Parece que este 2022 ha sido un año de relecturas, de
recordar las viejas lecciones aprendidas y de aprender algunas nuevas que
habían pasado desapercibidas. Conforme pasan los años, una persona adquiere
conocimientos, experiencias, otras lecturas. Puede ser que recuerde lo básico y
más importante de un libro leído diez o más años antes, pero cuando regresa a
él se topa con que ha cambiado tanto que es como si fuera la primera vez. Esto
me ha pasado con Historia del siglo XX, de Eric Hobsbawm
(1917-2012), que revisité este año (lo leí por primera vez en 2011, cuando el
autor seguía vivo).
Creo que lo que más me impactó de esta segunda lectura fue
el darme cuenta de que Hobsbawm ya había descrito muchos de los problemas que
nos están afectando en el presente. Desde el ascenso de la extrema derecha
hasta la crisis climática, pasando por el deterioro en nuestra calidad de vida
y el aumento de la desigualdad. Y no es que tuviera dones proféticos, es que
esos problemas ya estaban ahí, cuando escribió en 1994.
VIVIENDO DESPUÉS DEL DERRUMBE
En realidad, esos problemas se originan en la que él
distingue como la tercera etapa del siglo XX corto. Hobsbawm da este
título a los años transcurridos entre el inicio de la Primera Guerra Mundial en
1914 y la caída de la Unión Soviética en 1991, que a su vez en tres etapas: la
era de las catástrofes, la edad de oro y el derrumbamiento. La era de las
catástrofes es la de las guerras mundiales, revoluciones, genocidios,
crisis económica y derrumbamiento de los imperios coloniales. La edad de oro
es la de un crecimiento económico sin precedentes en la historia humana, tanto
para el capitalismo liberal como para el socialismo, además de lo que Hobsbawm
considera las mayores transformaciones culturales y sociales de todos los tiempos.
La última etapa, el derrumbamiento, corresponde al declive tanto del
consenso liberal posterior a la Segunda Guerra Mundial, como del socialismo
real como había existido en la esfera soviética.
Durante la edad de oro en el Occidente capitalista había
prevalecido un consenso surgido del New Deal y la economía
keynesiana, que había puesto riendas al capitalismo salvaje, y junto a una economía
de mercado, sostenía un estado de bienestar que proveía a sus ciudadanos de
servicios básicos como salud, educación y vivienda; los sindicatos y el
movimiento obrero eran fuertes, y lograron numerosas conquistas en materia de
derechos laborales; altos impuestos a la riqueza contribuían a reducir la
desigualdad inherente en el capitalismo. Éstas y otras políticas estaban en
gran parte inspiradas por la amenaza del comunismo, que ofrecía un modelo
alternativo. Como resultado, se crearon las sociedades más prósperas y menos
desiguales de la historia moderna, que permitieron un auge espectacular de
las clases medias (aunque siempre había grupos que no se beneficiaban de esta
abundancia, en especial las minorías raciales).
Sin embargo, y es algo que subraya Hobsbawm, este modelo no
fue simplemente destruido a traición. Sucede que se agotó; a partir de los
setenta llegaron décadas de crisis en las que se fue volviendo más y más
evidente que los estados ya no podían proveer a sus ciudadanos del bienestar
que daban por sentado, ni siquiera habiéndolo querido.
Es entonces que surge una nueva “teología del libre
mercado”, el neoliberalismo, que causaría estragos tanto en el tercer mundo
y en el antiguo bloque comunista, como en los países capitalistas
desarrollados. Los efectos han sido sociales, culturales, políticos y
económicos; vino un individualismo alienante, la erosión de la vida
comunitaria, una mayor distancia entre la ciudadanía y el gobierno, y una
economía tan caótica que las fuerzas de una democracia en retroceso no podían
controlar.
