Hobsbawm nos lo advirtió: Será la transformación o la oscuridad - Ego Sum Qui Sum

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PROFESOR MAIK CIVEIRA & LA ALIANZA FRIKI ANTIFASCISTA

jueves, 20 de octubre de 2022

Hobsbawm nos lo advirtió: Será la transformación o la oscuridad


Parece que este 2022 ha sido un año de relecturas, de recordar las viejas lecciones aprendidas y de aprender algunas nuevas que habían pasado desapercibidas. Conforme pasan los años, una persona adquiere conocimientos, experiencias, otras lecturas. Puede ser que recuerde lo básico y más importante de un libro leído diez o más años antes, pero cuando regresa a él se topa con que ha cambiado tanto que es como si fuera la primera vez. Esto me ha pasado con Historia del siglo XX, de Eric Hobsbawm (1917-2012), que revisité este año (lo leí por primera vez en 2011, cuando el autor seguía vivo).

 

Creo que lo que más me impactó de esta segunda lectura fue el darme cuenta de que Hobsbawm ya había descrito muchos de los problemas que nos están afectando en el presente. Desde el ascenso de la extrema derecha hasta la crisis climática, pasando por el deterioro en nuestra calidad de vida y el aumento de la desigualdad. Y no es que tuviera dones proféticos, es que esos problemas ya estaban ahí, cuando escribió en 1994.

 

VIVIENDO DESPUÉS DEL DERRUMBE


En realidad, esos problemas se originan en la que él distingue como la tercera etapa del siglo XX corto. Hobsbawm da este título a los años transcurridos entre el inicio de la Primera Guerra Mundial en 1914 y la caída de la Unión Soviética en 1991, que a su vez en tres etapas: la era de las catástrofes, la edad de oro y el derrumbamiento. La era de las catástrofes es la de las guerras mundiales, revoluciones, genocidios, crisis económica y derrumbamiento de los imperios coloniales. La edad de oro es la de un crecimiento económico sin precedentes en la historia humana, tanto para el capitalismo liberal como para el socialismo, además de lo que Hobsbawm considera las mayores transformaciones culturales y sociales de todos los tiempos. La última etapa, el derrumbamiento, corresponde al declive tanto del consenso liberal posterior a la Segunda Guerra Mundial, como del socialismo real como había existido en la esfera soviética.

 

Durante la edad de oro en el Occidente capitalista había prevalecido un consenso surgido del New Deal y la economía keynesiana, que había puesto riendas al capitalismo salvaje, y junto a una economía de mercado, sostenía un estado de bienestar que proveía a sus ciudadanos de servicios básicos como salud, educación y vivienda; los sindicatos y el movimiento obrero eran fuertes, y lograron numerosas conquistas en materia de derechos laborales; altos impuestos a la riqueza contribuían a reducir la desigualdad inherente en el capitalismo. Éstas y otras políticas estaban en gran parte inspiradas por la amenaza del comunismo, que ofrecía un modelo alternativo. Como resultado, se crearon las sociedades más prósperas y menos desiguales de la historia moderna, que permitieron un auge espectacular de las clases medias (aunque siempre había grupos que no se beneficiaban de esta abundancia, en especial las minorías raciales).

 

Sin embargo, y es algo que subraya Hobsbawm, este modelo no fue simplemente destruido a traición. Sucede que se agotó; a partir de los setenta llegaron décadas de crisis en las que se fue volviendo más y más evidente que los estados ya no podían proveer a sus ciudadanos del bienestar que daban por sentado, ni siquiera habiéndolo querido.

 


Es entonces que surge una nueva “teología del libre mercado”, el neoliberalismo, que causaría estragos tanto en el tercer mundo y en el antiguo bloque comunista, como en los países capitalistas desarrollados. Los efectos han sido sociales, culturales, políticos y económicos; vino un individualismo alienante, la erosión de la vida comunitaria, una mayor distancia entre la ciudadanía y el gobierno, y una economía tan caótica que las fuerzas de una democracia en retroceso no podían controlar.

