
Juro que no quería hablar sobre esto. Sí, también a
mí me harta que mi blog tiene una entrada nueva sobre fachos cada dos semanas.
Quisiera escribir más sobre literatura, sobre ciencia, filosofía y cosas ñoñas.
Pero la Amazonía está en llamas y éste es un problema no sólo ecológico, sino
político, y con múltiples aristas.
Ok, primero hay que admitir algunas cosas, como que
los incendios forestales no son un problema nuevo, ni exclusivo del gobierno de
Bolsonaro; ni siquiera se limitan a Brasil. Por supuesto, la negligencia
respecto al medio ambiente no ha sido exclusiva de los gobiernos de derechas;
la Unión Soviética y la República Popular de China tienen un historial muy
sucio a ese respecto. En la actualidad, los gobiernos bolivarianos tampoco han sido un ejemplo
a seguir. Ni hablemos de López Obrador y sus sueños guajiros de repetrolizar la
economía, mientras le quita
recursos a la protección de las áreas naturales. Todo ello merece enérgicas condenas.
Pero dejemos lo anterior de lado; la actual crisis
ambiental se relaciona estrechamente con la ultraderecha y con el capitalismo
salvaje. Lo menciono porque sé que alguien que se cree muy listo va a querer
salir con un whataboutism.
Por cierto, aquí tienen el por qué los incendios
de África, también graves, no son comparables en magnitud y además tienen
causas sociales distintas.
Como sea, ya en octubre de 2018, una columna de
Eliane Brum advertía que Jair Bolsonaro, el ultraderechista brasileiro
(entonces candidato) era una
amenaza no sólo para el país latinoamericano, sino para el planeta entero.
Desde su candidatura, Bolsonaro anunciaba que abriría la selva del Amazonas
para la tala, la ganadería y la construcción, que sacaría a su país del Acuerdo
de París y que obligaría a los pueblos indígenas a adaptarse o morir. El
exmilitar no estaba alardeando. Desde que llegó al poder, la deforestación en
esta selva aumentó
dramáticamente, mientras que los pueblos indígenas, principal obstáculo y principal
víctima del extraccionismo en la zona, han denunciado políticas
genocidas por parte del gobierno.
Ahora la selva Amazónica, una de las mayores y más
importantes fuentes de biodiversidad y oxígeno para el planeta, está
incendiándose a
causa de la actividad humana, y esto tiene que ver directamente con
políticas impulsadas por Bolsonaro para favorecer a las corporaciones. Como les
conté alguna vez, las B que sostienen a Bolsonaro son la Biblia (los
fundamentalistas religiosos), la Bala (los militares) y el Buey (la industria
ganadera a gran escala). Este desdén total por el bienestar de la selva está
ocasionando un ecocidio que podría empeorar el cambio
climático.

Como Trump y otros personajes de la derecha (ultra
y “normal”, si es que eso existe todavía), Bolsonaro niega la realidad del
cambio climático y se opone a los esfuerzos internacionales para
contrarrestarlo. ¿Por qué? ¿Por qué mientras la comunidad científica internacional
ha llegado a un
consenso abrumador, los políticos, empresarios y opinólogos insisten en
debatirlo?
Es increíble que diga “por lo menos Hitler…”, pero
por lo menos Hitler, en los delirios místicos de su pseudopaganismo telúrico,
pregonaba la protección de la Madre Tierra. La nueva ultraderecha, que comparte
con el dictador austriaco su racismo, su misoginia, su homofobia, su
anticomunismo paranoide y su fe en la fuerza viril como medio para lograr las
cosas, no ha tomado del Führer su amor por una naturaleza impoluta.
Sí existen algunos ecofascistas,
que vinculan su odio por todos los que son diferentes con su deseo alocado de
mantener un ecosistema prístino: el exterminio de los “indeseables” también tiene
como propósito proteger a la Madre Tierra. Pero la preocupación ambientalista
de estos orates, tales como los
tiradores de Christchurch y El Paso, no tiene prácticamente representación
alguna en la alta política mundial (otros aspectos de su odiosa ideología, sí).
Los políticos que se nutren de las diversas corrientes de la ultraderecha y
llegan a los puestos de poder son ferozmente ecocidas. ¿Por qué?
Para entender este fenómeno tenemos que volver la
mirada no hacia los neofascistas, sino hacia los intereses que ellos
representan.