“Las
décadas de crisis habían demostrado las limitaciones de las diversas políticas
de la edad de oro, pero sin generar ninguna alternativa convincente. Revelaron
también las imprevistas, pero espectaculares consecuencias sociales y
culturales de la era de la revolución económica mundial iniciada en 1945, así
como sus consecuencias ecológicas, potencialmente catastróficas. Mostraron, en
suma, que las instituciones colectivas humanas habían perdido el control sobre
las consecuencias colectivas de la acción del hombre. De hecho, uno de los
atractivos intelectuales que ayudan a explicar el breve auge de la utopía
neoliberal es precisamente que ésta procuraba eludir las decisiones humanas
colectivas. Había que dejar que cada individuo persiguiera su satisfacción sin
restricciones, y fuera cual fuese el resultado, sería el mejor posible.
Cualquier curso alternativo sería peor, se decía de manera poco convincente.”
En la década de los 90 el neoliberalismo había conquistado
el poder de la mano de líderes como Margaret Thatcher y Ronald Reagan, y
se había convertido en la ortodoxia tanto para los partidos liberales como los
conservadores en el mundo occidental. La decadencia del estado de bienestar no
parecía dejar otra alternativa. “El gobierno no es la solución al problema”,
había dicho Reagan, “el gobierno es el problema”.
“A
finales de siglo el estado-nación estaba a la defensiva contra una economía
mundial que no podía controlar; contra las instituciones que construyó para
remediar su propia debilidad internacional, como la Unión Europea; contra su
aparente incapacidad financiera para mantener los servicios a sus ciudadanos
que había puesto en marcha confiadamente algunas décadas atrás; contra su
incapacidad real para mantener la que, según su propio criterio, era su función
principal: la conservación de la ley y el orden públicos. El propio hecho de
que, durante la época de su apogeo, el estado asumiese y centralizase tantas
funciones, y se fijase unas metas tan ambiciosas en materia de control y orden
público, hacía su incapacidad para sostenerlas doblemente dolorosa.”
Hoy, a pesar de que vivimos las terribles consecuencias de
ese triunfo, no ha hecho más que radicalizarse en ideologías que antaño
habrían sido descartadas como extremistas, en la forma de libertarianismo de
derechas, el anarcocapitalismo y demás. Para estas ideologías la existencia
misma del estado implica una amenaza de comunismo (“socialismo es cuando el
gobierno hace cosas”).
En realidad, su objetivo es desmantelar las instituciones
que todavía tienen una pizca de control democrático, en las que la ciudadanía
tiene cierta influencia sobre la autoridad, para dejar a entidades
completamente antidemocráticas, las corporaciones capitalistas, libres de
cualquier fuerza que pueda limitar su poder. La ofensiva ideológica para
desarticular cualquier control democrático sobre las actividades económicas se
vuelve más y más hostil, mientras se hace más evidente de que el culto al
libre mercado ha traído miseria para la mayoría de las personas.
Las generaciones del siglo XXI, advierte Hobsbawm, tendrán
que buscar soluciones que vayan en el sentido inverso, hacia la restauración
de lo público y lo colectivo, y la superación del crecimiento por sí mismo
como objetivo último.
“Si
estas décadas demostraron algo, fue que el principal problema del mundo, y por
supuesto del mundo desarrollado, no era cómo multiplicar la riqueza de las
naciones, sino cómo distribuirla en beneficio de sus habitantes. Esto fue así
incluso en los países pobres «en desarrollo» que necesitaban un mayor
crecimiento económico.
La
distribución social y no el crecimiento es lo que dominará las políticas del
nuevo milenio. Para detener la inminente crisis ecológica es imprescindible que
el mercado no se ocupe de asignar los recursos o, al menos, que se limiten
tajantemente las asignaciones del mercado. De una manera o de otra, el destino
de la humanidad en el nuevo milenio dependerá de la restauración de las
autoridades públicas.”