 

“Las décadas de crisis habían demostrado las limitaciones de las diversas políticas de la edad de oro, pero sin generar ninguna alternativa convincente. Revelaron también las imprevistas, pero espectaculares consecuencias sociales y culturales de la era de la revolución económica mundial iniciada en 1945, así como sus consecuencias ecológicas, potencialmente catastróficas. Mostraron, en suma, que las instituciones colectivas humanas habían perdido el control sobre las consecuencias colectivas de la acción del hombre. De hecho, uno de los atractivos intelectuales que ayudan a explicar el breve auge de la utopía neoliberal es precisamente que ésta procuraba eludir las decisiones humanas colectivas. Había que dejar que cada individuo persiguiera su satisfacción sin restricciones, y fuera cual fuese el resultado, sería el mejor posible. Cualquier curso alternativo sería peor, se decía de manera poco convincente.”

 

En la década de los 90 el neoliberalismo había conquistado el poder de la mano de líderes como Margaret Thatcher y Ronald Reagan, y se había convertido en la ortodoxia tanto para los partidos liberales como los conservadores en el mundo occidental. La decadencia del estado de bienestar no parecía dejar otra alternativa. “El gobierno no es la solución al problema”, había dicho Reagan, “el gobierno es el problema”.

 

“A finales de siglo el estado-nación estaba a la defensiva contra una economía mundial que no podía controlar; contra las instituciones que construyó para remediar su propia debilidad internacional, como la Unión Europea; contra su aparente incapacidad financiera para mantener los servicios a sus ciudadanos que había puesto en marcha confiadamente algunas décadas atrás; contra su incapacidad real para mantener la que, según su propio criterio, era su función principal: la conservación de la ley y el orden públicos. El propio hecho de que, durante la época de su apogeo, el estado asumiese y centralizase tantas funciones, y se fijase unas metas tan ambiciosas en materia de control y orden público, hacía su incapacidad para sostenerlas doblemente dolorosa.”

 


Hoy, a pesar de que vivimos las terribles consecuencias de ese triunfo, no ha hecho más que radicalizarse en ideologías que antaño habrían sido descartadas como extremistas, en la forma de libertarianismo de derechas, el anarcocapitalismo y demás. Para estas ideologías la existencia misma del estado implica una amenaza de comunismo (“socialismo es cuando el gobierno hace cosas”).

 

En realidad, su objetivo es desmantelar las instituciones que todavía tienen una pizca de control democrático, en las que la ciudadanía tiene cierta influencia sobre la autoridad, para dejar a entidades completamente antidemocráticas, las corporaciones capitalistas, libres de cualquier fuerza que pueda limitar su poder. La ofensiva ideológica para desarticular cualquier control democrático sobre las actividades económicas se vuelve más y más hostil, mientras se hace más evidente de que el culto al libre mercado ha traído miseria para la mayoría de las personas.

 

Las generaciones del siglo XXI, advierte Hobsbawm, tendrán que buscar soluciones que vayan en el sentido inverso, hacia la restauración de lo público y lo colectivo, y la superación del crecimiento por sí mismo como objetivo último.

 

“Si estas décadas demostraron algo, fue que el principal problema del mundo, y por supuesto del mundo desarrollado, no era cómo multiplicar la riqueza de las naciones, sino cómo distribuirla en beneficio de sus habitantes. Esto fue así incluso en los países pobres «en desarrollo» que necesitaban un mayor crecimiento económico.

 

La distribución social y no el crecimiento es lo que dominará las políticas del nuevo milenio. Para detener la inminente crisis ecológica es imprescindible que el mercado no se ocupe de asignar los recursos o, al menos, que se limiten tajantemente las asignaciones del mercado. De una manera o de otra, el destino de la humanidad en el nuevo milenio dependerá de la restauración de las autoridades públicas.”

