La Muerte Roja había devastado el país durante largo tiempo. Jamás una peste
había sido tan fatal y tan espantosa. La sangre era su avatar: el rojo y el
horror de la sangre.
Con estas líneas inicia uno de
los mejores y más aterradores relatos del maestro Edgar Allan Poe, un ejemplo
perfecto de literatura gótica, cuya imaginería poderosa sigue estimulando nuestras
pesadillas. Si no lo han leído, tómense un
momento para hacerlo.
La máscara de la Muerte Roja trata
de una terrible pestilencia que arrasa una región anónima de Europa en un
tiempo indeterminado; un enfermedad terrible y virulenta que mata con rapidez y
sufrimiento. En medio de la epidemia, un aristócrata, el príncipe Próspero, se
acuartela en una gran abadía junto con otros miembros de la nobleza. Bien
abastecidos y aislados del mundo, Próspero y sus amigos se entregan a la voluptuosidad
y la molicie, celebrando bailes y orgías. Una noche, durante un baile de
máscaras, un extraño visitante se aparece ataviado como la Muerte Roja misma.
Próspero, indignado por la broma tan blasfema, se apresura a encarar al
desconocido, sólo para encontrar, instantes después, su propio final…
La máscara de la Muerte Roja es
un relato perfecto, si los hay. No le sobra ni le falta nada; su extensión está
pensada para lograr justo el efecto que pretende, algo que a Poe le importaba hasta
la obsesión perfeccionista. En pocas páginas establece un escenario sombrío,
construye una atmósfera fantasmagórica y golpea al lector con un clímax chocante
y un desenlace funesto.
Poe no favorecía interpretaciones
alegóricas de su obra, y despreciaba las intenciones didácticas en la
literatura. Sin embargo, es difícil obviar un mensaje tan claro en este relato:
la muerte nos alcanza a todos, incluso a los ricos y los poderosos, y las
frívolas distracciones, en las que solemos sumergirnos para olvidarnos de ella,
no nos salvarán. Hay también algo de justicia poética en el destino de
Próspero, y es inevitable sentir que recibe el castigo de su arrogancia y
prepotencia.
De lo más memorable de la
narración es el laberíntico complejo de salones coloridos en los que transcurre
la mascarada:
A
derecha e izquierda, en mitad de la pared, una alta y estrecha ventana gótica
daba a un corredor cerrado que seguía el contorno de la serie de salones. Las
ventanas tenían vitrales cuya coloración variaba con el tono dominante de la
decoración del aposento. Si, por ejemplo, la cámara de la extremidad oriental
tenía tapicerías azules, vívidamente azules eran sus ventanas. La segunda
estancia ostentaba tapicerías y ornamentos purpúreos, y aquí los vitrales eran
púrpura. La tercera era enteramente verde, y lo mismo los cristales. La cuarta
había sido decorada e iluminada con tono naranja; la quinta, con blanco; la
sexta, con violeta. El séptimo aposento aparecía completamente cubierto de colgaduras
de terciopelo negro, que abarcaban el techo y las paredes, cayendo en pliegues
sobre una alfombra del mismo material y tonalidad. Pero en esta cámara el color
de las ventanas no correspondía a la decoración. Los cristales eran escarlata,
tenían un color de sangre.
El paso inexorable del tiempo, que todo lo consume, está representado en el extraño reloj de péndulo y el perturbador sonido que emite cada hora. Éste interrumpe el baile y estremece a los asistentes y a los músicos por igual. ¿Será, acaso, el recordatorio de que el tiempo también pasa para ellos? ¿De que, hagan lo que hagan, no pueden escapar de él? El salón negro y el reloj son como señales funestas que hacen que la alegre fiesta de Próspero tenga una nota de horror ya antes de la irrupción de la Muerte Roja, como si de alguna forma hubiera estado ahí desde siempre.
Poe no era ajeno al tema de la
enfermedad y la muerte. La tuberculosis le había arrebatado a su madre
biológica, a su madre adoptiva y a su hermano mayor. Su amada esposa Virginia
sufría el lento desgaste de la enfermedad cuando Poe escribió el cuento; ella
moriría poco después. El mismo Poe había vivido la gran epidemia de cólera de
1831, en Baltimore.