El fascismo y el gran capital tienen un largo
historial de alianzas (de ahí que la imbecilidad de “los
nazis eran de izquierda” sea, pues, una imbecilidad). Los grandes
monopolios privados fueron favorecidos por los regímenes de Hitler y de
Mussolini. En los mismos Estados Unidos, fueron banqueros e industriales los
que coquetearon con la idea de establecer
una dictadura fascista en ese país. Si la historia no se repite tal cual,
sí que está teniendo refritos muy chafas el día de hoy. The Guardian ha
documentado los nexos entre los plutócratas, tales como los hermanos Koch, y el
ascenso de la ultraderecha en
Inglaterra y otros
países:
"La
tendencia no se confina al Reino Unido – en todas partes los payasos asesinos
están tomando el poder. Boris Johnson, Nigel Farage, Donald Trump, Narendra
Modi, Jair Bolsonaro, Scott Morrison, Rodrigo Duterte, Matteo Salvini, Recep
Tayyip Erdoğan, Viktor Orbán y una hueste de estrafalarios hombres fuertes (o
débiles, como a menudo terminan siendo), dominan naciones que antaño los
habrían ridiculizado. La pregunta es, ¿por qué? ¿Por qué los tecnócratas que
mantenían el poder hace unos años han dado paso a estos extravagantes bufones?"
Hace unos 20 años la posición de los partidos de la
derecha, entonces dominados por las corrientes heterogéneas que reciben la un
tanto ambigua etiqueta de “neoliberales”,
tendía a favorecer la globalización. Mientras, en la izquierda habían aparecido
los “globalifóbicos”. Pero, ¿qué clase de globalización era la que impulsaban
unos y a la que se oponían otros?
Noam Chomsky, en una entrevista a principios
de este siglo, explicaba que los partidos de derecha se habían apropiado de
la palabra “globalización” y habían pervertido su significado (el poder suele
hacer eso, nos recuerda el maestro). “Globalización” debía significar una mayor
integración de las naciones del globo, lo cual implicaría una mayor libertad de
los ciudadanos de todo el mundo para ir de un lugar a otro.
En cambio, de lo que se trataba esa globalización
era de dar libertad a los grandes capitales para invertir dinero, hacer negocios, explotar mano
de obra barata y extraer recursos naturales, con pocas regulaciones, en
cualquier lugar del mundo. Al mismo tiempo, la política migratoria se endurecía
y las fronteras se cerraban. Por eso, decía Chomsky, los izquierdistas hacían
mal en oponerse a la globalización: lo que debían hacer era reapropiarse de la
palabra y denunciar que esa “globalización” promovida por los poderes fácticos
era falsa y convenenciera. (Si Chomsky es demasiado chairo para ustedes, lean lo que Joseph Stiglitz tiene que decir).

Entonces, ¿por qué ahora los plutócratas están
respaldando a demagogos que hablan de defender la soberanía nacional frente a
los globalistas? No porque quieran restringir la libertad del capital de operar
como le dé la gana en un mundo globalizado. Eso no se pretende tocar.
Resulta que la lucha contra el cambio climático
implica, necesariamente, reformar el modelo económico a nivel mundial [aquí,
aquí,
aquí,
aquí
y aquí],
lo cual requiere, entre otras cosas, regular las actividades industriales y
agropecuarias, y tomar medidas para disminuir la monstruosa desigualdad
socioeconómica que se ha producido en las últimas décadas (gracias a ese mismo modelo
neoliberal que tanto centro como derecha impulsaron). Ello precisa de una
cooperación internacional a una escala jamás vista, guiadas por organismos
supranacionales, tales como la ONU, la UE y la OEA.
Decía el
filósofo Immanuel Kant que entre las naciones prevalecerá la ley de la
selva, mientras no existan leyes que estén por encima de los gobiernos de esas
naciones, e instituciones que las hagan valer. Eso sólo se logrará mediante el
común acuerdo y la cooperación.
Las medidas necesarias para combatir el cambio
climático afectarían los intereses de algunas megacorporaciones trasnacionales,
en especial a la industria de los combustibles fósiles, los plásticos, y la ganadería
y agricultura a gran escala. Es decir, necesitamos integración global auténtica. De modo que, además de negar que el cambio climático sea real, los plutócratas hacen todos los esfuerzos que pueden para sabotear esa integración
internacional que nos resulta tan urgente. Por ello impulsan el nacionalismo
más craso y burdo que se ha visto en décadas: para que la ley de la selva
siga prevaleciendo, y ellos puedan hacer y deshacer a sus anchas donde y como quieran.