 


Es apenas en la década de 2020 que el problema del cambio climático está pasando al discurso público de la forma generalizada en que se necesita. En décadas anteriores, incluso quienes no lo negaban lo trataban como algo que podría ocurrir a futuro, pero que seguramente se evitaría con algunas reformas y avance tecnológico. Tras la pandemia de Covid-19 y los desastres naturales que han golpeado al mundo en los últimos dos años, por fin la ciudadanía de a pie comienza a dimensionar la gravedad de la crisis, y a adquirir consciencia de su relación con nuestro modelo económico. Pero Hobsbawm ya lo advertía en 1994; la esperanza de superar esta crisis no es compatible con la supervivencia del modelo económico actual:

 

“Sin duda los expertos científicos pueden establecer lo que se necesita para evitar una crisis irreversible, pero no hay que olvidar que establecer este equilibrio no es un problema científico y tecnológico, sino político y social. Sin embargo, hay algo indudable: este equilibrio sería incompatible con una economía mundial basada en la búsqueda ilimitada de beneficios económicos por parte de unas empresas que, por definición, se dedican a este objetivo y compiten una contra otra en un mercado libre global. Desde el punto de vista ambiental, si la humanidad ha de tener un futuro, el capitalismo de las décadas de crisis no debería tenerlo.”

 

A pesar de los increíbles progresos de la ciencia en el siglo XX, y de lo mucho que la necesitamos para atajar nuestras crisis, hacia el final del milenio se advertían dos grandes problemas relacionados con el discurso alrededor del papel ciencia y lo que es científico. Primero, que la economía, como disciplina, estaba tan ideologizada que se había convertido en una teología secular. Eso no impedía que sus adherentes la presentaran como una ciencia objetiva con postulados incontrovertibles y que trataran a sus detractores como supersticiosos negacionistas. Los seguidores de la fe económica no pudieron o no quisieron ver cómo su área profesional estaba influida por la ideología de forma que otras ciencias no. Esto ha llegado hoy a un punto en que los ‘ultras’ del capitalismo llaman ‘saber de economía’ a aceptar ciegamente una serie de dogmas ideológicos.

 

“Las ciencias naturales podían reflejar el siglo en que vivían los científicos tan sólo dentro de los confines de la metodología empírica que, en una época de incertidumbre epistemológica, se generalizó necesariamente: la de la hipótesis verificable —o, en términos de Karl Popper (1902- 1994), falsable— mediante pruebas prácticas. Esto imponía límites a su ideologización. La economía, aunque sujeta a exigencias de lógica y consistencia, ha florecido como una especie de teología —probablemente como la rama más influyente de la teología secular, en el mundo occidental— porque normalmente se puede formular, y se formula, en unos términos que le permiten rehuir el control de la verificación. La física no puede permitírselo. Así, mientras que en el ámbito de la economía se puede demostrar que las escuelas en conflicto y el cambio de las modas del pensamiento económico son fiel reflejo de las experiencias y del debate ideológico contemporáneos, esto no sucede en el ámbito de la cosmología.”

 


Pero ése no era el único problema. La contracultura sesentera cultivó en la izquierda una vertiente anticientífica que no distinguía entre el hecho de que la actividad científica está influida por sus condiciones sociopolíticas, y la interpretación extrema de que la ciencia es por tanto tan subjetiva como cualquier narrativa ideológica o religiosa. Este problema ha crecido y causando estragos, en especial en un mundo en el que el negacionismo del cambio climático o el movimiento antivacunas tienen consecuencias letales:

 

“Una vez más, la ciencia se vio asediada por los críticos, aunque, significativamente, no sufrió ya el acoso de la religión tradicional, exceptuando algunos grupos fundamentalistas intelectualmente insignificantes. El clero aceptaba ahora la hegemonía del laboratorio, y procuraba extraer todo el consuelo teológico posible de la cosmología científica cuyas teorías del big bang podían, a los ojos de la fe, presentarse como prueba de que un Dios había creado el mundo. Por otro lado, la revolución cultural occidental de los años sesenta y setenta produjo un fuerte ataque neorromántico e irracionalista contra la visión científica del mundo; un ataque cuyo tono podía pasar de radical a reaccionario con facilidad.”