Es apenas en la década de 2020 que el problema del cambio
climático está pasando al discurso público de la forma generalizada en que
se necesita. En décadas anteriores, incluso quienes no lo negaban lo trataban
como algo que podría ocurrir a futuro, pero que seguramente se evitaría con algunas
reformas y avance tecnológico. Tras la pandemia de Covid-19 y los desastres
naturales que han golpeado al mundo en los últimos dos años, por fin la
ciudadanía de a pie comienza a dimensionar la gravedad de la crisis, y a
adquirir consciencia de su relación con nuestro modelo económico. Pero Hobsbawm
ya lo advertía en 1994; la esperanza de superar esta crisis no es compatible
con la supervivencia del modelo económico actual:
“Sin
duda los expertos científicos pueden establecer lo que se necesita para evitar
una crisis irreversible, pero no hay que olvidar que establecer este equilibrio
no es un problema científico y tecnológico, sino político y social. Sin
embargo, hay algo indudable: este equilibrio sería incompatible con una
economía mundial basada en la búsqueda ilimitada de beneficios económicos por
parte de unas empresas que, por definición, se dedican a este objetivo y
compiten una contra otra en un mercado libre global. Desde el punto de vista
ambiental, si la humanidad ha de tener un futuro, el capitalismo de las décadas
de crisis no debería tenerlo.”
A pesar de los increíbles progresos de la ciencia en el
siglo XX, y de lo mucho que la necesitamos para atajar nuestras crisis, hacia
el final del milenio se advertían dos grandes problemas relacionados con el
discurso alrededor del papel ciencia y lo que es científico. Primero, que la
economía, como disciplina, estaba tan ideologizada que se había convertido en una
teología secular. Eso no impedía que sus adherentes la presentaran como una
ciencia objetiva con postulados incontrovertibles y que trataran a sus
detractores como supersticiosos negacionistas. Los seguidores de la fe
económica no pudieron o no quisieron ver cómo su área profesional estaba
influida por la ideología de forma que otras ciencias no. Esto ha llegado hoy a
un punto en que los ‘ultras’ del capitalismo llaman ‘saber de economía’
a aceptar ciegamente una serie de dogmas ideológicos.
“Las
ciencias naturales podían reflejar el siglo en que vivían los científicos tan
sólo dentro de los confines de la metodología empírica que, en una época de
incertidumbre epistemológica, se generalizó necesariamente: la de la hipótesis
verificable —o, en términos de Karl Popper (1902- 1994), falsable— mediante
pruebas prácticas. Esto imponía límites a su ideologización. La economía,
aunque sujeta a exigencias de lógica y consistencia, ha florecido como una
especie de teología —probablemente como la rama más influyente de la teología
secular, en el mundo occidental— porque normalmente se puede formular, y se
formula, en unos términos que le permiten rehuir el control de la verificación.
La física no puede permitírselo. Así, mientras que en el ámbito de la economía
se puede demostrar que las escuelas en conflicto y el cambio de las modas del
pensamiento económico son fiel reflejo de las experiencias y del debate
ideológico contemporáneos, esto no sucede en el ámbito de la cosmología.”
Pero ése no era el único problema. La contracultura sesentera cultivó
en la izquierda una vertiente anticientífica que no distinguía entre el
hecho de que la actividad científica está influida por sus condiciones
sociopolíticas, y la interpretación extrema de que la ciencia es por tanto tan
subjetiva como cualquier narrativa ideológica o religiosa. Este problema ha crecido
y causando estragos, en especial en un mundo en el que el negacionismo del
cambio climático o el movimiento antivacunas tienen consecuencias letales:
“Una
vez más, la ciencia se vio asediada por los críticos, aunque,
significativamente, no sufrió ya el acoso de la religión tradicional,
exceptuando algunos grupos fundamentalistas intelectualmente insignificantes.
El clero aceptaba ahora la hegemonía del laboratorio, y procuraba extraer todo
el consuelo teológico posible de la cosmología científica cuyas teorías del big
bang podían, a los ojos de la fe, presentarse como prueba de que un Dios
había creado el mundo. Por otro lado, la revolución cultural occidental de los
años sesenta y setenta produjo un fuerte ataque neorromántico e irracionalista
contra la visión científica del mundo; un ataque cuyo tono podía pasar de
radical a reaccionario con facilidad.”
