempos pandémicos. He vivido la pandemia al mismo tiempo en la vida real y a través de la ficción. Cada obra llegó en un punto diferente del desarrollo de la catástrofe, y por eso se puede leer un cambio de actitud, desde el humor ácido con el que inicié esta serie, hasta el cansancio y la melancolía con que escribo el presente texto. Ahora es tiempo de poner un final, por lo menos en cuanto al futuro previsible se refiere, y creo que no pude haber elegido un mejor título.

 


El séptimo sello es una película del director sueco Ingmar Bergman, estrenada en 1957. Cuenta la historia de un caballero, Antonius Block (Max von Sidow), que regresa a su hogar después de haber luchado durante diez años en las Cruzadas, sólo para encontrar sus tierras devastadas por la Peste Negra. Al volver su tierra, Antonius se encuentra cara a cara con la Muerte (Bengt Ekerot), quien le anuncia que su final ha llegado. Antonius reta a la Muerte a un juego de ajedrez; si el caballero gana, conservará la vida. La Muerte, asidua a los juegos y las apuestas, acepta el reto.

 

La partida entre la Muerte y Antonius se da de forma interrumpida a lo largo de varios días, en los que el caballero y su escudero Jöns se encuentran con diversas escenas y conocen a personajes variopintos. Algunos de ellos se unen a Antonius y forman una heterogénea compañía: los esposos Jof y Mia, y su bebé Mikael, cómicos y malabaristas ambulantes; Plog, el herrero, y su esposa infiel Lisa, y una chica muda a la que Jöns rescata de un bandido. La comitiva marcha hacia el castillo de Antonius, donde él espera encontrar a su amada esposa Karin, para saber si vive después de todos estos años.

 

El séptimo sello es considerada una de las mejores películas de la historia, y no es para menos. En ella encontramos algunas de las escenas más hermosas filmadas en blanco y negro, y algunos de los diálogos más profundamente filosóficos en todo el séptimo arte. Es, sin duda, la mejor película de las que hemos hablado en esta serie. Elegí la obra maestra de Ingmar Bergman no sólo porque nos permite cerrar con broche de oro, sino porque se ambienta durante la peor epidemia de la historia: la Peste Negra.

 


Causada por la bacteria Yesinia pestis, la epidemia de peste azotó Europa y el Mediterráneo entre 1346 y 1353. La peste provino de Asia, y probablemente llegó a Medio Oriente gracias a los conquistadores mongoles. Las ratas y otros roedores portan la peste, y ésta se contagia a los humanos a través de las pulgas. La tasa de mortalidad de la Peste Negra fue tan alta que acabó con un tercio de la población de Europa; fue algo tan atroz que mucha gente pensaba que había llegado el Apocalipsis. La plaga contribuyó a disolver el orden feudal medieval y abrir paso a la Edad Moderna. A qué nueva etapa histórica nos llevará el Covid-19, es algo que queda por ver.

 

Además de la medieval, la bacteria de la peste ha causado grandes epidemias a lo largo de la historia. En el análisis de Diario del año de la peste hablamos de la que azotó Londres en el siglo XVII. La última gran epidemia de esta enfermedad se dio entre 1855 y 1918. Fue el descubrimiento de los antibióticos en el siglo XX lo que logró que la peste y otras enfermedades bacteriológicas dejaran de ser un azote para la humanidad.

 

A diferencia de Yesenia pestis, SARS-CoV-2 es un virus, no una bacteria. Los virus no pueden ser derrotados por antibióticos; de ahí que necesitemos vacunas para combatirlos. Sin embargo, el uso indiscriminado de antibióticos en tiempos modernos (especialmente por la industria cárnica) está produciendo superbacterias resistentes, y los científicos llevan tiempo alertando que esto provocará catástrofes sanitarias en el futuro próximo. Así que sí, hasta la peste misma podría regresar.

 


Aunque la imaginería relacionada con la peste medieval ha estado muy presente desde el inicio de la crisis, nuestra propia pandemia no ha sido tan catastrófica. Nuestra sociedad estaba mucho mejor preparada que la Europa medieval para enfrentar una crisis de este tamaño. Incluso estábamos mejor preparados que hace 100 años, cuando la Gripe Española mató a 20 millones de personas.

 

Eso sí, la ineptitud de algunos gobernantes, los esfuerzos de grupos negacionistas y antivacunas, y la desigualdad socioeconómica de nuestros tiempos seguramente hicieron que los fallecimientos fueran mayores de lo que podrían haber sido. A pesar de todo, hemos sido afortunados; pero eso no quiere decir que lo seremos cuando futuras pandemias nos ataquen; tenemos que prepararnos.