 

Así, sin saber que ocurriría un once de septiembre, o que Internet llegaría a ser una parte tan importante del discurso público, Hobsbawm pudo ver con claridad cuáles problemas habrían de atribularnos en las primeras décadas del siglo XXI. Esto es importante comprenderlo, porque las generaciones que alcanzaron la adultez ya iniciado el tercer milenio tendemos muchas veces a pensar que nuestras cuitas son del todo nuevas (sobre todo porque en nuestra niñez estábamos inconscientes de ello) y que nuestras ideas al respecto son también tremendamente novedosas.

 

NUESTRA ERA DE CATÁSTROFES


Si estoy contando la historia al revés, empezando por el tercio final, es porque quiero precisamente que éste sea el gancho para llamar la atención de potenciales lectores: que sepan que en esta obra magna podrán encontrar las claves para esclarecer los años que estamos atravesando. Pero si la conexión entre nuestros deprimentes dosmilveintes y el auge del neoliberalismo a finales de los setenta es bastante obvia, lo cierto es que a su vez para comprender cómo llegamos acá hay que conocer la historia completa del siglo XX. Y nuestra época también tiene mucho en común con la era de las catástrofes.

 

Por ejemplo, la ideología neoliberal y sus derivaciones más extremas, son en gran parte un retroceso a una época histórica previa a los derechos laborales y a las regulaciones, cuando estaban normalizadas atrocidades como el trabajo infantil en las minas de Inglaterra. Este sistema no sólo producía muchas injusticias y sufrimiento, sino que llevó a la Gran Depresión, la peor crisis económica del capitalismo… antes de la que vivimos ahora. Es por eso que Hobsbawm, sobreviviente de esos años, se muestra incrédulo ante el regreso de esas doctrinas a finales del siglo:

 

“Para aquellos de nosotros que vivimos los años de la Gran Depresión todavía resulta incomprensible que la ortodoxia del mercado libre, tan patentemente desacreditada, haya podido presidir nuevamente un período general de depresión a finales de los años ochenta y comienzos de los noventa, en el que se ha mostrado igualmente incapaz de aportar soluciones. Este extraño fenómeno debe servir para recordarnos un gran hecho histórico que ilustra: la increíble falta de memoria de los teóricos y prácticos de la economía. Es también una ilustración de la necesidad que la sociedad tiene de los historiadores, que son los «recordadores» profesionales de lo que sus conciudadanos desean olvidar.”

 

El otro problema que se ha vuelto ineludible en nuestros tiempos es el crecimiento y normalización de la extrema derecha. Así como la crisis iniciada en 1929 favoreció el ascenso del fascismo, la crisis de 2008 ha hecho lo propio. Y así como ese fascismo se presentaba como el salvador de la civilización ante la amenaza del socialismo, hoy en día se erige como la única alternativa frente a los movimientos por la justicia social.

 


De hecho, Hobsbawm dedica todo un capítulo a analizar las causas de la caída de la democracia liberal, que a principios de siglo parecía ser la norma y el futuro para todos los países. Sin embargo, en los años entre las guerras mundiales, las democracias se convirtieron en minorías en Occidente, y fueron suplantadas por dictaduras. A finales del siglo XX, tras la derrota del comunismo soviético, también parecía que el futuro estaba asegurado para las democracias liberales bajo el capitalismo. Apenas 30 años después, la democracia está en crisis.

