“Cuando el Cordero abrió el séptimo sello, se
hizo silencio en el cielo.”
Apocalipsis, 8:1
Escribo a principios de diciembre de 2022, año y medio
después de que mi familia y yo nos fuéramos a cuarentena. Después del pico
histórico el pasado invierno, la curva ha ido en descenso, y aunque el número
de contagios sigue siendo relativamente alto, el de muertes es mucho menor. Estos
días hay algo de alarma por nuevas variantes del coronavirus, motejadas
ominosamente “perro
del infierno” y “pesadilla” por el vulgo. Se cree que estas
variantes podrían causar un repunte de contagios este invierno. Sin embargo, el
Covid-19 (o la Covid, como dicen los españoles) ha pasado de ser un
peligro mortal a un fastidio momentáneo, como la influenza estacional; es justo
lo que se predijo que pasaría.
En septiembre se dejó de considerar obligatorio el uso de
cubrebocas en la vía pública en Mérida, y hace unas semanas dejamos de usarlos
en la escuela en la que trabajo, lo que ha contribuido a la sensación de
retorno a la normalidad. Yo esperaba que se volviera costumbre usar mascarilla para
personas con gripas y resfriados (como es normal en otros países), pero al ver
a tanta gente moqueando libremente en las calles y escuelas, creo que todavía
nos falta civilidad para eso. Quizá las nuevas cepas nos obligan a embozarnos
de nuevo, quién sabe. Quizá ésta sea la normalidad cada temporada.
Empecé la serie Diarios
de la Pandemia para analizar obras de ficción en busca de enseñanzas, y
quizá un poco de consuelo, en nuestros tiempos pandémicos. He vivido la
pandemia al mismo tiempo en la vida real y a través de la ficción. Cada obra
llegó en un punto diferente del desarrollo de la catástrofe, y por eso se puede
leer un cambio de actitud, desde el humor ácido con el que inicié esta serie,
hasta el cansancio y la melancolía con que escribo el presente texto. Ahora es
tiempo de poner un final, por lo menos en cuanto al futuro previsible se
refiere, y creo que no pude haber elegido un mejor título.
El séptimo sello es una película del director sueco
Ingmar Bergman, estrenada en 1957. Cuenta la historia de un caballero, Antonius
Block (Max von Sidow), que regresa a su hogar después de haber luchado durante
diez años en las Cruzadas, sólo para encontrar sus tierras devastadas por la
Peste Negra. Al volver su tierra, Antonius se encuentra cara a cara con la
Muerte (Bengt Ekerot), quien le anuncia que su final ha llegado. Antonius reta
a la Muerte a un juego de ajedrez; si el caballero gana, conservará la vida. La
Muerte, asidua a los juegos y las apuestas, acepta el reto.
La partida entre la Muerte y Antonius se da de forma
interrumpida a lo largo de varios días, en los que el caballero y su escudero Jöns
se encuentran con diversas escenas y conocen a personajes variopintos. Algunos
de ellos se unen a Antonius y forman una heterogénea compañía: los esposos Jof
y Mia, y su bebé Mikael, cómicos y malabaristas ambulantes; Plog, el herrero, y
su esposa infiel Lisa, y una chica muda a la que Jöns rescata de un bandido. La
comitiva marcha hacia el castillo de Antonius, donde él espera encontrar a su
amada esposa Karin, para saber si vive después de todos estos años.
El séptimo sello es considerada una de las mejores
películas de la historia, y no es para menos. En ella encontramos algunas de
las escenas más hermosas filmadas en blanco y negro, y algunos de los diálogos
más profundamente filosóficos en todo el séptimo arte. Es, sin duda, la mejor
película de las que hemos hablado en esta serie. Elegí la obra maestra de
Ingmar Bergman no sólo porque nos permite cerrar con broche de oro, sino porque
se ambienta durante la peor epidemia de la historia: la Peste Negra.