 

Algo que sí se parece a lo ocurrido hace seis siglos ha sido el auge de las teorías conspirativas, el fanatismo religioso y el pensamiento mágico en estos tiempos de crisis. Durante la Peste Negra, se dieron muchos casos de persecución contra los judíos, a quienes los cristianos culpaban por la peste. Hubo saqueos y asesinatos de judíos en varias ciudades de Europa, especialmente en Alemania. En Straussburg dos mil judíos fueron masacrados; otros tres mil murieron en Mainz. En total unas 510 comunidades judías alemanas fueron destruidas.

 


¿Por qué los judíos? No se sabe con certeza. Es posible que las comunidades judías, que permanecían relativamente aisladas del resto y tenían mejores costumbres en cuanto a higiene, resultaran menos afectadas por la peste, y esto llevara a sus vecinos cristianos a sospechar de ellos. Pero es supuesta “inmunidad judía” no ha sido históricamente demostrada, y el que se culpara a los judíos podría ser simplemente el viejo antisemitismo de siempre.

 

En nuestros días también revivieron las teorías conspirativas que acusan a los judíos de haber causado la pandemia y las campañas de vacunación masivas para controlar a la población blanca. Incluso se ha revivido el viejo bulo medieval sobre que los judíos causaron la peste al envenenar los pozos de las poblaciones europeas. Estas narrativas son impulsadas por grupos de extrema derecha, que han visto sus filas engrosadas los últimos años. Parece que la humanidad se niega a aprender de la historia.

 

Hablando de historia, El séptimo sello no es históricamente precisa. La última Cruzada a Tierra Santa terminó en 1272, y el último reino cristiano en Medio Oriente cayó en 1291, mucho antes de que la Peste Negra se desatara. Además, Escandinavia fue una tierra relativamente poco afectada por la pandemia. Por añadidura, dicen los entendidos que el juego de ajedrez entre Antonius y la Muerte no tiene sentido; no se cuida la continuidad entre un momento de la partida y otro, y además no sigue las reglas del juego como era en el siglo XIV.

 


Poco importa. El séptimo sello es una obra de fantasía gótica y también pertenece a un género muy antiguo: la alegoría. En el teatro medieval y renacentista, una alegoría pretendía transmitir un mensaje a través de una historia sencilla en la que los personajes eran encarnaciones de conceptos abstractos (como, en este caso, la Muerte), o representaciones de los distintos actores de la sociedad (el caballero, el escudero, el campesino, el cómico, el artesano…). De hecho, Bergman basó su película en una pieza teatral escrita por él mismo, titulada Retablo. ¿De qué nos habla El séptimo sello?

 

Antonius había partido hacia Tierra Santa para luchar en nombre de Dios, pero Él no aparece por ningún lado. El caballero ha presenciado muerte, destrucción y actos atroces, pero no halla señas de ese Dios que supuestamente las ha ordenado o que debería estar ahí para impedirlas. Tampoco encuentra indicios de una vida más allá de ésta. Antonius regresa a casa y se topa con más muerte, más sufrimiento sin sentido.

 

La odisea espiritual del caballero Antonius Block es paralela a la de Ingmar Bergman, quien sufrió un doloroso proceso de abandono de la fe. Antonius se pregunta cómo es posible creer en Dios, en un propósito ulterior, después de todos los horrores que ha atestiguado con las Cruzadas y la Peste Negra. Busca respuestas, pero no las halla. El silencio del que habla el versículo bíblico que da nombre a este filme, y que encabeza esta entrada, es el silencio de Dios ante sus criaturas. Dice el caballero en un momento del filme:

 

“La fe es un tormento. Es como amar a alguien que está ahí, en la oscuridad y que nunca aparece, no importa cuán fuerte grites”

 


La religión organizada ofrece poco consuelo. El teólogo que diez años antes había incitado a nuestro protagonista a partir a la guerra santa, en estos tiempos apocalípticos se ha convertido en un asesino, ladrón y violador. Los penitentes marchan por las aldeas en un espectáculo lúgubre, casi de ultratumba, encapuchados, azotándose a sí mismos mientras entonan himnos apocalípticos. El fin ha llegado, y con él, el juicio final. Sólo quien desprecia la vida y la carne, y se entrega por completo a un Dios ausente, será salvado. Pero, sin pruebas de que existe esa salvación, ese espectáculo ya no es sólo macabro, sino obsceno: consiste en la renuncia a la vida, al mundo, en declarar esta existencia execrable, cuando todas luces es lo único que tenemos.

 

La caravana de penitentes tiene cautiva a una joven mujer, condenada a la hoguera por brujería. Ella afirma estar en concubinato con el Demonio. Block la interroga, porque tener noticia de que existe al menos el Príncipe de las Tinieblas es mejor a pensar que no hay nada más allá de este mundo material. Pero sólo encuentra otra decepción: ella no es más que una pobre loca, víctima de la superstición y la tragedia.

