Al convertirse la peste en el deber de unos cuantos, se le llegó a ver como lo que era, es decir, cosa de todos.
Cuando quedó claro que nos enfrentábamos a una cuarentena de larga duración, aparecieron las primeras recomendaciones narrativas sobre pestes y epidemias. Por supuesto, la que encabezaba todas las listas es La peste de Albert Camus. Era la apuesta obvia, el go-to de la epidemia, la más básica y más necesaria. Así que, desde luego, decidí dejarla para lo último, porque soy bien único y diferente.
Me alegro, porque
está chido dejar lo mejor para el final, aunque todavía no acabo esta serie y
estoy pensando en ampliarla, porque este desmadrito va para largo. Pero también
me pareció atinado porque el haberla leído el principio de la cuarentena no
habría sido lo mismo que después de cuatro meses encerrado en casa viendo las
noticias del apocalipsis. Y es que, entre los aspectos que más me impactaron de
esta obra (amén de su calidad literaria), está lo familiar que me resultó la
experiencia que describe. Permítanme su atención por las siguientes líneas, que
voy a tratar de recomendarla y extraer de ella aprendizajes para nuestro
presente, sin hacerles mucho spoiler.
La enfermedad
La peste es una novela publicada en 1947. Obra del autor
franco-argelino Albert Camus (1913-1960), trata de lo que ficticiamente vive la
ciudad de Orán, ubicada en la costa africana del Mediterráneo, durante los
meses en los que se ve azotada por una epidemia. La enfermedad en sí es una
variante de la peste bubónica, la misma que arrasó con dos tercios de la
población de Europa en la Edad Media.
Esto lo sabe
cualquier escolapio, pero lo que muchas veces ignoramos es que esa misma peste,
causada por el bacilo Yersinia pestis, azotó en varias ocasiones
diferentes regiones del mundo a lo largo de los siglos. El narrador de hecho
menciona que en tiempos recientes había golpeado a China y revisando en Wikipedia
aprendí que aquel brote fue parte de una oleada que mató a millones de personas
Asia, América Latina y la ciudad de Los Ángeles, entre las décadas de 1890 y
1920.
Precisamente he ahí
una de las premisas más importantes de la novela, y Camus nos sacude para que
nos demos cuenta de ello:
Las plagas, en efecto, son una cosa
común, pero es difícil creer en las plagas cuando las ve uno caer sobre su
cabeza. Ha habido en el mundo tantas pestes como guerras y, sin embargo, pestes
y guerras toman a las gentes siempre desprevenidas.
He reseñado varias
obras en estos Diarios
de la Pandemia, pero la mayoría de ellas son de ciencia ficción o
fantasía, o cuando menos lindan con estos géneros. Esto, en cambio, es la cruda
realidad. No hay especulaciones acerca de posibles escenarios apocalípticos o
del colapso de civilizaciones completas. No hay elementos fantásticos que
sirvan como avatares de la fuerza de la naturaleza o de la oscuridad humana. Es
sólo la peste con su aterradora y monótona realidad.
Decía yo que lo que entre
lo que más me impactó de la novela fue la familiaridad de la experiencia que
describe. Nos separan más de 70 años de la publicación de este libro, décadas
en las que el progreso tecnológico ha creado un mundo que suponemos muy
diferente al que conoció el autor. ¡Y sin embargo, todo es tan parecido!
Hay diferencias, por
supuesto. La ciudad de Orán es la única que vive la peste, y no se trata de un
fenómeno global ocurriendo en todas partes al mismo tiempo. La cuarentena a la
que se somete la ciudad la separa del resto del mundo, pero dentro de sus
murallas las personas no queda completamente aisladas las unas de las otras,
sino que siguen saliendo de casa y llevando a cabo sus actividades. Nosotros,
en cambio, estamos en casa, más conectados a través de la tecnología con el
resto del mundo, que en presencia con nuestros vecinos.
Fuera de ello, lo
que describe la novela resultará reconocible para cualquiera de nosotros,
después de meses de encierro e incertidumbre. Camus nos narra la incredulidad
del pueblo y las autoridades cuando la peste se anuncia por primera vez; los funcionarios
que se resisten a creer que la enfermedad pueda ser tan terrible como temen,
porque las medidas necesarias para enfrentarla serían demasiado draconianas.
Nos comparte el sermón del cura, quien señala que la peste es un castigo de
Dios, enviado por los pecados y tibieza de los pobladores. Nos advierte que la epidemia
duraría más de lo que pensaba cualquiera al principio. Mucho, mucho más.