 

“Hostil como era, por principio, a la Ilustración y a la revolución francesa, el fascismo no podía creer formalmente en la modernidad y en el progreso, pero no tenía dificultad en combinar un conjunto absurdo de creencias con la modernización tecnológica en la práctica, excepto en algunos casos en que paralizó la investigación científica básica por motivos ideológicos. El fascismo triunfó sobre el liberalismo al proporcionar la prueba de que los hombres pueden, sin dificultad, conjugar unas creencias absurdas sobre el mundo con un dominio eficaz de la alta tecnología contemporánea. Los años finales del siglo XX, con las sectas fundamentalistas que manejan las armas de la televisión y de la colecta de fondos programada por ordenador, nos han familiarizado más con este fenómeno.”

 

Con nuevas generaciones de reaccionarios llamando a rechazar la modernidad y abrazar la tradición desde sus celulares con 5G, este escenario resulta aterradoramente familiar. Los fascismos históricos fueron movimientos de masas, pero muchas veces se entiende de ello que la mayoría de sus seguidores eran gente pobre e ignorante, fanáticos sin educación fácilmente manipulables. Hobsbawm recuerda que el fascismo habría sido imposible sin la colaboración de las élites y las clases medias. La clase trabajadora, organizada en sindicatos e impulsora del movimiento laborista, ofreció la mayor resistencia al crecimiento del fascismo, y la clase empresarial empleó a los matones de Hitler y Mussolini para reprimir y amedrentar a los obreros.

 

“Entre 1930 y 1932, los votantes de los partidos burgueses del centro y de la derecha se inclinaron en masa por el partido nazi. Sin embargo, no fueron ellos los constructores del fascismo. Por la forma en que se dibujaron las líneas de la lucha política en el período de entreguerras, esas capas medias conservadoras eran susceptibles de apoyar, e incluso de abrazar, el fascismo. La amenaza para la sociedad liberal y para sus valores parecía encarnada en la derecha, y la amenaza para el orden social, en la izquierda. Fueron sus temores los que determinaron la inclinación política de la clase media. Los conservadores tradicionales se sentían atraídos por los demagogos del fascismo y se mostraron dispuestos a aliarse con ellos contra el gran enemigo. El fascismo italiano tenía buena prensa en los años veinte e incluso en los años treinta, excepto en la izquierda del liberalismo.”

 


Hoy en día, en que la frontera que separa a la derecha tradicional de la extrema derecha se hace más y más difusa, vale la pena recordar eso. No obstante, Hobsbawm no comparte la tesis de otros marxistas de que el fascismo fuera simplemente la expresión extrema de los intereses capitalistas. Más bien considera que el capitalismo puede funcionar con cualquier régimen, democrático o tiránico, que no vulnere la propiedad privada, y que el gran capital del periodo entreguerras habría preferido un conservadurismo más ortodoxo. Eso sí, la clase empresarial supo colaborar con los regímenes fascistas cuando fue necesario y aprovechar las ventajas que éstos le ofrecía, incluyendo, por ejemplo, la mano de obra esclava durante la guerra.

 

“Hay que reconocer, sin embargo, que el fascismo presentaba algunas importantes ventajas para el capital que no tenían otros regímenes. En primer lugar, eliminó o venció a la revolución social izquierdista y pareció convertirse en el principal bastión contra ella. En segundo lugar, suprimió los sindicatos obreros y otros elementos que limitaban los derechos de la patronal en su relación con la fuerza de trabajo. El «principio de liderazgo» fascista correspondía al que ya aplicaban la mayor parte de los empresarios en la relación con sus subordinados y el fascismo lo legitimó. En tercer lugar, la destrucción de los movimientos obreros contribuyó a garantizar a los capitalistas una respuesta muy favorable a la Gran Depresión.”

 

Dado que estamos viviendo nuestra propia era de las catástrofes, nos toca aprender lo que este historiados, que además vivió aquellos años, tiene que decirnos sobre la primera mitad del siglo XX.