Causada por la bacteria Yesinia pestis, la epidemia
de peste azotó Europa y el Mediterráneo entre 1346 y 1353. La peste provino de
Asia, y probablemente llegó a Medio Oriente gracias a los conquistadores
mongoles. Las ratas y otros roedores portan la peste, y ésta se contagia a los
humanos a través de las pulgas. La tasa de mortalidad de la Peste Negra fue
tan alta que acabó con un tercio de la población de Europa; fue algo tan atroz
que mucha gente pensaba que había llegado el Apocalipsis. La plaga contribuyó a
disolver el orden feudal medieval y abrir paso a la Edad Moderna. A qué nueva
etapa histórica nos llevará el Covid-19, es algo que queda por ver.
Además de la medieval, la bacteria de la peste ha causado
grandes epidemias a lo largo de la historia. En el análisis de Diario
del año de la peste hablamos de la que azotó Londres en el siglo XVII. La
última gran epidemia de esta enfermedad se dio entre 1855 y 1918. Fue el
descubrimiento de los antibióticos en el siglo XX lo que logró que la peste y
otras enfermedades bacteriológicas dejaran de ser un azote para la humanidad.
A diferencia de Yesenia pestis, SARS-CoV-2 es un
virus, no una bacteria. Los virus no pueden ser derrotados por antibióticos; de
ahí que necesitemos vacunas para combatirlos. Sin embargo, el uso
indiscriminado de antibióticos en tiempos modernos (especialmente por la
industria cárnica) está produciendo superbacterias
resistentes, y los científicos llevan tiempo alertando que esto provocará
catástrofes sanitarias en el futuro próximo. Así que sí, hasta la peste misma
podría regresar.
Aunque la imaginería relacionada con la peste medieval ha
estado muy presente desde el inicio de la crisis, nuestra propia pandemia no ha
sido tan catastrófica. Nuestra sociedad estaba mucho mejor preparada que la
Europa medieval para enfrentar una crisis de este tamaño. Incluso estábamos
mejor preparados que hace 100 años, cuando la Gripe Española mató a 20 millones
de personas.
Eso sí, la ineptitud de algunos gobernantes, los esfuerzos
de grupos negacionistas y antivacunas, y la desigualdad socioeconómica de
nuestros tiempos seguramente hicieron que los fallecimientos fueran mayores de
lo que podrían haber sido. A pesar de todo, hemos sido afortunados; pero eso no
quiere decir que lo seremos cuando futuras pandemias nos ataquen; tenemos que
prepararnos.
Algo que sí se parece a lo ocurrido hace seis siglos ha sido
el auge de las teorías conspirativas, el fanatismo religioso y el pensamiento
mágico en estos tiempos de crisis. Durante la Peste Negra, se dieron muchos
casos de persecución
contra los judíos, a quienes los cristianos culpaban por la peste. Hubo
saqueos y asesinatos de judíos en varias ciudades de Europa, especialmente en
Alemania. En Straussburg dos mil judíos fueron masacrados; otros tres mil
murieron en Mainz. En total unas 510 comunidades judías alemanas fueron
destruidas.
¿Por qué los judíos? No se sabe con certeza. Es posible que
las comunidades judías, que permanecían relativamente aisladas del resto y
tenían mejores costumbres en cuanto a higiene, resultaran menos afectadas por
la peste, y esto llevara a sus vecinos cristianos a sospechar de ellos. Pero es
supuesta “inmunidad judía” no ha sido históricamente demostrada, y el que se
culpara a los judíos podría ser simplemente el viejo antisemitismo de siempre.
En nuestros días también revivieron las teorías
conspirativas que acusan
a los judíos de haber causado la pandemia y las campañas de vacunación
masivas para controlar a la población blanca. Incluso se
ha revivido el viejo bulo medieval sobre que los judíos causaron la peste
al envenenar los pozos de las poblaciones europeas. Estas narrativas son
impulsadas por grupos de extrema derecha, que han visto sus filas engrosadas
los últimos años. Parece que la humanidad se niega a aprender de la historia.
Hablando de historia, El séptimo sello no es
históricamente precisa. La última Cruzada a Tierra Santa terminó en 1272, y el
último reino cristiano en Medio Oriente cayó en 1291, mucho antes de que la
Peste Negra se desatara. Además, Escandinavia fue una tierra relativamente poco
afectada por la pandemia. Por añadidura, dicen los entendidos que el juego de
ajedrez entre Antonius y la Muerte no tiene sentido; no se cuida la continuidad
entre un momento de la partida y otro, y además no sigue las reglas del juego
como era en el siglo XIV.
