En mi afán por entender qué rayos está pasando con el mundo, he vuelto
la mirada hacia clásicos de la filosofía política del siglo XX, en particular
aquellos que trataron el ascenso de las ideologías totalitarias durante la
primera mitad de esa centuria. Así llegué a una de las obras más mencionadas en
las discusiones sobre política en Internet, pero también de las menos leídas: La
sociedad abierta y sus enemigos del austriaco Karl Popper (1902-1994).
Éste es uno de los libros más rompecocos que he leído en los últimos
años, de ésos que te toman de los hombros y te sacuden para que te des cuenta
de que algunas cosas que has dado por sentadas toda la vida pueden ser evaluadas
y juzgadas de una manera que ni siquiera se te había ocurrido. No me esperaba
tanta riqueza de ideas en un solo libro.
Se trata de una obra sumamente ambiciosa y de amplio alcance. La
edición de un solo volumen (originalmente apareció en dos) que publica la
universidad de Princeton, además de ser de hoja grande y letra chica, tiene 510
páginas de texto y 220 páginas más de notas. Éstas no son opcionales, ojo, y el
mismo Popper indica que hay que leerlas después de cada capítulo. Para que se
convenzan de que las notas son relevantes, es en ellas donde Popper explica el
concepto de la paradoja de la tolerancia.
No les cuento esto nada más para presumir que leo mucho; al contrario,
voy a quedar como un paleto, porque me ha tomado dos meses terminar la obra
completa. A pesar de que está escrita con un lenguaje muy accesible, la obra
discute tanto, plantea tanto, abarca tanto, que es difícil aprehenderlo todo a
la primera. Aun así, y teniendo en cuenta mis propias limitaciones, voy a
hacerles una síntesis rápida de los conceptos y planteamientos que considero
más relevantes, los que creo que debemos rescatar en estos tiempos…
I. La sociedad abierta
Popper nos dice que la sociedad cerrada es aquella
dominada por el pensamiento mágico y supersticioso, la que considera que las
instituciones, costumbres y leyes son inamovibles, tan eternas como los ciclos
regulares de la Naturaleza y, como tales, gobernadas por la divinidad. En la
sociedad cerrada las jerarquías sociales son rígidas, pues se asume que el
orden social corresponde a un orden natural, y en él cada persona conoce su valor
no por sus cualidades como individuo, sino por su lugar como parte de una casta
y de una tribu.
Los griegos fueron los primeros en empezar a romper la sociedad
cerrada e iniciar el proceso de transición hacia una sociedad abierta.
Ellos fueron los primeros en buscar explicaciones racionales para los fenómenos
de la naturaleza; en admitir que las leyes y las costumbres son productos de
las sociedades, y que pueden ser juzgadas y modificadas; fueron los primeros en
anunciar la común naturaleza de todos los seres humanos, independientemente de
la nación o la raza.
Una sociedad abierta se caracteriza porque se reconoce a las
personas como entes individuales, con libertades y responsabilidades, como
fines en sí mismos y no como ‘partes de un organismo’. Una sociedad abierta es
en la que todo en la vida política y social, incluso las costumbres y las
tradiciones más sacrosantas, incluso las instituciones más reverenciadas, puede
ser objeto de discusión y análisis, y puede ser transformado sin necesidad de
violencia.
Sobre todo, una sociedad abierta se guía por los valores
humanitarios que hacen inadmisible que un ser humano padezca un sufrimiento
que puede ser evitado. Los liberales radicales del siglo XIX, como Mill y Bentham,
decían que había que maximizar la felicidad, pero Popper piensa que es un mejor
criterio minimizar el sufrimiento.
La sociedad abierta avanza gracias al ensayo y al error, y se
transforma y adapta. Lo que funcionó bien en un tiempo o lugar no
necesariamente seguirá funcionando en otra situación. Por eso leyes e
instituciones no pueden ser sagradas. Tampoco sirve caer en esencialismos al
buscas respuestas a preguntas como ¿cuál es la naturaleza del gobierno? o
¿cuál es la esencia de tal o cual institución? En vez de ello, lo que
debemos preguntarnos es ¿qué es lo hace, cómo lo hace y qué debemos cambiar
para que haga lo que necesitamos? No existe la fórmula para crear el
paraíso en la tierra, sólo un gradual e interminable proceso de
perfeccionamiento.