 

EL SOCIALISMO REAL


Las comparaciones entre los regímenes de Stalin y Hitler son tentadoras, y Hobsbawm se ocupa de matizar. Como marxista, reconoce los excesos y atrocidades cometidas bajo el gobierno de Stalin, pero recuerda la importancia de no equiparar el comunismo soviético al nazismo. Como otros historiadores (Enzo Traverso, por ejemplo), pone en duda la utilidad del concepto de “totalitarismo” para referirse a ambos. Ultimadamente, tanto liberalismo como marxismo son herederos de la Ilustración, mientras que el fascismo representaba la reacción contra ella. Esto fue lo que permitió la alianza temporal entre liberalismo y marxismo para derrotar al fascismo.

 

Los líderes soviéticos nunca pretendieron un adoctrinamiento de la población ni un control total de su vida privada al nivel que logró Hitler; ni siquiera Stalin, y ninguno de los otros líderes de la URSS llegó a concentrar tanto poder como él. Hobsbawm hace un balance muy equilibrado del legado de Stalin y la URSS. Al paranoico dictador dedica incluso bastante espacio para analizar todo lo que hizo mal (que fue mucho). No se puede negar la persecución y matanza de los opositores políticos, los horrores del gulag, los desastres que llevaron a la hambruna y muerte de millones ni la censura de ideas, conocimientos científicos y movimientos artísticos contrarios al poder.


Por otro lado (y no es que una cosa justifique la otra), tampoco se puede negar que Rusia pasó en tiempo récord de ser una sociedad agrícola semifeudal a convertirse en una potencia industrial y tecnocientífica capaz de resistir la peor violencia del Tercer Reich, y luego de competir con bastante parejura con los Estados Unidos durante la Guerra Fría. Ni tampoco se niega que la URSS fue pionera en otorgar prestaciones y protecciones a la clase trabajadora, a las mujeres y a otros grupos vulnerables, aunque esto estuviera supeditado a una completa falta de democracia y libertades civiles. Cuando habla de “los años dorados” del siglo XX, Hobsbawm no se refiere sólo a Occidente; fueron también tiempos de prosperidad y desarrollo para el mundo socialista.

 


Si bien Moscú ejerció un férreo control sobre los territorios de los que se había apoderado tras la guerra, por lo general tuvo intenciones expansionistas. La idea de que los rusos estaban a la vuelta de la esquina a punto de invadir el patio trasero era una fantasía paranoica de los Estados Unidos. Las revoluciones y guerrillas comunistas que estallaron en el Tercer Mundo, tomaron por sorpresa al gobierno ruso, incluso si al final optó por apoyarlas.

 

Para Hobsbawm el comunismo soviético no fue derrotado ni por una traición interna, como sostienen quienes culpan a Gorvachov, ni por los esfuerzos bien planificados de los Estados Unidos (a quienes el colapso tomó desprevenidos). El modelo soviético se agotó tanto como se agotó el modelo del New Deal en Occidente, y su caída ocurrió al mismo tiempo. El capitalismo salvaje que reemplazó al comunismo soviético en Europa oriental fue mucho peor. No trajo prosperidad económica, pero dejó a las masas sin las protecciones estatales que hasta entonces tenían garantizadas. Por otra parte, si esto fue posible se debe en parte a que el afán de transformar a la sociedad y crear al Homo sovieticus fracasó, o más bien ni siquiera se intentó en serio. Tras la disolución de la URSS, encuestas en el antiguo bloque comunista revelaron que la mayoría de la población ni siquiera sabía quién era Marx.

 


En suma, el historiador quiere que entendamos que el legado de la URSS es complejo; ni la pesadilla totalitaria que ha trascendido en la propaganda de la Guerra Fría, ni el paraíso de los trabajadores con el que soñaban muchos izquierdistas en Occidente. Al fin y al cabo, es probable que el mayor legado del experimento soviético haya sido demostrar que una alternativa al capitalismo era posible, aunque durase solamente unas siete décadas, que es más de lo que puede presumir el modelo neoliberal, en catastrófico declive en nuestros días.

