Pasemos ahora a la otra pareja de relatos. La
ciudad sin nombre (The Nameless City, leer aquí) fue escrito por Lovecraft en 1921 y se
publicó ese mismo año en la revista The Wolverine. Un narrador
anónimo relata cómo se obsesiona con la búsqueda de una ciudad tan antigua que
no sobreviven leyendas de su nombre o de cómo era cuando estaba viva. Sólo los
árabes hablan temerosos de sus ruinas en medio del desierto. El protagonista
logra encontrarla y la explora, descubriendo así que sus proporciones no
corresponden a las humanas. Siguiendo el rastro de un viento misterioso y
subterráneo, encuentra en una gruta un templo que guarda las momias de
horribles criaturas reptiloides, mismas que se ven representadas en detallados
murales. En un principio cree que tales seres son los ídolos totémicos de los
antiguos habitantes de la ciudad, pero al final descubre que ellos eran los
pobladores, y que sus espíritus infernales se mueven con la ráfaga de viento
que se percibe salir de la cueva en las noches y volver a entrar cada mañana.
El inmortal [leer aquí], por su parte, también apareció por
vez primera en El Aleph. El narrador y protagonista es Marco Flavio
Rufo, tribuno militar de una legión romana, que se aventura en busca de una
ciudad perdida en algún lugar del desierto africano, junto a la cual corre un
río que concede la inmortalidad a quien bebe de sus aguas. Rufo finalmente
encuentra la ciudad, de antigüedad inconcebible y proporciones monstruosas, y
bebe del famoso río, convertido en un riachuelo fangoso. Tras pasar horas de
angustiosa pesadilla en laberintos subterráneos, entra en la Ciudad de los
Inmortales, la recorre y, al salir de ella nuevamente, descubre que los hombres
salvajes que habitan las grutas circundantes son, de hecho, los Inmortales, uno
de los cuales es el mismo Homero, quien le cuenta lo que sabe de la legendaria
ciudad. De esto tratan las cuatro primeras secciones del cuento; la quinta resume
la longeva vida del protagonista, hasta que éste logra deshacerse de la onerosa
inmortalidad. Como se ve, es en las primeras cuatro secciones en las que se
halla el eco de Lovecraft, así que trataré de ellas al hacer la relación.
Ambos cuentos están, una vez más, escritos en
primera persona, y tanto en el texto de Lovecraft como en el de Borges los
respectivos protagonistas buscan ciudades perdidas en medio de desiertos y de
las cuales sólo se conocen extrañas leyendas. Los personajes descubren un perturbador
secreto sobre la identidad de los habitantes de tales ciudades: en Lovecraft,
que pertenecían a una horrible raza pre-humana; en Borges, que son los
degenerados trogloditas que se alimentan de la carne cruda de serpientes. Ambas
ciudades son, además, inexorablemente antiguas y monstruosamente abominables.
Lovecraft escribe:
“Cuando me aproximé
a la ciudad sin nombre, comprendí que estaba maldita. Recorría un valle
terrible y reseco a la luz de la luna, y la vislumbré a lo lejos, resaltando de
forma increíble sobre la arena, tal como los miembros de un cadáver podían
sobresalir de una tumba poco profunda. El miedo se albergaba en ese vetusto
superviviente del diluvio, esa tatarabuela de la más antigua de las pirámides.”
Borges, por su parte, nos dice:
“Antes
que ningún otro rasgo de ese monumento increíble, me suspendió lo antiquísimo
de su fábrica. Sentí que era anterior a los hombres, anterior a la tierra. Esa
notoria antigüedad (aunque terrible de algún modo para los ojos) me pareció
adecuada al trabajo de obreros inmortales. […] Este palacio es fábrica
de los dioses, pensé primeramente. Exploré los inhabitados recintos y
corregí: Los dioses que lo edificaron han muerto. Noté sus
peculiaridades y dije: Los dioses que lo edificaron estaban locos.
Lo dije, bien lo sé, con una incomprensible reprobación que era casi un
remordimiento, con más horror intelectual que miedo sensible. A la impresión de
enorme antigüedad, se agregaron otras: la de lo interminable, la de lo atroz,
la de lo complejamente insensato.”