Así, sin saber que ocurriría un once de septiembre, o que
Internet llegaría a ser una parte tan importante del discurso público, Hobsbawm
pudo ver con claridad cuáles problemas habrían de atribularnos en las primeras
décadas del siglo XXI. Esto es importante comprenderlo, porque las generaciones
que alcanzaron la adultez ya iniciado el tercer milenio tendemos muchas veces a
pensar que nuestras cuitas son del todo nuevas (sobre todo porque en nuestra
niñez estábamos inconscientes de ello) y que nuestras ideas al respecto son
también tremendamente novedosas.
NUESTRA ERA DE CATÁSTROFES
Si estoy contando la historia al revés, empezando por el
tercio final, es porque quiero precisamente que éste sea el gancho para llamar
la atención de potenciales lectores: que sepan que en esta obra magna podrán
encontrar las claves para esclarecer los años que estamos atravesando. Pero
si la conexión entre nuestros deprimentes dosmilveintes y el auge del
neoliberalismo a finales de los setenta es bastante obvia, lo cierto es que a
su vez para comprender cómo llegamos acá hay que conocer la historia completa
del siglo XX. Y nuestra época también tiene mucho en común con la era de las
catástrofes.
Por ejemplo, la ideología neoliberal y sus derivaciones más
extremas, son en gran parte un retroceso a una época histórica previa a los
derechos laborales y a las regulaciones, cuando estaban normalizadas
atrocidades como el trabajo infantil en las minas de Inglaterra. Este sistema
no sólo producía muchas injusticias y sufrimiento, sino que llevó a la Gran
Depresión, la peor crisis económica del capitalismo… antes de la que
vivimos ahora. Es por eso que Hobsbawm, sobreviviente de esos años, se muestra
incrédulo ante el regreso de esas doctrinas a finales del siglo:
“Para
aquellos de nosotros que vivimos los años de la Gran Depresión todavía resulta
incomprensible que la ortodoxia del mercado libre, tan patentemente
desacreditada, haya podido presidir nuevamente un período general de depresión
a finales de los años ochenta y comienzos de los noventa, en el que se ha
mostrado igualmente incapaz de aportar soluciones. Este extraño fenómeno debe servir
para recordarnos un gran hecho histórico que ilustra: la increíble falta de
memoria de los teóricos y prácticos de la economía. Es también una ilustración
de la necesidad que la sociedad tiene de los historiadores, que son los «recordadores»
profesionales de lo que sus conciudadanos desean olvidar.”
El otro problema que se ha vuelto ineludible en nuestros tiempos
es el crecimiento y normalización de la extrema derecha. Así como la
crisis iniciada en 1929 favoreció el ascenso del fascismo, la crisis de 2008 ha
hecho lo propio. Y así como ese fascismo se presentaba como el salvador de la
civilización ante la amenaza del socialismo, hoy en día se erige como la única
alternativa frente a los movimientos por la justicia social.
De hecho, Hobsbawm dedica todo un capítulo a analizar las causas
de la caída de la democracia liberal, que a principios de siglo parecía
ser la norma y el futuro para todos los países. Sin embargo, en los años entre
las guerras mundiales, las democracias se convirtieron en minorías en
Occidente, y fueron suplantadas por dictaduras. A finales del siglo XX, tras la
derrota del comunismo soviético, también parecía que el futuro estaba asegurado
para las democracias liberales bajo el capitalismo. Apenas 30 años después, la
democracia está en crisis.
“Hostil
como era, por principio, a la Ilustración y a la revolución francesa, el
fascismo no podía creer formalmente en la modernidad y en el progreso, pero no
tenía dificultad en combinar un conjunto absurdo de creencias con la
modernización tecnológica en la práctica, excepto en algunos casos en que
paralizó la investigación científica básica por motivos ideológicos. El
fascismo triunfó sobre el liberalismo al proporcionar la prueba de que los
hombres pueden, sin dificultad, conjugar unas creencias absurdas sobre el mundo
con un dominio eficaz de la alta tecnología contemporánea. Los años finales del
siglo XX, con las sectas fundamentalistas que manejan las armas de la
televisión y de la colecta de fondos programada por ordenador, nos han familiarizado
más con este fenómeno.”