Camus nos cuenta también
de los motines de los inconformes con la cuarentena, reprimidos sin
misericordia por las fuerzas del orden; de la aparición de contrabandistas y
otros delincuentes que se enriquecen haciendo lo que ahora, como era ilegal, se
ha vuelto muy lucrativo. Nos habla de los estadios y escuelas convertidos en
hospitales de campaña; nos describe las caravanas de vehículos que llevan a
decenas de muertos a las fosas comunes, en donde no se pueden llevar a cabo exequias
ni ceremonias.
Está la doble, contradictoria
experiencia de los ciudadanos de Orán. Por un lado, la de aquellos cuyos seres
queridos les son arrebatados tras el diagnóstico, y que tienen que despedirse
de ellos de prisa, sin saber si los volverán a ver. Y en verdad, la mayoría no
los vuelve a ver, y en los hogares donde hubo pérdidas hay llantos y gritos y
rezos. Por el otro lado, está la experiencia de quienes no sufren la enfermedad
directamente. Para estas personas la vivencia de la peste se reduce a la
monotonía de la cuarentena, especialmente onerosa para los amantes que han
quedado separados. Al principio podrían haber tenido esperanzas: “esto no va a
durar, pronto volveremos a la normalidad”. Pero, poco a poco, la peste se
vuelve la normalidad, y uno termina acostumbrándose a la desesperanza.
Es difícil describir
el sentimiento que me causó esta familiaridad, este saberme conectado, a pesar del
tiempo y la geografía que nos separan, con una experiencia que debieron
compartir, más o menos de la misma forma, miles o millones de seres humanos a
lo largo de la historia. De alguna manera, hizo que nuestra situación actual se
sintiera menos catastrófica: ¡Esto mismo ha vivido y sobrevivido tanta gente! Sin
embargo, al mismo tiempo, me causa un desasosiego indefinible, entre otras
cosas, por el reconocimiento incómodo y obligado de que la humanidad siempre es
la misma y camina siempre por los mismos valles y montañas, en un círculo del
que quizá no hay salida.
Lo que nos regresa
al meollo del asunto: que de por sí vivimos con la peste. Pues sí, porque somos
mortales, porque estamos siempre a punto de morir por cualquier accidente
absurdo, porque nuestros congéneres están muriendo siempre a nuestro alrededor.
La epidemia es sólo eso mismo aumentado exponencialmente. Pero no nos gusta
pensar en ello, no nos gusta fijarnos en nuestra propia mortalidad. Camus
quiere que lo recordemos, que no podamos apartar la mirada:
Cuando estalla una guerra, las gentes se
dicen: “Esto no puede durar, es demasiado estúpido”. Y sin duda una guerra es
evidentemente demasiado estúpida, pero eso no impide que dure. La estupidez
insiste siempre, uno se daría cuenta de ello si no pensara siempre en sí mismo.
Nuestros conciudadanos, a este respecto, eran como todo el mundo; pensaban en
ellos mismos; dicho de otro modo, eran humanidad: no creían en las plagas. La
plaga no está hecha a la medida del hombre, por lo tanto, el hombre se dice que
es irreal, es un mal sueño que tiene que pasar. Pero no siempre pasa, y de mal
sueño en mal sueño son los hombres los que pasan, y los humanistas en primer
lugar, porque no han tomado precauciones. Nuestros conciudadanos no eran más
culpables que otros, se olvidaban de ser modestos, eso es todo, y pensaban que
todavía todo era posible para ellos, lo cual daba por supuesto que las plagas
eran imposibles. Continuaban haciendo negocios, planeando viajes y teniendo
opiniones. ¿Cómo hubieran podido pensar en la peste que suprime el porvenir,
los desplazamientos y las discusiones? Se creían libres y nadie será libre
mientras haya plagas.
Los héroes
El protagonista de
la novela es un médico de nombre Bernard Rieux; poco antes de iniciar la
cuarentena, su esposa se había trasladado a un sanatorio lejano para
recuperarse de una enfermedad (no se dice cual, pero tengo la corazonada de que
era tuberculosis). Rieux es uno de esos personajes ficticios cuyo heroísmo no
radica en facultades físicas o mentales extraordinarias, sino en un sólido e
inquebrantable compromiso con una causa. Rieux no aspira a ser santo, ni héroe,
sólo a hacer su trabajo, que es luchar contra el sufrimiento humano, a
sabiendas de que es ésta una empresa fútil, pues el dolor se puede paliar y la
muerte mantenerse a raya, pero sólo provisionalmente.