Y más adelante agrega:
“Esta ciudad
–pensé- es tan horrible que su mera existencia y perduración, aunque en el
centro de un desierto secreto, contamina el pasado y el porvenir y de algún
modo compromete a los astros. Mientras perdure, nadie en el mundo podrá ser
valeroso o feliz.”
Las similitudes entre el texto de Borges y el de
Lovecraft, si no en las palabras, decididamente sí en las ideas, saltan a la
vista. Pero los ecos del escritor de Providence en las letras del argentino no
se limitan a estas referencias directas a La ciudad sin nombre.
Según la mitología lovecraftiana, en los rincones más oscuros del mundo se
levantan ruinas ciclópeas de antigüedad espantosa, cuya existencia el autor
describe frecuentemente como “blasfema”, así como el universo está poblado por
dioses “idiotas e insondables”, tales como el mismo Cthulhu, Azathoth o
Nyalathotep, que nada tienen que ver con las representaciones antropomorfas que
los humanos han hecho basados en sus ingenuas religiones.
Borges, a su vez en El inmortal,
escribe:
“Con las reliquias
de su ruina erigieron, en el mismo lugar, la desatinada ciudad que yo recorrí:
suerte de parodia o reverso y también templo de los dioses irracionales que
manejan el mundo y de los que nada sabemos, salvo que no se parecen al hombre.”
La sensación de claustrofobia y locura que se
apodera del narrador anónimo de La ciudad sin nombre es
paralela a la que sufre Rufo en El inmortal. Lovecraft describe así
el descenso del protagonista por la gruta que constituía el templo más sagrado
de la innombrable ciudad:
“Mi cabeza bullía
de locas ideas, y las palabras y advertencias de los profetas árabes parecían
flotar cruzando el desierto desde las tierras conocidas por los hombres hasta
llegar a esa ciudad sin nombre que la humanidad no se atreve a conocer. […] Tan
sólo en las terribles fantasías de las drogas o el delirio puede ningún otro
hombre haber realizado un descenso similar. El angosto pasaje iba hacia abajo
sin fin, como si se tratase de algún odioso pozo fantasmal, y la antorcha alzada
sobre mi cabeza no llegaba a iluminar las desconocidas profundidades hacia las
que me deslizaba. Perdí la cuenta del tiempo y olvidé consultar el reloj, aun
cuando me sentía espantado al pensar en la distancia que debía haber recorrido.
[…] Yo estaba bastante desequilibrado por culpa de esa ansia de lo extraño y lo
desconocido que ha hecho en mí un vagabundo y un buscador de lugares lejanos,
antiguos y prohibidos.”
Rufo, cuando se extravía en el laberinto por el que
debe pasar antes de entrar a la ciudad, tiene una experiencia similar:
“El silencio era
hostil y casi perfecto; otro rumor no había en esas profundas redes de piedra
que un viento subterráneo, cuya causa no descubrí [...] Horriblemente me
habitué a ese dudoso mundo; consideré increíble que pudiera existir otra cosa
que sótanos provistos de nueve puertas y que sótanos largos que se bifurcan.
Ignoro el tiempo que debí caminar bajo tierra […]”
Como se ve, incluso la misteriosa ráfaga de viento
subterráneo de Lovecraft está presente en el cuento de Borges. Hay otro
paralelismo interesante; en los siguientes pasajes Lovecraft y Borges describen
cosas distintas, pero igualmente monstruosas. Lovecraft habla de las criaturas
momificadas y que resultan ser los habitantes originales de la ciudad sin
nombre:
“Resulta imposible
hacerse una idea de tales monstruosidades. Eran reptilescas, con siluetas que
sugerían a veces un cocodrilo, a veces una foca, pero más a menudo nada de lo
que naturalistas o paleontólogos puedan haber conocido jamás. […] No podía
comparar esas cosas con nada del pasado; podría establecer relación con seres
tan dispares como el gato, el bulldog, el fabuloso sátiro y el ser humano.”
De forma similar Borges se expresa sobre la ciudad
misma:
“No quiero
describirla; un caos de palabras heterogéneas, un cuerpo de tigre o de toro, en
el que pulularan monstruosamente, conjugados y odiándose, dientes, órganos y
cabezas, pueden (tal vez) ser imágenes aproximativas.”
2 comentarios:
Gracias por compartir las ligas, a pesar de ser fan de Lovecraft me faltaban estas lecturas.
Saludos
Syous: Gracias a ti por leer. Estamos en contacto.
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