 

De la misma forma el cineasta Ingmar Bergman se pregunta cómo es posible mantener la fe y la esperanza, no sólo en Dios, sino en el futuro, en el progreso, en la humanidad, en que la existencia tiene sentido, cuando se vive en un mundo que ha visto dos guerras mundiales, el Holocausto y la bomba atómica. Era una crisis que expresaron muchos artistas y pensadores contemporáneos. Como dijera el filósofo Theodor Adorno, “No se puede escribir poesía después de Auschwitz”. Y, sin embargo, aquí está Bergman, haciendo una de las películas más hermosas de la historia, realizando su propio viaje junto a Antonius.

 


El filme de Bergman retrata múltiples aspectos de la cultura medieval. Uno de los más prominentes es la Danza Macabra, uno motivo artístico que se hizo presente en los siglos que siguieron a la Peste Negra. Retrata a la Muerte misma danzando con difuntos de todas las clases sociales: señores, clérigos, campesinos, soldados y artesanos por igual. Representa la universalidad de la muerte, que a todos nos llega sin importar el poder ni la riqueza. La Danza Macabra aparece dos veces en la película. Casi al principio, nuestros protagonistas encuentran a un artista pintando la escena en el muro de una iglesia. Luego, al final, la vemos “en vivo”, por así decirlo.

 

En el capítulo de esta serie dedicado a La máscara de la Muerte Roja, abordamos el tema de la Danza Macabra, y de cómo en nuestros tiempos de desigualdad extrema ni siquiera la muerte nos iguala. Por cierto, la película de Roger Corman, basada en el cuento de Edgar Allan Poe, es un excelente maridaje para el filme de Bergman, si se animan a hacer una función doble.

 

La Danza Macabra es un tipo de memento mori. La frase latina significa “recuerda que morirás” y se refiere a un motivo constante en toda la historia del arte occidental a lo largo de los siglos desde la Antigüedad. Puede aparecer la frase escrita, o algún otro recordatorio de la muerte: una calavera, un reloj de arena, flores marchitas, lápidas y tumbas, o de plano la Parca misma. A veces el memento mori puede ser el tema central de la obra. Otras tantas es un detalle, en la esquina del retrato de un monarca poderoso, o entre los lujos y manjares que decoran la mesa de un banquete. El séptimo sello es toda la película un memento mori.

 


Sin embargo, y a pesar de dos años de pandemia y más de seis millones y medio de fallecimientos, parece no haber lugar para la muerte en este mundo contemporáneo. Pasan los meses y cada quien llora en privado a sus muertos, pero ya no vemos manifestaciones públicas de remembranza, ni de duelo, o siquiera de alivio y agradecimiento porque sobrevivimos y el peligro ha pasado. El desarrollo de la vacuna en tan corto tiempo, que debería ser celebrado como un logro científico extraordinario, es banalizado por la mayoría, e incluso negado por algunos.

 

Colectivamente, hemos decidido seguir como si nada hubiera pasado, fingir que un evento histórico capaz de cambiar el rumbo de nuestra civilización no ha sido más que una interrupción momentánea. Nuestro cine y televisión, probablemente las formas de arte más relevantes de nuestra época, por su presencia y por la cantidad de gente a la que llega, no se han dado a la tarea de abordar la pandemia. Dentro de dos décadas o más, alguien mirando películas y series hechas entre 2020 y 2022 no sabría que durante dos años usamos cubrebocas, salimos lo menos posible de nuestras casas, evitamos el contacto cercano y los eventos masivos, o perdimos a nuestros conocidos y seres queridos.

 

¿Cómo esperar otra cosa? En una cultura de crecimiento infinito, de “consume más, produce más”, no queda lugar para la muerte, y ésta debe ser escondida y olvidada. Sí, puede haber muchísima violencia, real o ficticia, en nuestros medios, pero no hay un espacio para la reflexión sosegada y profunda sobre nuestra propia mortalidad; en todo lo que hacemos se pretende silenciar a esa voz que susurra “recuerda que morirás”.

 


Si no tenemos el valor de confrontar nuestra propia mortalidad como individuos, ¿cómo podemos empezar a pensar en la probable muerte de los ecosistemas y en el colapso de nuestras sociedades que vendrá con el cambio climático? Por lo menos los creyentes medievales en tiempos de la Peste Negra podían pensar en términos globales, “éste es el fin del mundo”, y actuar en consecuencia. Nosotros, que estamos más cerca del final de lo que estuvieron los penitentes del siglo XIV, tenemos miedo de pensar en ello.