Lo acompañan otros
personajes; el misterioso forastero Jean Tarrou, observador agudo de la
sociedad; el periodista Raymond Rambert, desesperado por escapar de la ciudad y
volver con su amada; y el burócrata Joseph Grand, un hombrecillo que al
principio de la novela no parece gran cosa, pero que, al igual que muchos
otros, se suma sin pensarlo al cuerpo de voluntarios para trabajar contra la
peste.
Y aquí quiero hablar
de lo que más me impactó de toda la novela. El cuerpo de voluntarios hace un
trabajo muy útil y muy necesario, un acto muy bello, pero el narrador se
esfuerza en asegurarnos que no hay nada extraordinario en ello; que estas
personas hacían su trabajo, porque lo impensable habría sido no hacerlo.
Dando demasiada importancia a las bellas
acciones, se tributa un homenaje indirecto y poderoso al mal. Pues se da a
entender de ese modo que las bellas acciones sólo tienen tanto valor porque son
escasas, y que la indiferencia y la maldad son motores mucho más frecuentes en
los actos de los hombres. Ésa es una idea que el cronista no comparte.
Miren, éste es
Albert Camus, el filósofo existencialista, que más bien prefería el término “absurdista”.
Es alguien que insiste en toda su obra que la existencia humana carece de
significado intrínseco. Es quien abre su famoso ensayo El mito de Sísifo
con estas palabras: “No existe más que un problema filosófico serio en verdad:
el suicidio. Decidir si la vida vale o no vale la pena de vivirla es responder
a la cuestión esencial de la filosofía.” Y este hombre nos dice aquí que lo que
llamamos heroísmo no se trata de algo extraordinario, sino de una parte
fundamental de la naturaleza humana. Que “hay en los hombres más cosas dignas
de admiración que de desprecio”.
Dos de los mejores
momentos de la novela me causaron conmociones profundas, así como gran
admiración por el genio del autor. El segundo mejor, casi al principio, es
cuando emergen del subsuelo las ratas; primero unas cuantas, luego por decenas
y después por cientos. Ratas que apenas se asoman a la superficie y mueren
entre convulsiones, anunciando lo que está por ocurrirle a los seres humanos.
Es un momento tan macabro y perturba tanto que bien podría pertenecer a una
historia de terror sobrenatural.
El mejor, a mi
gusto, es la descripción detallada y sin tapujos de la agonía de un niño
inocente. Como lector, uno atestigua el sufrimiento inmerecido de la pobre
criatura y comparte la impotencia de los adultos que no pueden más que
observar. Fue un momento desgarrador, en extremo difícil de leer, que me llevó
a las lágrimas. En algún punto de la narración pensé “esto no puede ser todo,
todo este dolor no puede ser por nada, tiene que salvarse”. Pero no, y es
precisamente lo que Camus quiere darnos a entender: que la vida está llena de
sufrimiento absurdo que no lleva a nada. Pero, aun así -y esto es todavía más
importante-, siempre habrá entre nosotros quien se avoque a tratar de hacer más
llevadero ese sufrimiento.
Esta crónica no puede ser el relato de
la victoria definitiva. No puede ser más que el testimonio de lo que fue
necesario hacer y que sin duda deberán seguir haciendo contra el terror y su
arma infatigable, a pesar de sus desgarramientos personales, todos los hombres
que, no pudiendo ser santos, se niegan a admitir las plagas y se esfuerzan, no
obstante, en ser médicos.
Hablemos, pues, del heroísmo, un concepto en el que creo tan profunda y automáticamente que nunca lo había cuestionado tanto como ahora, tras leer La peste. En el discurso público, así sea por los políticos que buscan aplausos, o por la gente con buenas intenciones que quiere de alguna manera honrar lo que le parece admirable, se suele equiparar al personal de salud con héroes. Pero estas mismas personas han dicho que no quieren que se les trate como tales. Ahora entiendo el por qué.
El narrador de la
novela nos dice que su trabajo y sacrificio no es mítico, sólo congruente.
No se le felicita al maestro por enseñar que dos y dos son cuatro; tal es su
trabajo, y si acaso se le felicita por haber escogido tan noble profesión, pero
que los que tienen corazones parecidos a los de maestros o médicos son, para honor
del ser humano, más numerosos de lo que se cree. Veamos esta conversación entre
el doctor Rieux y Rambert, decidido a escapar de la ciudad.