Con nuevas generaciones de reaccionarios llamando a rechazar
la modernidad y abrazar la tradición desde sus celulares con 5G, este
escenario resulta aterradoramente familiar. Los fascismos históricos fueron
movimientos de masas, pero muchas veces se entiende de ello que la mayoría de
sus seguidores eran gente pobre e ignorante, fanáticos sin educación fácilmente
manipulables. Hobsbawm recuerda que el fascismo habría sido imposible sin la
colaboración de las élites y las clases medias. La clase trabajadora,
organizada en sindicatos e impulsora del movimiento laborista, ofreció la mayor
resistencia al crecimiento del fascismo, y la clase empresarial empleó a los
matones de Hitler y Mussolini para reprimir y amedrentar a los obreros.
“Entre
1930 y 1932, los votantes de los partidos burgueses del centro y de la derecha
se inclinaron en masa por el partido nazi. Sin embargo, no fueron ellos los
constructores del fascismo. Por la forma en que se dibujaron las líneas de la
lucha política en el período de entreguerras, esas capas medias conservadoras
eran susceptibles de apoyar, e incluso de abrazar, el fascismo. La amenaza para
la sociedad liberal y para sus valores parecía encarnada en la derecha, y la
amenaza para el orden social, en la izquierda. Fueron sus temores los que
determinaron la inclinación política de la clase media. Los conservadores
tradicionales se sentían atraídos por los demagogos del fascismo y se mostraron
dispuestos a aliarse con ellos contra el gran enemigo. El fascismo italiano
tenía buena prensa en los años veinte e incluso en los años treinta, excepto en
la izquierda del liberalismo.”
Hoy en día, en que la frontera que separa a la derecha tradicional
de la extrema derecha se hace más y más difusa, vale la pena recordar eso. No
obstante, Hobsbawm no comparte la tesis de otros marxistas de que el fascismo
fuera simplemente la expresión extrema de los intereses capitalistas.
Más bien considera que el capitalismo puede funcionar con cualquier régimen,
democrático o tiránico, que no vulnere la propiedad privada, y que el gran
capital del periodo entreguerras habría preferido un conservadurismo más
ortodoxo. Eso sí, la clase empresarial supo colaborar con los regímenes
fascistas cuando fue necesario y aprovechar las ventajas que éstos le ofrecía,
incluyendo, por ejemplo, la mano de obra esclava durante la guerra.
“Hay
que reconocer, sin embargo, que el fascismo presentaba algunas importantes
ventajas para el capital que no tenían otros regímenes. En primer lugar,
eliminó o venció a la revolución social izquierdista y pareció convertirse en
el principal bastión contra ella. En segundo lugar, suprimió los sindicatos
obreros y otros elementos que limitaban los derechos de la patronal en su
relación con la fuerza de trabajo. El «principio de liderazgo» fascista
correspondía al que ya aplicaban la mayor parte de los empresarios en la
relación con sus subordinados y el fascismo lo legitimó. En tercer lugar, la
destrucción de los movimientos obreros contribuyó a garantizar a los
capitalistas una respuesta muy favorable a la Gran Depresión.”
Dado que estamos viviendo nuestra propia era de las
catástrofes, nos toca aprender lo que este historiados, que además vivió
aquellos años, tiene que decirnos sobre la primera mitad del siglo XX.
EL SOCIALISMO REAL
Las comparaciones entre los regímenes de Stalin y Hitler
son tentadoras, y Hobsbawm se ocupa de matizar. Como marxista, reconoce los
excesos y atrocidades cometidas bajo el gobierno de Stalin, pero recuerda la
importancia de no equiparar el comunismo soviético al nazismo. Como otros
historiadores (Enzo Traverso, por ejemplo), pone en duda la utilidad del
concepto de “totalitarismo” para referirse a ambos. Ultimadamente, tanto
liberalismo como marxismo son herederos de la Ilustración, mientras que
el fascismo representaba la reacción contra ella. Esto fue lo que permitió la
alianza temporal entre liberalismo y marxismo para derrotar al fascismo.