No es fácil decirle a tu electorado “vamos a mandar
al caño los acuerdos internacionales para que las megacorporaciones puedan seguir
siendo asquerosamente ricas”. En cambio, sí que le puedes decir a un pueblo
asustado por la crisis, la inseguridad y los rápidos cambios sociales: “vamos a
resistirnos a injerencias globalistas que nos quieren obligar a respetar a los
maricas y admitir refugiados de piel café”. Y para ello son útiles los
monigotes demagogos como Trump, Bolsonaro y similares. Son los que pueden incitar
esa agitación que logre, hacia adentro, desmantelar un estado regulatorio; y
hacia afuera, debilitar la influencia de los organismos supranacionales.
Así es como se ha desarrollado un “nacionalismo
internacional”, una ola de movimientos demagógicos en distintos países, que se
echan porras unos a otros y comparten discursos y simbología similares. Este
fenómeno es comprensible en cuanto a entendemos que su propósito es impulsar un
estado de cosas en el que cada país esté por su lado, pero vulnerable al poder
sin límites de las corporaciones. De ahí que estos movimientos demagógicos
tengan una narrativa en común: que los organismos supranacionales oprimen a la
patria y que la integración global amenaza con destruir las culturas
nacionales.
La evolución natural de esta narrativa son las
teorías conspiratorias según las cuales se pretende exterminar a la raza
blanca a través de la migración, el aborto y la homosexualidad. Estos malvados
planes son impulsados por la ONU y otras instituciones, controladas por George
Soros y los “globalistas” (eufemismo para “judíos”), que promueven el feminismo
y la lucha por los derechos LGBTQ+. Es por eso que, en la lógica de esta
delirante creencia, hay que resistirlos.

Por cierto, antes de que lo digan: NO, no estoy
diciendo que el renacimiento de la extrema derecha en el mundo sea el resultado
de una conspiración de los plutócratas mundiales. Como el surgimiento del
fascismo en las décadas de los 20 y 30, éste se trata de un fenómeno complejo y
multifactorial, y en este blog he tratado de abordar uno por uno varios de esos
aspectos. Más bien, lo que sostengo aquí es que algunos multimillonarios en
particular han aprovechado la situación y hecho alianzas con el objetivo de
asegurarse que las cosas resulten a su favor [aquí, aquí,
aquí,
y aquí].
Hey, pero los millonarios no dejarían que el mundo
se fuera a la mierda, ¿verdad? Si también viven en él… He ahí el mito del Homo economicus,
el actor racional que opera siempre pensando en su propio beneficio; según este
mito, en el capitalismo los actores que mejor sepan planificar y actuar para
maximizar sus intereses son los que triunfarán. Si los ultrarricos son tan
ricos, es porque deben ser más listos que todos los demás, y alguien tan listo
se daría cuenta que no le convierte destruir al mundo, ¿cierto?
Pues no. Las grandes corporaciones llevan DÉCADAS negando
el peligro del colapso ecológico, y cabildeando
para evitar
que se aprueben leyes que ayudarían a mitigarlo, todo a sabiendas y teniendo
todas las evidencias de que nos estamos acercando al precipicio. Lo siguen
haciendo y lo seguirán haciendo mientras se lo permitamos, porque su única
lógica es la codicia. Negacionismo y nacionalismo van de la mano y constituyen uno
de los ejes fundamentales del pensamiento de derechas contemporáneo. Diversas
publicaciones patrocinadas por el gran capital (y muchos tontos útiles) se
dedican a propagarlos. Por ejemplo, PragerU, un exitoso canal de Youtube
dedicado a la propaganda y desinformación, patrocinado por los millonarios
hermanos Wilks (y que ha logrado convencer a más de un incauto centrista),
tiene sendos videos sobre nacionalismo
y cambio
climático.
En realidad, hay multimillonarios que, mientras
lucran con la destrucción del planeta (y cuyos
hábitos de consumo contaminan más que naciones enteras) ya ahora están
construyendo búnkers, acumulando recursos y preparando ejércitos
mercenarios para cuando el cambio climático se ponga demasiado feo. Incluso
planean cómo
seguir lucrando con el mundo en ruinas: ¡están pensando en las rutas comerciales
que se abrirán cuando se derrita el hielo del Ártico!
¿Y la demás gente? Que se joda, como siempre. La
ONU advierte que habría una especie de apartheid
climático, en el que la mayoría sufrirá las peores consecuencias del
desastre, mientras los ricos no la pasan tan mal. Sí, incluso los tontos útiles
que apoyan a esos fantoches para que los salven del marxismo
cultural. En el futuro posapocalíptico, los del 1% quieren asegurarse de que
van a ser este sujeto:

¿Cómo pueden ser tan moralmente monstruosos? Pues
porque tenemos un sistema económico que favorece que las personas con mayor
codicia y menos escrúpulos, incluso
con tendencias sociopáticas, lleguen a la cima. Y antes de que se me ofendan
con un #NotAllEmpresarios, no estoy hablando de ti, joven emprendedor que acaba
de poner su agencia de publicidad; ni de ti, valiente godínez que trabajó muy
duro para llegar a gerente regional. Hablo de individuos que tienen tanto
dinero que no podrían gastarlo en toda su vida, de fortunas que no deberían
ni existir.
Sé muy bien que suena de locura, pero miren los
enlaces a los que me remito: lo que les estoy diciendo aparece en los medios e
instituciones más mainstream y menos “radicales” que ustedes puedan
pensar: The New York Times, The Guardian, The Independent, Forbes, El
País, Bussiness Insider, CNN, agencias científicas, organismos
internacionales, universidades… No son los sitios chairos conspiranoicos que
ustedes se imaginarían. De hecho, mientras el reconocimiento del problema y su
relación con el sistema económico se hace más generalizado, la defensa del
capitalismo ecocida se hace más fringe, más histérica y extremista,
porque son los fanáticos los únicos que le quedan al modelo actual para
defenderse.
Entonces, ¿qué hacemos? Tenemos una década para
tomar medidas drásticas contra el cambio climático, antes
de que sea demasiado tarde. Primero, hay que reconocer que aunque -lo digo
por decir- guillotináramos a todos los dueños o altos ejecutivos de las
100 compañías que contribuyen a los 70% de la emisión de gases de efecto
invernadero, el problema va mucho más allá de las acciones individuales de
unos cuantos sujetos, por más poderosos y corruptos que sean éstos. El problema
es el sistema que permite que estas corporaciones y estos individuos acumulen
tanto poder y puedan hacer tanto daño saliéndose con la suya. Entonces tenemos
que desmantelar ese sistema.

No es que las acciones individuales no tengan un
peso. Está bien hacer lo que podamos desde nuestra cotidianeidad. Lo ideal
sería desmantelar la industria cárnica y la de hidrocarburos, pero mientras
tanto es bueno que cada quien decida reducir su consumo de carne y su uso
del automóvil. Decirle a la gente que no pueden hacer nada útil que no sea
derrocar al capitalismo es muy mala estrategia. La mayoría de las personas no
están en posición de hacer nada revolucionario y podrían terminar cayendo en la
desesperanza. Aquí hay algunos
consejos que cualquiera puede seguir.
El cambio climático es la mayor amenaza que se ha
cernido sobre la humanidad hasta ahora y va requerir de transformaciones
extraordinarias a nivel global para poder enfrentarlo. Todas nuestras
decisiones como personas y como colectivos deben estar encaminadas hacia ese
objetivo.
Lo que nos lleva de regreso a los incendios en la
selva del Amazonas: si no queremos que desastres así sigan ocurriendo, y el
mundo se vaya a la mierda en las próximas décadas, debemos impedir que charlatanes
fascistoides como Bolsonaro sigan llegando al poder, sacar de ahí a los que ya
están, y orillar a sus fanáticos de vuelta a las cloacas. En el mismo tenor, presionar
a todo gobierno, del color que se presente, que por una razón u otra no esté
haciendo lo que debería para combatir esta amenaza.
Al mismo tiempo, tenemos que apoyar proyectos
políticos que prioricen la lucha contra el cambio climático, lo cual incluye necesariamente
poner en cintura a los multimillonarios que se están enriqueciendo con el ecocidio.
Salvar al planeta también implica combatir a la ultraderecha, a la corrupción y
a la desigualdad.
Esta entrada forma parte
de la serie Crónica
de un Invierno Fascista (y de la Resistencia). Otros textos sobre temas relacionados
incluyen:
4 comentarios:
Ignoro el por qué la derecha es tan ecocida, pero la izquierda está deforestando un manglar en Tabasco y ya se prepara para deforestar selva en zonas mayas donde también hubo algunos "incendios accidentales"
Terrible. Por eso, como dije: "del color que se presente, que por una razón u otra no esté haciendo lo que debería para combatir esta amenaza.
Ya compartí info sobre lo de Tabasco en mi tuiter. Saludos.
O sea... "ignoro por qué la derecha es tan ecocida" léase "voy a opinar sin hacerle un carajo de caso al texto porque mi opinión es más importante que tu argumentado texto". Pensar que López Obrador es un gobernador de izquierda es darle demasiado crédito. Es militarista, pro capitalista, misógino y detractor del estado láico, así que "muy de izquierda" no es.
Muy de acuerdo con el desconocido en lo del Amlo.
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