-Tiene usted razón, Rambet, tiene usted
enteramente razón y yo no quería por nada del mundo desviarlo de lo que piensa
hacer, que me parece justo y bueno. Sin embargo, es preciso que le haga
comprender que aquí no se trata de heroísmo. Se trata solamente de honestidad.
Es una idea que puede que le haga reír, pero el único medio de luchar contra la
peste es la honestidad.
-¿Qué es la honestidad? -Dijo Rambert,
poniéndose serio de pronto.
-No sé qué es en general. Pero, en mi
caso, sé que no es más que hacer mi trabajo.
Superman es un
héroe. La gente lo admira y le agradece. Pero un héroe, fantástico, mitológico
o histórico, hace cosas más allá de las que un ser humano es capaz de hacer;
podrá ser parte de la comunidad, pero también está por encima de ella. Un
verdadero héroe actúa sin esperar más paga que la satisfacción de hacer el bien.
Superman no espera que los habitantes de Metrópolis se encarguen de él, que le
aseguren el sustento, que lo cuiden en la enfermedad, o que lo pensionen en su
retiro. Es más, pensaríamos mal de él si esperara eso como pago por sus
acciones.
Las personas
dedicadas a la medicina y a la enfermería realizan esfuerzos admirables, y merecen
nuestro agradecimiento y respeto. Pero también merecen buenas pagas,
condiciones de trabajo decentes, descanso y vacaciones, pensiones para su
retiro. Son tan humanos como el resto de nosotros; sus poderes están dentro de
los límites humanos y sus necesidades son completamente humanas. Los políticos insisten
en convertirlos en héroes, porque es más fácil y barato levantar estatuas o cubrir
un muelle de luces azules que mejorar las condiciones de trabajo de miles
de trabajadores. El héroe no necesita nada de nosotros; nuestro prójimo
necesita mucho.
Epílogo
La metáfora
Antes de leer esta
novela me había topado con la idea de que se trata de una metáfora del fascismo
y la lucha contra éste. Quizá a ello haya contribuido las veces en las que
Camus compara las guerras con las pestes y el epígrafe de Daniel Defoe con el
que encabeza la obra y que insinúa que hay en ella un símil:
Tan razonable como representar una prisión de cierto género por otra diferente, es representar algo que existe realmente por algo que no existe
No obstante, tengo
que decir que no me parece que la obra en sí sea metafórica. Está llena de temas
filosóficos, por supuesto, pero no creo que sea necesario leerla como alegoría
de nada. Es la narración de una epidemia, y leerla como tal es suficiente.
Sin embargo, puedo
ver cuán fácil es establecer paralelismos entre la experiencia de la plaga y la
ocupación de Francia por los nazis. Leída así, podemos suponer que Camus nos
diría que la Résistance francesa, que se organizó tanto contra los nazis
invasores como contra los colaboracionistas locales, se fundamentó en el imperativo
de gente ordinaria por hacer lo correcto, en “ser médicos” y luchar por lo que
es justo, incluso sin la garantía de que sus esfuerzos rendirían frutos.
Sobre todo, ese
paralelismo se lee en las líneas finales, cuando el narrador nos dice que la
victoria es provisional. Tanto la peste como el fascismo pueden regresar, como en
efecto lo han hecho una y otra vez a lo largo de las décadas. Como las ratas, los
matones del fascismo pueden irrumpir de pronto, como los neonazis que han
aparecido desfilando abiertamente en distintas ciudades en los últimos años,
o como los
extremistas que se dejan ver armados hasta los dientes en las manifestaciones:
Esta muchedumbre jubilosa ignoraba lo
que se puede leer en los libros: que el bacilo de la peste no muere ni
desaparece jamás, que puede permanecer durante decenios dormido en los muebles,
en la ropa, que espera pacientemente en las alcobas, en las bodegas, en las
maletas, los pañuelos y los papeles, y que puede llegar un día en que la peste,
para desgracia y enseñanza de los hombres, despierte a sus ratas y las mande a
morir en una ciudad dichosa.
FIN
En Diarios de la Pandemia estoy tomando obras de cine y literatura relacionadas con epidemias, como punto de partida para reflexionar sobre la realidad que hemos vivido con la pandemia de Covid-19 desde 2020. Si te gusta mi trabajo, tú también puedes ayudarme a seguir análisis frikis y rojillos c
No hay comentarios.:
Publicar un comentario