William L. Shirer (1904-1993) fue un periodista
estadounidense que sirvió como corresponsal para diversos medios de su país en
varios lugares del mundo, incluyendo la India, Medio Oriente y Europa. De orígenes modestos, Shirer tuvo que trabajar
desde pequeño para ayudar a sostener a su familia tras la muerte de su padre.
Se pagó un viaje a Europa en 1925, trabajando en un barco que transportaba
ganado, y permaneció en el Viejo Continente por los siguientes 15 años.
Shirer es famoso sobre todo por su cobertura de primera mano
de la Alemania nazi, en la que vivió entre 1934 y 1940, y desde la que
transmitía una cápsula radial para la CBS. También estuvo presente durante los
juicios de Nuremberg, cuando se juzgó a los criminales nazis tras la
guerra. Basándose no sólo en su experiencia, sino en una amplia documentación
recabada durante años, que incluía entrevistas, bitácoras, papeles de gobierno
y mucho más, Shirer creó una de las obras historiográficas más importantes e
influyentes del siglo XX: Auge y caída del Tercer Reich (1960).
Aunque
viví y Trabajé en el Tercer Reich durante la primera mitad de su breve vida,
viendo personalmente a Adolf Hitler consolidar su poder como dictador de esta
grande aunque siempre frustrada nación, y luego conducirla a la guerra y la
conquista, esta experiencia personal no me habría llevado a intentar escribir
este libro si no hubiera ocurrido al final de la Segunda Guerra Mundial algo
único en la historia.
Consistió en la captura de la mayor parte de los archivos confidenciales del gobierno alemán y todas sus ramas, incluyendo la de Asuntos Exteriores, el ejército y la armada, el Partido Nacionalsocialista y la policía secreta de Heinrich Himmler. Jamás anteriormente, creo, había caído un tesoro tan vasto en manos de historiadores contemporáneos.
Hace tiempo ya contaba con esta obra en mi biblioteca, y la
he usado en varias ocasiones como referencia y consulta, pero sólo hasta hace
poco me decidí a leerla de cabo a rabo. Con sus dos volúmenes de 860 y
660 páginas respectivamente, constituye una de las historias más completas
de la Alemania nazi que ustedes puedan conseguir.
El libro construye narración amplia y detallada que inicia
con la vida del mismísimo Adolf Hitler y la fundación del Partido Nazi, y que
termina con la muerte del Führer y la capitulación de la Alemania tras 12 años
de gobierno, 5 de los cuales fueron de guerra total.
No tiene mucho caso hacerles aquí un resumen de lo que nos
cuenta el libro. Los puntos esenciales de esta historia son de conocimiento
público, mientras que son la profundidad y el detalle lo que hacen a
esta obra tan atractiva. Shirer no se limita a resumir los hechos importantes,
sino que trata de no dejar fuera casi ningún aspecto de esta fascinante y
horrorosa historia.
Los orígenes intelectuales y filosóficos de la ideología
nazi están aquí, junto los tejemanejes políticos y las intrigas tras bastidores
que llevaron a Hitler a consolidar su poder:
El Imperio Hohenzollern había sido construido sobre los triunfos bélicos del ejército prusiano; la república alemana había sido edificada sobre las ruinas de la derrota infligida a Alemania por los Aliados después de una gran guerra. Pero el tercer Reich no debía nada ni a los azares de la guerra, ni a influencias extranjeras. Fue inaugurado en tiempos de paz y pacíficamente, por los propios alemanes, sin tener en cuenta ni sus debilidades ni sus fortalezas. Los alemanes se impusieron la tiranía nazi a sí mismos.
Está la temprana rivalidad entre Hitler y Mussolini,
seguida de su fatal alianza e incómoda amistad.
Al contrario que los alemanes, el pueblo italiano jamás había sido fascista en el fondo de su corazón. Simplemente había soportado aquel régimen como un mal momento pasajero. Por otra parte, parece que, hacia el final, Mussolini lo comprendió. Pero, como todos los dictadores, se había dejado llevar por su apetito de poder y, como ocurre inevitablemente, este apetito le había corrompido, corroyendo su espíritu y envenenando su juicio.
Están las grandes batallas que llevaron a los nazis a
conquistar Europa, y las catastróficas derrotas que cambiaron el curso de la
guerra.
La batalla fue sangrienta, sin cuartel. En el desierto glacial, caótico, sembrado con los escombros de lo que había sido Stalingrado, alemanes y rusos combatieron con una bravura y una tenacidad inimaginables.
Están los pormenores del gobierno nazi en los años paz, y los
horrores del Holocausto en los países conquistados por el Eje.
Los amos del Nuevo orden no coleccionaban sólo esqueletos, sino también la piel humana; en este último caso, sin embargo, difícilmente podían refugiarse tras la excusa de servir a la causa de la investigación científica. La piel de los prisioneros de los campos de concentración, especialmente ejecutados con este macabro propósito, tenía un valor sólo decorativo. Con ella, se descubrió, se podían hacer excelentes pantallas para lámparas, algunas de las cuales se elaboraron expresamente para Frau Ilse Koch, la mujer del jefe de Buchenwald, llamada por los deportados la ‘Perra de Buchenwald’. Parece que las pieles tatuadas eran las más buscadas. Un trozo de piel que al parecer cautivó a Frau Koch llevaba tatuadas las palabras ‘Hansel y Gretel’
Está el ascenso de figuras clave en el gobierno del Reich,
hasta su ejecución en Nuremberg o su absolución para pasar a formar parte del
gobierno de la República Federal de Alemania:
Hay que decir aquí que la mayoría de los alemanes, al menos en la medida en que sus sentimientos estaban representados por el parlamento de Alemania Occidental, no aprobaron las condenas, ni siquiera las relativamente suaves, que recayeron sobre los cómplices de Hitler. Un gran número de los que los Aliados entregaron a los alemanes no fueron objeto de ninguna persecución, ni siquiera cuando pesaba sobre ellos la acusación de numerosos asesinatos, y algunos encontraron rápidamente empleo en el gobierno de Bonn.