Por supuesto, no se trata de un binario, sino de un espectro, y esta
revolución, dice Popper, no fue planificada ni deliberada, sucedió como
resultado del crecimiento de las sociedades, de la lucha de las clases oprimidas
contra las privilegiadas, y del contacto de unos pueblos con otros. Es un
proceso en el que todavía nos encontramos; si tenemos en cuenta los milenios
que el Homo sapiens ha existido sobre la tierra, los griegos vivieron
ayer. Este proceso no es lineal, ni regular, sino que ha tenido grandes
momentos de avance, y otros de estancamiento o hasta retroceso. Tampoco es
inevitable ni constituye una “ley de la historia”.
El quiebre de la sociedad cerrada genera un desasosiego profundo, en
especial durante los momentos de cambios sociales rápidos. La sociedad cerrada
pretende ser natural, orgánica, y su pérdida causa duelo, desorientación,
incluso hostilidad. Había cierta seguridad en pensar que todas las cosas
estaban en su lugar, que existía un orden sagrado y que el papel de cada uno
estaba ya determinado desde un inicio. La libertad viene con responsabilidad y
ambas pueden ser abrumadoras.
Las clases privilegiadas en una sociedad cerrada tienen, obviamente,
mucho que perder en el paso hacia la sociedad abierta. Su lugar en la
jerarquía, antes aceptado como parte de un orden natural, incluso divino, puede
ser cuestionado o puesto en duda. La idea misma de que sea necesaria una clase
gobernante, una élite en esencia diferente y superior a las demás
personas, puede quedar bajo ataque. Es de esperar que esta clase hará todo lo
que pueda para aferrarse al poder.
Además, una sociedad abierta puede terminar convirtiéndose en una sociedad
abstracta, en la que se pierda el contacto grupal auténtico entre los
individuos; en la que todas las interacciones sociales se vuelvan anónimas e
impersonales; en la que cada persona se encuentre física y psicológicamente
aislada de las demás, comunicándose sólo por medios artificiales, incapaz de
satisfacer plenamente sus necesidades emocionales y sociales. Es decir, una
sociedad como a la que la nuestra se parece cada vez más.
Ante los problemas, conflictos y crisis nacidos de la transición de
una sociedad cerrada a una abierta, y ante el peligro de que una sociedad
abierta se convierta en una abstracta, surge la tentación de volver al
tribalismo. Pero ya no se puede recuperar la inocencia perdida; ese regreso
tiene que ser consciente, no ya el producto de la evolución natural de una
sociedad, sino de un esfuerzo deliberado. Y, si es necesario (y lo será),
violento.
Esto es, en parte, lo que vemos hoy. Por un lado, la sociedad está
cambiando. Nuestros tabúes sociales están siendo rotos por los movimientos por
la justicia social: feminismo, antirracismo, derechos LGBTQ+[1],
que ponen en entredicho lo que considerábamos normal o sano o justo.
Las jerarquías, antaño justificadas por la voluntad divina o la cualidad racial,
hoy por la meritocracia o la biología, son señaladas como constructos que
favorecen a ciertos grupos en detrimento de otros.
Como ocurrió en el mundo antiguo, cuando los griegos se lanzaron al
mar y contactaron con civilizaciones distintas y lejanas, hoy en día la
globalización nos obliga a mirar a culturas diferentes a la nuestra y a
cuestionar nuestro provincianismo, nuestra ciega certeza de que “como lo
hacemos nosotros” es como está bien. Los movimientos migratorios amenazan el
ideal de una tribu homogénea, pura, sin contaminación de elementos ajenos.
Esto resulta tan desconcertante para muchos que, antes que creer que
los cambios sociales se dan de manera natural, asumen que alguna fuerza maligna
está detrás de ellos. Sumémosle a eso una modernidad tan alienante, en la que
el “sentido de la vida” se pierde en el nihilismo; una sociedad en la predominan
el estrés, la depresión y el sentimiento de soledad. Un orden de cosas en el
que muchas personas encuentran una respuesta a sus dolencias existenciales en la
promesa de recuperar la sociedad tribal: un retorno a las cosas como debían
haber sido antes de que se arruinaran con no sé qué pecado original. Algo por
lo que luchar, con toda violencia si es necesario.
Fue al iniciar el camino hacia una sociedad abierta, dice Popper, una
sociedad capaz de analizarse, cuestionarse y transformarse a sí misma, que los
griegos son los fundadores de la “cultura occidental”. Hoy, los conservadores y
reaccionarios que se proclaman como sus supuestos defensores, no hacen más que
fetichizar rasgos superfluos, como el color de la piel, las corrientes estéticas,
la coincidencia geográfica o la memoria de victorias militares ocurridas hace
siglos. Para defender la “cultura occidental”, proponen renunciar a los valores
que la hacen meritoria: apertura, tolerancia, humanismo, autocrítica y
maleabilidad. Es decir, lo que proponen es cerrar la cultura, regresar a la
tribu.