Los líderes soviéticos nunca pretendieron un adoctrinamiento de la población ni un control total de su vida privada al nivel que logró Hitler; ni siquiera Stalin, y ninguno de los otros líderes de la URSS llegó a concentrar tanto poder como él. Hobsbawm hace un balance muy equilibrado del legado de Stalin y la URSS. Al paranoico dictador dedica incluso bastante espacio para analizar todo lo que hizo mal (que fue mucho). No se puede negar la persecución y matanza de los opositores políticos, los horrores del gulag, los desastres que llevaron a la hambruna y muerte de millones ni la censura de ideas, conocimientos científicos y movimientos artísticos contrarios al poder.
Por otro lado (y no es que una cosa justifique la otra), tampoco se puede negar que Rusia pasó en
tiempo récord de ser una sociedad agrícola semifeudal a convertirse en una potencia
industrial y tecnocientífica capaz de resistir la peor violencia del Tercer
Reich, y luego de competir con bastante parejura con los Estados Unidos durante
la Guerra Fría. Ni tampoco se niega que la URSS fue pionera en otorgar prestaciones
y protecciones a la clase trabajadora, a las mujeres y a otros grupos
vulnerables, aunque esto estuviera supeditado a una completa falta de
democracia y libertades civiles. Cuando habla de “los años dorados” del
siglo XX, Hobsbawm no se refiere sólo a Occidente; fueron también tiempos de
prosperidad y desarrollo para el mundo socialista.
Si bien Moscú ejerció un férreo control sobre los
territorios de los que se había apoderado tras la guerra, por lo general tuvo
intenciones expansionistas. La idea de que los rusos estaban a la vuelta de la
esquina a punto de invadir el patio trasero era una fantasía paranoica de los
Estados Unidos. Las revoluciones y guerrillas comunistas que estallaron
en el Tercer Mundo, tomaron por sorpresa al gobierno ruso, incluso si al final
optó por apoyarlas.
Para Hobsbawm el comunismo soviético no fue derrotado ni por
una traición interna, como sostienen quienes culpan a Gorvachov, ni por los
esfuerzos bien planificados de los Estados Unidos (a quienes el colapso tomó
desprevenidos). El modelo soviético se agotó tanto como se agotó el
modelo del New Deal en Occidente, y su caída ocurrió al mismo tiempo. El
capitalismo salvaje que reemplazó al comunismo soviético en Europa oriental
fue mucho peor. No trajo prosperidad económica, pero dejó a las masas sin las
protecciones estatales que hasta entonces tenían garantizadas. Por otra parte,
si esto fue posible se debe en parte a que el afán de transformar a la sociedad
y crear al Homo sovieticus fracasó, o más bien ni siquiera se
intentó en serio. Tras la disolución de la URSS, encuestas en el antiguo bloque
comunista revelaron que la mayoría de la población ni siquiera sabía quién era
Marx.
En suma, el historiador quiere que entendamos que el
legado de la URSS es complejo; ni la pesadilla totalitaria que ha
trascendido en la propaganda de la Guerra Fría, ni el paraíso de los
trabajadores con el que soñaban muchos izquierdistas en Occidente. Al fin y al
cabo, es probable que el mayor legado del experimento soviético haya sido
demostrar que una alternativa al capitalismo era posible, aunque durase
solamente unas siete décadas, que es más de lo que puede presumir el modelo
neoliberal, en catastrófico declive en nuestros días.
“El
fracaso del modelo soviético confirmó a los partidarios del capitalismo en su
convicción de que ninguna economía podía operar sin un mercado de valores. A su
vez, el fracaso del modelo ultraliberal confirmó a los socialistas en la más
razonable creencia de que los asuntos humanos, entre los que se incluye la
economía, son demasiado importantes para dejarlos al juego del mercado.”