Poco importa. El séptimo sello es una obra de
fantasía gótica y también pertenece a un género muy antiguo: la alegoría. En el
teatro medieval y renacentista, una alegoría pretendía transmitir un mensaje a
través de una historia sencilla en la que los personajes eran encarnaciones de
conceptos abstractos (como, en este caso, la Muerte), o representaciones de los
distintos actores de la sociedad (el caballero, el escudero, el campesino, el
cómico, el artesano…). De hecho, Bergman basó su película en una pieza teatral
escrita por él mismo, titulada Retablo. ¿De qué nos habla El
séptimo sello?
Antonius había partido hacia Tierra Santa para luchar en
nombre de Dios, pero Él no aparece por ningún lado. El caballero ha presenciado
muerte, destrucción y actos atroces, pero no halla señas de ese Dios que
supuestamente las ha ordenado o que debería estar ahí para impedirlas. Tampoco encuentra
indicios de una vida más allá de ésta. Antonius regresa a casa y se topa con
más muerte, más sufrimiento sin sentido.
La odisea espiritual del caballero Antonius Block es paralela
a la de Ingmar Bergman, quien sufrió un doloroso proceso de abandono de la fe.
Antonius se pregunta cómo es posible creer en Dios, en un propósito ulterior,
después de todos los horrores que ha atestiguado con las Cruzadas y la Peste
Negra. Busca respuestas, pero no las halla. El silencio del que habla el
versículo bíblico que da nombre a este filme, y que encabeza esta entrada, es
el silencio de Dios ante sus criaturas. Dice el caballero en un momento del
filme:
“La
fe es un tormento. Es como amar a alguien que está ahí, en la oscuridad y que
nunca aparece, no importa cuán fuerte grites”
La religión organizada ofrece poco consuelo. El teólogo que
diez años antes había incitado a nuestro protagonista a partir a la guerra
santa, en estos tiempos apocalípticos se ha convertido en un asesino, ladrón y
violador. Los penitentes marchan por las aldeas en un espectáculo lúgubre, casi
de ultratumba, encapuchados, azotándose a sí mismos mientras entonan himnos
apocalípticos. El fin ha llegado, y con él, el juicio final. Sólo quien desprecia
la vida y la carne, y se entrega por completo a un Dios ausente, será salvado.
Pero, sin pruebas de que existe esa salvación, ese espectáculo ya no es sólo
macabro, sino obsceno: consiste en la renuncia a la vida, al mundo, en declarar
esta existencia execrable, cuando todas luces es lo único que tenemos.
La caravana de penitentes tiene cautiva a una joven mujer,
condenada a la hoguera por brujería. Ella afirma estar en concubinato con el
Demonio. Block la interroga, porque tener noticia de que existe al menos el
Príncipe de las Tinieblas es mejor a pensar que no hay nada más allá de este
mundo material. Pero sólo encuentra otra decepción: ella no es más que una
pobre loca, víctima de la superstición y la tragedia.
De la misma forma el cineasta Ingmar Bergman se pregunta
cómo es posible mantener la fe y la esperanza, no sólo en Dios, sino en el
futuro, en el progreso, en la humanidad, en que la existencia tiene sentido, cuando
se vive en un mundo que ha visto dos guerras mundiales, el Holocausto y la bomba
atómica. Era una crisis que expresaron muchos artistas y pensadores
contemporáneos. Como dijera el filósofo Theodor Adorno, “No se puede escribir
poesía después de Auschwitz”. Y, sin embargo, aquí está Bergman, haciendo una
de las películas más hermosas de la historia, realizando su propio viaje junto
a Antonius.
El filme de Bergman retrata múltiples aspectos de la cultura
medieval. Uno de los más prominentes es la Danza Macabra, uno motivo artístico
que se hizo presente en los siglos que siguieron a la Peste Negra. Retrata a la
Muerte misma danzando con difuntos de todas las clases sociales: señores,
clérigos, campesinos, soldados y artesanos por igual. Representa la
universalidad de la muerte, que a todos nos llega sin importar el poder ni la
riqueza. La Danza Macabra aparece dos veces en la película. Casi al principio,
nuestros protagonistas encuentran a un artista pintando la escena en el muro de
una iglesia. Luego, al final, la vemos “en vivo”, por así decirlo.