La muerte y su inevitabilidad es
una constante en la obra de este padre de todos los amantes de lo siniestro.
Parece que le obsesiona, le indigna y horroriza la idea de que el ser humano,
cuya vida puede estar llena de grandes pasiones, alegrías, sufrimientos,
genialidad y conquistas, al final siempre termine anulada por la tumba, donde a
pesar de nuestra asumida grandeza, los humildes gusanos que nos devoran
triunfan sobre nosotros. Ya nos lo dice en su célebre
poema: Que la obra es una tragedia, “Hombre”, y su héroe, el Gusano Conquistador.
XXXXX
Hay una adaptación fílmica de este cuento clásico que un fan de Poe y el gótico no se puede perder: la de 1964, dirigida por Roger Corman y protagonizada por Vincent Price. El dúo había hecho mancuerna en la producción de una serie de cintas libremente inspiradas en la obra de Poe, justo cuando el cine experimentaba un renacimiento del subgénero gótico gracias a la buena racha de Hammer Films.
Roger Corman (1926-2024), es conocido
como el “Rey de la Serie B”, y como el “Cineasta más rápido del Oeste”; toda su
vida se especializó en hacer películas de bajo presupuesto, en especial de
horror y ciencia ficción, que resultaban muy redituables. También era famoso
por tener listas producciones en un tiempo muy breve; su promedio era de dos
semanas por cinta, y su récord fue de tres días para la versión original de La
tiendita del horror, en 1960.
A lo largo de su carrera, Corman produjo y dirigió muchos clásicos de culto, apreciados por frikis en todo el mundo. También fue el mentor de varios actores y directores que después tendrían brillantes carreras, incluyendo a Martin Scorsese, Francis Ford Coppola, James Cameron, Jack Nicholson, Ron Howard, Peter Fonda, Dennis Hopper, Sylvester Stallone y William Shatner, a todos los cuales dio sus primeros trabajos en la industria.
Lo cierto es que, entre las películas de Corman, la mayoría son precisamente placeres culpables de serie B. Las de su serie de Poe son lo suficientemente buenas e interesantes por sí mismas para disfrutarse sin ironía en un maratón de Halloween, por ejemplo. Pero La máscara de la Muerte Roja es mucho más que eso. Se trata de su película más ambiciosa, tanto artísticamente como en cuestiones de presupuesto y trabajo. Con decirles que el director dedicó a su realización cinco semanas completas, más del doble de lo que solía.
El gran Vincent Price (1911-1993), es uno de los actores más legendarios en el cine de terror, y uno de los ídolos de siempre de este blog. Fue uno de los histriones más prolíficos de la historia, pues estuvo en más de 100 películas, muchas de ellas clásicos de culto. Alguna vez un crítico dijo de él que, si se hubiera dedicado a hacer Shakespeare, sería recordado como uno de los más grandes intérpretes. Por si fuera poco, también era un cocinero gourmet y un defensor de los derechos LGBT; su hija Victoria era abiertamente lesbiana, y él mismo era bisexual, aunque nunca lo admitió públicamente.
En esta versión interpreta de
forma magnífica a un príncipe Próspero aún más perverso que el del cuento. Este
Próspero no sólo es un noble abusivo y presuntuoso, sino un verdadero villano
que literalmente adora a Satanás como parte de un culto. Tan sólo al principio
de la cinta, Próspero rapta a una joven campesina, encarcela a su padre y su
prometido, y manda a quemar su aldea para prevenir la propagación de la Muerte
Roja. Acto seguido, comienza a acumular recursos (arrebatados al pueblo, claro
está) e invitar a los otros nobles satanistas para resguardarse en su castillo.
Con sus exquisitos manierismos y el ritmo perfecto con el que entrega cada
línea, la actuación de Price es una delicia, y se ve que el actor se divirtió
mucho haciendo el papel.
“A veces siento que personifico
el inconsciente oscuro de la raza humana entera. Sé que suena enfermizo, pero me
encanta”.