Eso sí, Hobsbawm cree que la ventaja de las generaciones
futuras será poder aspirar a un socialismo libre de la sombra de la Unión
Soviética, un experimento cuyo momento histórico ya ha pasado. Los
neoestalinistas, coloquialmente llamados ‘tankies’, que casi lo único que
tienen que aportar al discurso contemporáneo son apologías de tiranos del siglo
XX, sólo fantasean con hacer caminar a un zombi.
LOS AÑOS MARAVILLOSOS
El libro de Hobsbawm se extiende por más de 600 páginas y aborda
casi todos los temas imaginables, incluyendo el arte, la cultura, la ciencia y
las transformaciones sociales. Me quiero detener en otro asunto relevante para
nuestros días de activismo social: las grandes revueltas juveniles de los
años 60.
En este tema veo un ejemplo de la poca perspectiva
histórica de las generaciones jóvenes (o no tan jóvenes, ya que los millennials
vamos p’al cuarto piso) y de su tendencia a considerarse las pioneras en todo y
superiores a las que les precedieron. A menudo desprecian a las juventudes de
aquel pasado como hippies que practicaban el horrendo pecado de la apropiación
cultural, o feministas de segunda ola que nada más eran blancas clasemedieras.
A esas generaciones de revolucionarios fallidos se contraponen a sí mismos,
como la primera y única con la conciencia verdadera para distinguir el bien del
mal. Es una visión que me parece miope y autocomplaciente.
¿Qué tiene que decir el historiador respecto de estos movimientos,
sus causas, su significado y su verdadero legado? Sobre todo, ¿qué lecciones
podemos aprender de esta experiencia? Para empezar, ¿por qué fue éste un
movimiento de jóvenes y de estudiantes? Porque eran los que podían y querían,
porque a pesar de vivir en “la edad de oro” del siglo XX, se permitían
soñar con un mejor futuro, más allá de la prosperidad material, y porque eran
quienes tenían la energía y el tiempo para luchar por él:
“Creían
que las cosas podían ser distintas y mejores, aunque no supiesen exactamente
cómo. Sus mayores, acostumbrados a épocas de privaciones y de paro, o que por
lo menos las recordaban, no esperaban movilizaciones de masas radicales en una
época en que los incentivos económicos para ello eran, en los países
desarrollados, menores que nunca. La explosión de descontento estudiantil se
produjo en el momento culminante de la gran expansión mundial, porque estaba
dirigido, aunque fuese vaga y ciegamente, contra lo que los estudiantes veían
como característico de esa sociedad, no contra el hecho de que la sociedad
anterior no hubiera mejorado lo bastante las cosas. Paradójicamente, el hecho
de que el empuje del nuevo radicalismo procediese de grupos no afectados por el
descontento económico estimuló incluso a los grupos acostumbrados a movilizarse
por motivos económicos a descubrir que, al fin y al cabo, podían pedir a la
sociedad mucho más de lo que habían imaginado.”
¿Qué tan revolucionarios fueron realmente esos movimientos?
Incluso si al final no tomaron el cielo por asalto ni abolieron el capitalismo
o las jerarquías sociales, sí que representaron una auténtica
transformación cultural. A la revuelta estudiantil se debe sumar el
feminismo, los movimientos contra la discriminación racial, la revolución
sexual, el uso de las drogas psicodélicas. En suma, trajo un montón de nuevas
formas de entender el mundo.
“La
revuelta estudiantil de fines de los sesenta fue el último estertor de la
revolución en el viejo mundo. Fue revolucionaria tanto en el viejo sentido
utópico de búsqueda de un cambio permanente de valores, de una sociedad nueva y
perfecta, como en el sentido operativo de procurar alcanzarlo mediante la
acción en las calles y en las barricadas, con bombas y emboscadas en las
montañas. Fue global, no sólo porque la ideología de la tradición
revolucionaria, de 1789 a 1917, era universal e internacionalista —incluso un
movimiento tan exclusivamente nacionalista como el separatismo vasco de ETA, un
producto típico de los años sesenta, se proclamaba en cierto sentido marxista—,
sino porque, por primera vez, el mundo, o al menos el mundo en el que vivían
los ideólogos estudiantiles, era realmente global.”