En el capítulo de esta serie dedicado a La
máscara de la Muerte Roja, abordamos el tema de la Danza Macabra, y de
cómo en nuestros tiempos de desigualdad extrema ni siquiera la muerte nos
iguala. Por cierto, la película de Roger Corman, basada en el cuento de Edgar
Allan Poe, es un excelente maridaje para el filme de Bergman, si se animan a
hacer una función doble.
La Danza Macabra es un tipo de memento mori. La frase
latina significa “recuerda que morirás” y se refiere a un motivo constante en
toda la historia del arte occidental a lo largo de los siglos desde la
Antigüedad. Puede aparecer la frase escrita, o algún otro recordatorio de la
muerte: una calavera, un reloj de arena, flores marchitas, lápidas y tumbas, o
de plano la Parca misma. A veces el memento mori puede ser el tema
central de la obra. Otras tantas es un detalle, en la esquina del retrato de un
monarca poderoso, o entre los lujos y manjares que decoran la mesa de un
banquete. El séptimo sello es toda la película un memento mori.
Sin embargo, y a pesar de dos años de pandemia y más de seis
millones y medio de fallecimientos, parece no haber lugar para la muerte en
este mundo contemporáneo. Pasan los meses y cada quien llora en privado a sus
muertos, pero ya no vemos manifestaciones públicas de remembranza, ni de duelo,
o siquiera de alivio y agradecimiento porque sobrevivimos y el peligro ha
pasado. El desarrollo de la vacuna en tan corto tiempo, que debería ser
celebrado como un logro científico extraordinario, es banalizado por la
mayoría, e incluso negado por algunos.
Colectivamente, hemos decidido seguir como si nada hubiera
pasado, fingir que un evento histórico capaz de cambiar el rumbo de nuestra
civilización no ha sido más que una interrupción momentánea. Nuestro cine y
televisión, probablemente las formas de arte más relevantes de nuestra época,
por su presencia y por la cantidad de gente a la que llega, no se han dado a la
tarea de abordar la pandemia. Dentro de dos décadas o más, alguien mirando
películas y series hechas entre 2020 y 2022 no sabría que durante dos años
usamos cubrebocas, salimos lo menos posible de nuestras casas, evitamos el
contacto cercano y los eventos masivos, o perdimos a nuestros conocidos y seres
queridos.
¿Cómo esperar otra cosa? En una cultura de crecimiento
infinito, de “consume más, produce más”, no queda lugar para la muerte, y ésta
debe ser escondida y olvidada. Sí, puede haber muchísima violencia, real o
ficticia, en nuestros medios, pero no hay un espacio para la reflexión sosegada
y profunda sobre nuestra propia mortalidad; en todo lo que hacemos se pretende
silenciar a esa voz que susurra “recuerda que morirás”.
Si no tenemos el valor de confrontar nuestra propia mortalidad
como individuos, ¿cómo podemos empezar a pensar en la probable muerte de los
ecosistemas y en el colapso de nuestras sociedades que vendrá con el cambio
climático? Por lo menos los creyentes medievales en tiempos de la Peste Negra
podían pensar en términos globales, “éste es el fin del mundo”, y actuar en
consecuencia. Nosotros, que estamos más cerca del final de lo que estuvieron
los penitentes del siglo XIV, tenemos miedo de pensar en ello.
Al recuerdo de la muerte, la única respuesta admisible suele
ser el hedonismo. Si vamos a morir, hay que disfrutar la vida, ¿no? Pero en
nuestros tiempos, todos nuestros placeres están mediados por el mercado.
“Disfrutar la vida” queda reducido a “consumir más”. Además, el memento mori
no pretendía conducirnos hacia una vida de goce vacío sino de significado
existencial, no a la indolencia sino a la humildad. “De algo hay que morir” es un
lugar común que dice quien no quiere pensar en la muerte, y quien no quiere
pensar en la muerte no puede apreciar del todo la vida. Jorge Luis Borges
decía:
“La muerte (o su alusión) hace preciosos y
patéticos a los hombres. Estos conmueven por su condición de fantasmas; cada
acto que ejecutan puede ser último; no hay rostro que no esté por desdibujarse
como el rostro de un sueño. Todo entre los mortales tiene el valor de lo
irrecuperable y de lo azaroso.”