Pero, nos dice Popper, esto es imposible. Una vez mordido el fruto del
árbol de la ciencia, no se puede recuperar el paraíso perdido, no se puede
regresar al armonioso estado de naturaleza. Si damos la vuelta, será para
regresar todo el camino, para volver a ser bestias.
II.- Gobierno, libertad, tolerancia, democracia
¿Quién debería gobernar? ¿Los más sabios? ¿Los más virtuosos? ¿La
nobleza? ¿Los mejor preparados? ¿El pueblo? ¿La clase trabajadora? ¿La mayoría?
¿La raza maestra?
Karl Popper nos dice que nos hemos dejado engañar por esta pregunta.
El punto no es quién debe estar en el poder político, sino cómo los
ciudadanos pueden protegerse de ese poder. Es decir, qué instituciones,
qué mecanismos, qué reglamentos tendrá una sociedad para que aquellos que
tienen poder no abusen de él y se beneficien a costa de quienes no lo tienen.
Eso incluye, claro está, la pregunta de cómo la ciudadanía puede controlar y
limitar el poder del gobierno, pero también cómo los que no tienen poder
político, privilegios o riqueza sean explotados por los que sí los tienen.
Ése es el gran fallo del principio de liderazgo, que
pone en un inmerecido primer lugar la cuestión de quién debe dirigir. Pensamos
que, al resolver ese problema, resolveremos todo lo demás. Caemos en la
tentación autoritaria cuando consideramos que lo que se necesita es que los
líderes correctos estén en el poder y tengan la facultad irrestricta de hacer
lo que se tiene que hacer. Por eso los demagogos siempre socavan las
instituciones que delimitarían su poder. La acusación suele ser las
instituciones son inútiles o estorbosas, mientras que los caudillos son ellos
quienes representan directamente “la voluntad del pueblo”.
Esto se encuentra casi casi en el ADN del pensamiento de derechas,
pero los izquierdistas no se salvan. Podemos recordar ejemplos pasados y
presentes de personas que justificaron dictaduras socialistas o comunistas;
desde su punto de vista, cosas como las elecciones libres o la libertad de
expresión se vuelven nimiedades, fruslerías cursis que estorbarían el actuar de
un Gobierno que va a hacer lo correcto. ¿Para qué quieres votar, si el
Líder ya está trabajando por el bien del pueblo? ¿Para qué requieres libertad
de prensa y expresión, que no sea para entorpecer esa heroica labor con
críticas malévolas?
El problema es: ¿Y si las acciones de los líderes dejan de ser las
correctas? ¿Qué podrás hacer para que cambie su proceder? ¿Y si ese poder
un buen día decide actuar contra ti, sin que la debas ni la temas? ¿Qué tendrás
para defenderte? El punto de la democracia no es, nunca ha sido, asegurar que
se haga lo que se tiene que hacer, ni que el pueblo elija a “los mejores”, ni
que las decisiones tomadas por la ciudadanía sean siempre las correctas. De lo
que se trata es que nadie quede bajo el poder arbitrario de nadie más,
por más benévolo que pretenda ser ese poder. Por eso son más importantes las
instituciones que los líderes, y aunque es bueno que los gobernados puedan
elegir a sus ciudadanos, es todavía mejor que tengan el derecho a
deshacerse de ellos.
Eso lleva a hablar de la paradoja de la democracia: ¿qué
hay si un pueblo vota por renunciar a la democracia y darle todo el poder a un
tirano? Popper piensa que una democracia debe admitir cualquier reforma,
excepto aquéllas que llevarían a la desaparición de la democracia misma. Es
más, una sociedad democrática tiene el derecho a defenderse, incluso por
la violencia, contra cualquier intento de destruir su sistema democrático; sobre
todo si ese intento viene del gobierno mismo.
No sólo se trata de proteger la libertad de los ciudadanos ante el
Estado. Popper nos plantea también la paradoja de la libertad.
Demasiada libertad tiende a destruirse a sí misma. Si los que tienen fuerza
física son libres de ejercerla a su antojo sobre quienes no la tienen, la
libertad de estos últimos se ve reducida. Tenemos que poner límites a la
libertad de cada individuo para que no se afecte la libertad de todos los
demás.
Pero este concepto no puede reducirse a la violencia física, sino
también a la económica. El poder económico puede ser tan peligroso como el
físico, pues aquellos que tienen de sobra pueden forzar a aquellos que se
están muriendo de hambre a aceptar “libremente” (esto es, sin coerción física),
someterse a la servidumbre. Es por ello que el Estado no puede limitarse a
la supresión de la violencia física y a la protección de la propiedad privada,
ni es suficiente con que haya “igualdad de oportunidades”, porque ésta no
protege a los menos dotados, ni a los menos despiadados o afortunados.