 

“El fracaso del modelo soviético confirmó a los partidarios del capitalismo en su convicción de que ninguna economía podía operar sin un mercado de valores. A su vez, el fracaso del modelo ultraliberal confirmó a los socialistas en la más razonable creencia de que los asuntos humanos, entre los que se incluye la economía, son demasiado importantes para dejarlos al juego del mercado.”

 

Eso sí, Hobsbawm cree que la ventaja de las generaciones futuras será poder aspirar a un socialismo libre de la sombra de la Unión Soviética, un experimento cuyo momento histórico ya ha pasado. Los neoestalinistas, coloquialmente llamados ‘tankies’, que casi lo único que tienen que aportar al discurso contemporáneo son apologías de tiranos del siglo XX, sólo fantasean con hacer caminar a un zombi.

 

LOS AÑOS MARAVILLOSOS


El libro de Hobsbawm se extiende por más de 600 páginas y aborda casi todos los temas imaginables, incluyendo el arte, la cultura, la ciencia y las transformaciones sociales. Me quiero detener en otro asunto relevante para nuestros días de activismo social: las grandes revueltas juveniles de los años 60.

 

En este tema veo un ejemplo de la poca perspectiva histórica de las generaciones jóvenes (o no tan jóvenes, ya que los millennials vamos p’al cuarto piso) y de su tendencia a considerarse las pioneras en todo y superiores a las que les precedieron. A menudo desprecian a las juventudes de aquel pasado como hippies que practicaban el horrendo pecado de la apropiación cultural, o feministas de segunda ola que nada más eran blancas clasemedieras. A esas generaciones de revolucionarios fallidos se contraponen a sí mismos, como la primera y única con la conciencia verdadera para distinguir el bien del mal. Es una visión que me parece miope y autocomplaciente.

 

¿Qué tiene que decir el historiador respecto de estos movimientos, sus causas, su significado y su verdadero legado? Sobre todo, ¿qué lecciones podemos aprender de esta experiencia? Para empezar, ¿por qué fue éste un movimiento de jóvenes y de estudiantes? Porque eran los que podían y querían, porque a pesar de vivir en “la edad de oro” del siglo XX, se permitían soñar con un mejor futuro, más allá de la prosperidad material, y porque eran quienes tenían la energía y el tiempo para luchar por él:

 

“Creían que las cosas podían ser distintas y mejores, aunque no supiesen exactamente cómo. Sus mayores, acostumbrados a épocas de privaciones y de paro, o que por lo menos las recordaban, no esperaban movilizaciones de masas radicales en una época en que los incentivos económicos para ello eran, en los países desarrollados, menores que nunca. La explosión de descontento estudiantil se produjo en el momento culminante de la gran expansión mundial, porque estaba dirigido, aunque fuese vaga y ciegamente, contra lo que los estudiantes veían como característico de esa sociedad, no contra el hecho de que la sociedad anterior no hubiera mejorado lo bastante las cosas. Paradójicamente, el hecho de que el empuje del nuevo radicalismo procediese de grupos no afectados por el descontento económico estimuló incluso a los grupos acostumbrados a movilizarse por motivos económicos a descubrir que, al fin y al cabo, podían pedir a la sociedad mucho más de lo que habían imaginado.”

 


¿Qué tan revolucionarios fueron realmente esos movimientos? Incluso si al final no tomaron el cielo por asalto ni abolieron el capitalismo o las jerarquías sociales, sí que representaron una auténtica transformación cultural. A la revuelta estudiantil se debe sumar el feminismo, los movimientos contra la discriminación racial, la revolución sexual, el uso de las drogas psicodélicas. En suma, trajo un montón de nuevas formas de entender el mundo.