Están las chispas de resistencia que aparecieron en el seno
de la misma Alemania y la crueldad con la que fueron apagadas.
Sophie Scholl fue tratada tan brutalmente por la Gestapo en el curso de su interrogatorio, que compareció ante el tribunal con una pierna rota. Pero su valor se mantuvo inquebrantable. A Freisler, que la maltrataba sin piedad, le contestó tranquilamente ‘Usted sabe tan bien como yo que la guerra está perdida. ¿Cómo puede ser tan cobarde para no admitirlo?’ Cojeando con sus muletas subió al Cadalso y murió con un valor sublime.
Están los demenciales planes de Hitler para un Reich de un
millar de años, y sus igualmente demenciales planes para reducirlo todo a
cenizas cuando vio la derrota cerca. Aquí cita al mismo Führer:
“Si
la guerra se pierde, la nación debe perecer. El destino lo quiere así. Es
inútil pensar en los medios de vida para ella, ni siquiera primitivos. Es
preferible proceder a las destrucciones nosotros mismos, porque nuestra nación habrá probado su debilidad y el futuro pertenecerá únicamente a la más poderosa
nación del este [Rusia]. Además, los individuos que quedarán una vez acabada la
guerra serán inferiores, pues la élite se habrá hecho matar.”
De hecho, en ocasiones ese completismo resulta algo
cansado, en especial cuando tenemos que leer a los diplomáticos europeos
enviándose cables unos a los otros durante días, cuando sabemos que todo esto
va a acabar en la invasión a Polonia. Pero fuera de algunos episodios medio
tediosos, la verdad es que la mayor parte del libro es una joya y se lee con
gran agilidad a pesar de su longitud.
Hay mucha maldad en esta historia, pero sobre todo hay un
nivel impresionante de estulticia. Ciertamente Hitler tenía grandes dotes
para la organización, y la historia de cómo logró convertir a una pandilla de
rufianes en el gobierno de una de las mayores potencias del mundo debería
servir como una advertencia. Pero fuera de eso y su casi diabólica facultad
para controlar multitudes, Hitler no era ningún genio del mal. Tanto su
ascenso al poder como sus primeras y espectaculares victorias al inicio de la
guerra deben mucho a la ineptitud de sus opositores, ya fuera el
gobierno de la República de Weimar que no se tomó su amenaza en serio, los partidos
conservadores que creyeron que podrían usar a los nazis para su beneficio o los
gobiernos de Inglaterra y Francia que pensaron que podrían apaciguarlo para
evitar una guerra.
Muchas veces he escuchado que no se podía saber lo que
pasaría con Hitler, que, de haber estado en los zapatos de Chamberlain, tú
también habrías apostado por el apaciguamiento. Esta historia nos demuestra
que no es así: todos los participantes tenían alternativas, y tomaron las
peores decisiones en el momento, teniendo en cuenta la información de la que
disponían.
La obra de Shirer no está exenta de críticas. Él no era
historiador de formación, y los académicos le han criticado una falta de
comprensión profunda del fenómeno totalitario, en especial su teoría de que los
alemanes cayeron presas del nazismo por culpa de una “cultura de la
obediencia ciega a la autoridad” que habían desarrollado desde tiempos de
Lutero. La crítica lgbtq+ señala que Shirer casi no aborda la persecución de
la diversidad sexual en el Tercer Reich, y en cambio no duda en tachar como
“depravados” a algunos hombres homosexuales que formaron muy al principio parte
del movimiento nazi (y que luego fueron purgados).
La falta de academicismo no molestará al lector promedio.
Después de todo, es un libro dirigido al público en general que quiera
conocer los pormenores del régimen más monstruoso de la historia reciente.
Sirve, también, como una advertencia para nuestros tiempos: nos
muestra lo fácil que una abominación totalitaria puede hacerse con el control
de una nación entera y sumirla en un baño de sangre.
Hoy que se vuelve a hablar de Hitler y del nazismo, el libro
funciona para desmentir algunos mitos que se han vuelto populares. No, los
nazis no eran socialistas ni de izquierda; forjaron alianzas con los
partidos conservadores y con la clase empresarial. No, los nazis no llegaron al
poder por el voto popular; siempre tuvieron una minoría de votos, y fueron los
gobiernos conservadores los que les ofrecieron más espacios con la esperanza de
usarlos contra el socialismo y el comunismo. No, Hitler no era un genio
militar; al contrario, sus ideas eran completamente disparatadas y a menudo los
militares tenían que detenerlo o contravenir sus órdenes; cuando les obedecían
era cuando peor iba todo.
También deja fuera de lugar toda duda, y esto debe saberlo
quien coquetea con la oscuridad y la barbarie, que la ideología nazi no tenía,
ni puede tener, otro destino posible que la autodestrucción.
En
la primavera de 1945 el Tercer Reich cesó pura y simplemente de existir. No había
ya autoridad civil ni militar. Los millones de soldados, aviadores y marineros
se habían convertido en prisioneros de guerra en su propio país. Los millones
de civiles, hasta en los menores pueblos, estaban gobernados por las tropas de
ocupación, de las que dependían no sólo en el plano de la organización
cotidiana, sino también -a lo largo de aquel verano y del terrible invierno de
1945- para la alimentación y los combustibles que les permitirían subsistir.
Eran víctimas, no sólo de las locuras de Adolf Hitler, sino de su propia
ceguera, que les había empujado a seguirle con entusiasmo.
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