Es necesario construir instituciones sociales para la protección de
los débiles, de forma que el Estado vea que nadie se vea obligado a entrar en
un acuerdo desventajoso por miedo al hambre o la ruina. El poder económico
debe someterse al poder político, que a su vez debe estar bajo el control
democrático de los gobernados.
Pero sobre todo Popper es famoso por haber expuesto la paradoja
de la tolerancia, tan invocada en tiempos modernos, en los que tenemos
nazis marchando por las calles y anunciando una guerra sin cuartel, y que causa
escozor a los fundamentalistas de la libertad de expresión. Básicamente, ésta
nos dice que:
La
tolerancia ilimitada conduce necesariamente a la desaparición de la tolerancia. Si
extendemos la tolerancia ilimitada aun a aquellos que son intolerantes; si no
nos hallamos preparados para defender una sociedad tolerante contra las
tropelías de los intolerantes, el resultado será la destrucción de los
tolerantes y, junto como ellos, de la tolerancia.
Con
este planteamiento no queremos significar, por ejemplo, que siempre debamos
impedir la expresión de concepciones filosóficas intolerantes; mientras podamos
contrarrestarlas mediante argumentos racionales y mantenerlas en jaque ante la
opinión pública, su prohibición sería, por cierto, poco prudente.
Pero
debemos reclamar el derecho de prohibirlas, si es necesario por la fuerza, pues
bien puede suceder que no estén destinadas a imponérsenos en el plano de los
argumentos racionales, sino que, por el contrario, comiencen por condenar todo
razonamiento; así, pueden prohibir a sus adeptos, por ejemplo, que prestan
oídos a los argumentos racionales, acusándolos de engañosos, y que les enseñan
a responder a ellos mediante el uso de los puños o las armas. Deberemos
reclamar entonces, en nombre de la tolerancia, el derecho a no tolerar a los
intolerantes.
Deberemos
exigir que todo movimiento que predique la intolerancia quede al margen de la
ley y que se considere criminal cualquier incitación a la intolerancia y a la
persecución, de la misma manera que en el caso de la incitación al homicidio,
al secuestro o al tráfico de esclavos. Tenemos por tanto que reclamar, en el
nombre de tolerancia, el derecho a no tolerar la intolerancia.
Los movimientos totalitarios, nos decía Hannah Arendt, usan las
libertades de la democracia (expresión, asociación, etc.) para, una vez en el
poder, destruirlas. Por eso debemos reservarnos el derecho a no ser tolerantes
con ellos.
Pero, ¿qué tanto es tantito? ¿Cómo definimos si una expresión
intolerante, o una ideología dogmática son realmente un peligro para la
tolerancia? ¿Cómo evitamos que este principio se convierta en una política de
censura contra ideas disidentes? ¿Cómo definimos si una propuesta política
constituye un atentado contra la democracia? ¿Cómo evitamos confundir la
defensa de las instituciones democráticas con la opresión de todo intento por
reformarlas? ¿Cómo evitamos la cuesta resbalosa? No lo sabemos.
Es decir, Popper no nos da una fórmula infalible para detectar estas
amenazas y saber qué hacer con ellas. Ése es el punto: no la hay. Porque una
sociedad abierta no se basa en principios abstractos eternos e inamovibles,
sino en soluciones prácticas a problemas concretos. A cada sociedad le toca
enfrentar las paradojas de la libertad, de la tolerancia y de la democracia, y
encontrar las soluciones que mejor funcionen a la situación en la que se
encuentran, que pueden ser muy diferentes a otras medidas que hayan funcionado
en otros tiempos y lugares.
En la segunda parte de esta serie hablaré acerca de la racionalidad
según Popper, de los peligros del pseudo-racionalismo, y de las críticas de
Popper hacia Platón, Marx y Hegel, que les prometo no son lo que ustedes
imaginan.
[1]
Estos movimientos no están exentos de tener a su vez sus propias formas de
misticismo, tribalismo, irracionalismo, etc.
4 comentarios:
Muy bueno, te copio notas
Oye, me parece muy interesante tu artículo, estoy tomando notas para mi trabajo... me gustaría hacer una entrevista contigo... pocas mentes indagan a este nivel de intelectualidad hoy en día, cómo contactamos?
Hola, Luis, gracias por tu interés y tus comentarios. Puedes chatear conmigo via Twitter:
@MaikEgosum
¡Nos leemos!
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