Pero los estudiantes no podían lograr una revolución sin la clase
obrera y además sus objetivos políticos eran vagos; estaban movidos más por la
pasión y el idealismo que por planes de acción concretos. Ése es un error que
todo movimiento juvenil debe evitar.
“El
motivo por el que 1968 (y su prolongación en 1969 y 1970) no fue la revolución,
y nunca pareció que pudiera serlo, fue que los estudiantes, por numerosos y
movilizables que fueran, no podían hacerla solos. Su eficacia política
descansaba sobre su capacidad de actuación como señales y detonadores de grupos
mucho mayores pero más difíciles de inflamar. Desde los años sesenta los
estudiantes han conseguido a veces actuar así: precipitaron una enorme ola de
huelgas de obreros en Francia y en Italia en 1968, pero, después de veinte años
de mejoras sin paralelo para los asalariados en economías de pleno empleo, la
revolución era lo último en que pensaban las masas proletarias.”
Además, al crecer, muchos de los jóvenes abandonaron su
radicalismo y se integraron a la maquinaria del sistema. Terminarían
convirtiéndose en una generación conservadora, cuyos intereses quedarían
vinculados a la permanencia del statu quo. Yo creo que ése es el peor
destino posible.
“Los
grupos de jóvenes, aún no asentados en la edad adulta, son el foco tradicional
del entusiasmo, el alboroto y el desorden, como sabían hasta los rectores de
las universidades medievales, y las pasiones revolucionarias son más habituales
a los dieciocho años que a los treinta y cinco, como les han dicho generaciones
de padres europeos burgueses a generaciones de hijos y (luego) de hijas
incrédulos.
Los
estudiantes mexicanos aprendieron pronto a) que el estado y el aparato del
partido reclutaban sus cuadros fundamentalmente en las universidades, y b) que
cuanto más revolucionarios fuesen como estudiantes, mejores serían los empleos
que les ofrecerían al licenciarse. Incluso en la respetable Francia, el ex
maoísta de principios de los setenta que hacía más tarde una brillante carrera
como funcionario estatal se convirtió en una figura familiar.”
Sin embargo, nada de eso elimina el legado de la revolución
cultural sesentera, o que al cabo vivimos con sus consecuencias.
LA ERA DE LOS EXTREMOS
El título del libro en inglés original es Age of
Extremes, The Short Twentieth Century. Me parece atinado el mote que
Hobsbawm le pone al siglo pasado, pues en verdad fue una era de extremos.
Nuestro siglo no pinta que vaya a estar mejor a ese respecto. Vamos a necesitar
acciones colectivas de gran envergadura que tengan como objetivos cambios en
verdad radicales. Pero para ello necesitamos conocimiento, porque la sola
pasión no lo puede todo.
Es por eso que me pareció importante recomendarles este
libro. Espero que lo que les he platicado de él les haya llamado la atención y
se animen a leerlo, pues creo que sus lecciones nos van a ser muy necesarias
para enfrentar lo que viene. Como nos advierte el mismo Hobsbawm:
“No
sabemos a dónde vamos, sino tan sólo que la historia nos ha llevado hasta este
punto y —si los lectores comparten el planteamiento de este libro— por qué. Sin
embargo, una cosa está clara: si la humanidad ha de tener un futuro, no será
prolongando el pasado o el presente. Si intentamos construir el tercer milenio
sobre estas bases, fracasaremos. Y el precio del fracaso, esto es, la
alternativa a una sociedad transformada, es la oscuridad.”
Hola, gracias por leer. Este texto fue publicado con anticipación para mis mecenas en Patreon. Tú también puedes ayudarme a seguir divulgando el conocimiento c
No hay comentarios.:
Publicar un comentario