En el siglo XVI, el francés Michel de Montaigne escribió
todo un ensayo para enseñarnos que Filosofar es aprender a morir. Cuatro
siglos más tarde, el pensador alemán Martin Heidegger decía que para evadir la
angustia que nos causa el sabernos mortales nos dejamos llevar fruslerías, lo
que él llamaba Das Gerride (“el parloteo, la cháchara”), pero éstas son
sólo distracciones vacías, que ni nos salvan de la muerte ni dan significado a
nuestra existencia. ¿Qué puede hacerlo? Heidegger recomendaba “visitar más los
cementerios”, para después aprovechar esos momentos (a él le gustaba pasear por
el bosque) en los que nos damos cuenta del hecho extraordinario de que estamos
vivos, de que existimos.
El séptimo sello nos da una respuesta sobre esta línea.
En su búsqueda, Antonius encuentra un momento de sencilla felicidad. Un
almuerzo con Jof y su familia, quienes, sin tener mucho, comparten lo suyo con
el caballero. La escena es presentada como un paralelo de la eucaristía: se comparten
los alimentos y la bebida. Pero está marcada por la alegría, no la solemnidad
del templo, sino la libertad del campo abierto. En ese momento, Antonius dice
unas de las líneas más famosas del filme:
“Atesoraré
este momento: el silencio, el crepúsculo, el plato de fresas silvestres, el
tazón de leche. Sus rostros en la luz del atardecer. Mikael dormido, Jof con su
lira. Procuraré recordar nuestra charla. Portaré este recuerdo con cuidado en
mis manos, como si fuera un tazón rebosante de leche. Será una señal para mí, y
será suficiente.”
Antonius nunca recibe respuesta de Dios. Ni siquiera la
Muerte personificada puede decirle qué hay más allá. Pero al principio de la
película se había propuesto realizar aunque sea un acto significativo que dé
sentido a una vida que le ha parecido inútil, y esto sí lo logra al final. El
caballero es capaz de distraer a la Muerte por un instante, apenas lo suficiente
para que Jof, Mia y su bebé puedan escapar de ella, para que puedan seguir
amándose y disfrutando de su arte por el tiempo que se pueda.
La muerte es inevitable. Pero la vida vale la pena. Esos
momentos de sencilla felicidad, de amor familiar, de camaradería y de placeres
simples, merecen ser salvados. Ese acto de Antonius, de bondad desinteresada,
vale más que todas las guerras santas.
Siempre estamos desafiando a la muerte, por nosotros mismos
o por los demás. En algunas personas es más evidente que otras: pacientes que
luchan contra enfermedades mortales; médicos y rescatistas que tratan de salvar
vidas concretas; científicos que tratan de encontrar la cura de enfermedades;
activistas y líderes sociales que quieren terminar con la violencia que sufren
los grupos oprimidos… Pero esto es verdad incluso en el acto mismo de
permanecer con vida todos los días y hacer lo necesario para mantener nuestra
subsistencia y la de quienes dependen de nosotros.
Al final, la muerte gana todas las partidas; aun así
aceptamos jugar y procuramos prolongar el encuentro, y con un mismo propósito:
preservar, por el tiempo que se pueda, una vida en la que sean posibles instantes
de felicidad, de comer fresas y beber leche mientras miramos los rostros que
amamos. Pero sólo podemos entender y valorar eso si reconocemos que todos
nosotros, en todo momento, en lo individual y lo colectivo, estamos jugando
ajedrez con la muerte.
Para Mily
¡Gracias por leer! Una versión preliminar de este texto fue publicada con anticipación para mis mecenas en Patreon. Esta entrada forma parte de la serie Diarios de la Pandemia. Si te gusta mi trabajo, puedes ayudarme a seguir creando c
1 comentario:
un cubrebocas no protege de los virus, es una pendejadota usarlos, tampoco sirven en lugares abiertos y sin condiciones controladas. no es ningun secreto, pero a los pendejotes les mama usarlo asi
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