 

Al recuerdo de la muerte, la única respuesta admisible suele ser el hedonismo. Si vamos a morir, hay que disfrutar la vida, ¿no? Pero en nuestros tiempos, todos nuestros placeres están mediados por el mercado. “Disfrutar la vida” queda reducido a “consumir más”. Además, el memento mori no pretendía conducirnos hacia una vida de goce vacío sino de significado existencial, no a la indolencia sino a la humildad. “De algo hay que morir” es un lugar común que dice quien no quiere pensar en la muerte, y quien no quiere pensar en la muerte no puede apreciar del todo la vida. Jorge Luis Borges decía:

 

“La muerte (o su alusión) hace preciosos y patéticos a los hombres. Estos conmueven por su condición de fantasmas; cada acto que ejecutan puede ser último; no hay rostro que no esté por desdibujarse como el rostro de un sueño. Todo entre los mortales tiene el valor de lo irrecuperable y de lo azaroso.”

 


En el siglo XVI, el francés Michel de Montaigne escribió todo un ensayo para enseñarnos que Filosofar es aprender a morir. Cuatro siglos más tarde, el pensador alemán Martin Heidegger decía que para evadir la angustia que nos causa el sabernos mortales nos dejamos llevar fruslerías, lo que él llamaba Das Gerride (“el parloteo, la cháchara”), pero éstas son sólo distracciones vacías, que ni nos salvan de la muerte ni dan significado a nuestra existencia. ¿Qué puede hacerlo? Heidegger recomendaba “visitar más los cementerios”, para después aprovechar esos momentos (a él le gustaba pasear por el bosque) en los que nos damos cuenta del hecho extraordinario de que estamos vivos, de que existimos.

 

El séptimo sello nos da una respuesta sobre esta línea. En su búsqueda, Antonius encuentra un momento de sencilla felicidad. Un almuerzo con Jof y su familia, quienes, sin tener mucho, comparten lo suyo con el caballero. La escena es presentada como un paralelo de la eucaristía: se comparten los alimentos y la bebida. Pero está marcada por la alegría, no la solemnidad del templo, sino la libertad del campo abierto. En ese momento, Antonius dice unas de las líneas más famosas del filme:

 

“Atesoraré este momento: el silencio, el crepúsculo, el plato de fresas silvestres, el tazón de leche. Sus rostros en la luz del atardecer. Mikael dormido, Jof con su lira. Procuraré recordar nuestra charla. Portaré este recuerdo con cuidado en mis manos, como si fuera un tazón rebosante de leche. Será una señal para mí, y será suficiente.”

 


Antonius nunca recibe respuesta de Dios. Ni siquiera la Muerte personificada puede decirle qué hay más allá. Pero al principio de la película se había propuesto realizar aunque sea un acto significativo que dé sentido a una vida que le ha parecido inútil, y esto sí lo logra al final. El caballero es capaz de distraer a la Muerte por un instante, apenas lo suficiente para que Jof, Mia y su bebé puedan escapar de ella, para que puedan seguir amándose y disfrutando de su arte por el tiempo que se pueda.

 

La muerte es inevitable. Pero la vida vale la pena. Esos momentos de sencilla felicidad, de amor familiar, de camaradería y de placeres simples, merecen ser salvados. Ese acto de Antonius, de bondad desinteresada, vale más que todas las guerras santas.

 

Siempre estamos desafiando a la muerte, por nosotros mismos o por los demás. En algunas personas es más evidente que otras: pacientes que luchan contra enfermedades mortales; médicos y rescatistas que tratan de salvar vidas concretas; científicos que tratan de encontrar la cura de enfermedades; activistas y líderes sociales que quieren terminar con la violencia que sufren los grupos oprimidos… Pero esto es verdad incluso en el acto mismo de permanecer con vida todos los días y hacer lo necesario para mantener nuestra subsistencia y la de quienes dependen de nosotros.

 

Al final, la muerte gana todas las partidas; aun así aceptamos jugar y procuramos prolongar el encuentro, y con un mismo propósito: preservar, por el tiempo que se pueda, una vida en la que sean posibles instantes de felicidad, de comer fresas y beber leche mientras miramos los rostros que amamos. Pero sólo podemos entender y valorar eso si reconocemos que todos nosotros, en todo momento, en lo individual y lo colectivo, estamos jugando ajedrez con la muerte.


Para Mily


¡Gracias por leer! Una versión preliminar de este texto fue publicada con anticipación para mis mecenas en Patreon. Esta entrada forma parte de la serie Diarios de la Pandemia. Si te gusta mi trabajo, puedes ayudarme a seguir creando con una subscripción mensual en Patreon. O también puedes hacer una sola donación en Paypal. Mientras tanto, te dejo con otros textos de esta serie:

1 comentario:

alexmansiz dijo...

un cubrebocas no protege de los virus, es una pendejadota usarlos, tampoco sirven en lugares abiertos y sin condiciones controladas. no es ningun secreto, pero a los pendejotes les mama usarlo asi

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