 

“La revuelta estudiantil de fines de los sesenta fue el último estertor de la revolución en el viejo mundo. Fue revolucionaria tanto en el viejo sentido utópico de búsqueda de un cambio permanente de valores, de una sociedad nueva y perfecta, como en el sentido operativo de procurar alcanzarlo mediante la acción en las calles y en las barricadas, con bombas y emboscadas en las montañas. Fue global, no sólo porque la ideología de la tradición revolucionaria, de 1789 a 1917, era universal e internacionalista —incluso un movimiento tan exclusivamente nacionalista como el separatismo vasco de ETA, un producto típico de los años sesenta, se proclamaba en cierto sentido marxista—, sino porque, por primera vez, el mundo, o al menos el mundo en el que vivían los ideólogos estudiantiles, era realmente global.”

 

Pero los estudiantes no podían lograr una revolución sin la clase obrera y además sus objetivos políticos eran vagos; estaban movidos más por la pasión y el idealismo que por planes de acción concretos. Ése es un error que todo movimiento juvenil debe evitar.

 

“El motivo por el que 1968 (y su prolongación en 1969 y 1970) no fue la revolución, y nunca pareció que pudiera serlo, fue que los estudiantes, por numerosos y movilizables que fueran, no podían hacerla solos. Su eficacia política descansaba sobre su capacidad de actuación como señales y detonadores de grupos mucho mayores pero más difíciles de inflamar. Desde los años sesenta los estudiantes han conseguido a veces actuar así: precipitaron una enorme ola de huelgas de obreros en Francia y en Italia en 1968, pero, después de veinte años de mejoras sin paralelo para los asalariados en economías de pleno empleo, la revolución era lo último en que pensaban las masas proletarias.”

 


Además, al crecer, muchos de los jóvenes abandonaron su radicalismo y se integraron a la maquinaria del sistema. Terminarían convirtiéndose en una generación conservadora, cuyos intereses quedarían vinculados a la permanencia del statu quo. Yo creo que ése es el peor destino posible.

 

“Los grupos de jóvenes, aún no asentados en la edad adulta, son el foco tradicional del entusiasmo, el alboroto y el desorden, como sabían hasta los rectores de las universidades medievales, y las pasiones revolucionarias son más habituales a los dieciocho años que a los treinta y cinco, como les han dicho generaciones de padres europeos burgueses a generaciones de hijos y (luego) de hijas incrédulos.

 

Los estudiantes mexicanos aprendieron pronto a) que el estado y el aparato del partido reclutaban sus cuadros fundamentalmente en las universidades, y b) que cuanto más revolucionarios fuesen como estudiantes, mejores serían los empleos que les ofrecerían al licenciarse. Incluso en la respetable Francia, el ex maoísta de principios de los setenta que hacía más tarde una brillante carrera como funcionario estatal se convirtió en una figura familiar.”

 

Sin embargo, nada de eso elimina el legado de la revolución cultural sesentera, o que al cabo vivimos con sus consecuencias.

 

LA ERA DE LOS EXTREMOS 


El título del libro en inglés original es Age of Extremes, The Short Twentieth Century. Me parece atinado el mote que Hobsbawm le pone al siglo pasado, pues en verdad fue una era de extremos. Nuestro siglo no pinta que vaya a estar mejor a ese respecto. Vamos a necesitar acciones colectivas de gran envergadura que tengan como objetivos cambios en verdad radicales. Pero para ello necesitamos conocimiento, porque la sola pasión no lo puede todo.

 

Es por eso que me pareció importante recomendarles este libro. Espero que lo que les he platicado de él les haya llamado la atención y se animen a leerlo, pues creo que sus lecciones nos van a ser muy necesarias para enfrentar lo que viene. Como nos advierte el mismo Hobsbawm:

 

“No sabemos a dónde vamos, sino tan sólo que la historia nos ha llevado hasta este punto y —si los lectores comparten el planteamiento de este libro— por qué. Sin embargo, una cosa está clara: si la humanidad ha de tener un futuro, no será prolongando el pasado o el presente. Si intentamos construir el tercer milenio sobre estas bases, fracasaremos. Y el precio del fracaso, esto es, la alternativa a una sociedad transformada, es la oscuridad.”

 



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