Todo el reparto es bastante bueno, pero quien casi se roba la película es John Westbrook (1922-1989), como la Muerte Roja misma. Aparece por primera vez como una figura amortajada en escarlata, jugando con una baraja de Tarot. La voz profunda y meliflua de Westbrook, y su actitud sosegada, dan a su personaje ecos de la Muerte de El Séptimo Sello de Ingmar Bergman, aunque el mismo Corman asegura que hizo de todo por evitar que pareciera una copia. El caso es que la interpretación y el personaje son memorables, y la cinta lo construye lentamente hasta su climática irrupción en la mascarada de Próspero. Para hacerlo más siniestro, Corman omitió la identidad del actor en los créditos de la cinta.
El resultado de unir todos estos
elementos es sorprendentemente bueno, una película que en lo visual se debate
entre lo kitsch y lo fascinante, lo legítimamente estético. El diseño de
arte, muy gótico y muy estilizado, no revela lo poco costoso que fue. Ciertas
secuencias son poderosamente surrealistas, y a la vez inquietantes, como un
trance onírico en el que se suceden escenas de sacrificios humanos a través del
tiempo, o el recorrido por las salas de colores que el cuento de Poe ya había
descrito.
A mi gusto, el momento mejor
logrado es precisamente el clímax, cuando la Muerte Roja llega al castillo de
Próspero a mitad del baile de máscaras. A diferencia del cuento, aquí los
invitados de Próspero son los primeros en sucumbir a la enfermedad; pero en vez
de simplemente caer muertos, inician una Danza Macabra, con coreografía y
música que parecen sacados de un trance ritual o una pieza conceptual
vanguardista, y se cierran sobre un Próspero enloquecido que intenta huir por los salones. El epílogo es un poco cursi, pero ese clímax es tan
poderoso que hace que todo valga la pena.
XXXXX
Mencioné la Danza Macabra; éste
era un tema frecuente en la Europa medieval, por ahí del siglo XIV, posterior al
azote de la Peste Negra. Los difuntos bailaban junto con la Muerte misma en
representaciones pictóricas y teatrales. Avatares de todos los miembros de la
sociedad medieval, desde los labradores y artesanos, hasta los papas y
emperadores, se levantabas de la tumba para sacudir el esqueleto (literalmente)
junto a la Parca, y recordar a los hombres que la muerte es un destino
universal, y que ni el poder ni las riquezas nos salvan de ella. Estas obras
artísticas medievales fueron la inspiración de la composición musical de Camille
Saint-Saënz, titulada precisamente Danza
macabra (1874) así como La
danza de los muertos (1938) de Arthur Honegger.
Un proverbio latino decía memento mori, “recuerda
que morirás”, que todas las frivolidades de esta vida son pasajeras, y que
nadie se lleva sus riquezas ni sus glorias al más allá. En el Renacimiento y
Barroco floreció un género de obras pictóricas llamadas vanitas, “vanidades”.
Eran bodegones y naturalezas muertas en las que colecciones de objetos lujosos
aparecían junto a calaveras y otros símbolos de la muerte. A menudo la leyenda memento
mori se incluía en la pintura.
Pero, ¿realmente la muerte nos iguala? Puede ser que una vez muertos, el rico sea igual al pobre; ambos han perdido lo poco o mucho que hubieran podido poseer en vida. Es cierto también que la muerte es el destino inevitable de todo ser humano. Sin embargo, en un mundo tan obscenamente desigual como el nuestro, ése me parece un flaco consuelo. Y es que, si en la Edad Media el señor era casi tan vulnerable a la Peste Negra como el siervo, las cosas han cambiado mucho en el mundo de hoy.
La ciencia médica ha avanzado de
forma maravillosa, y aun así cientos de miles de personas mueren alrededor del
mundo por no tener los recursos suficientes para pagar un tratamiento que
podría salvarles la vida. El cáncer es una enfermedad de la que es posible recuperarse,
pero requiere de tratamientos largos y costosos. Incluso en uno de los
desafortunados casos en los que la recuperación sea imposible, es diferente
para un rico que para un pobre; el rico puede prolongar su vida de forma más
cómoda y segura, y al morir no dejará una onerosa deuda que ponga a sus
familiares en la bancarrota.
En la pandemia de Covid-19 que
estamos viviendo esto ha quedado muy claro, y no es sólo que tantas personas tengan
la necesidad de salir de sus casas y exponerse al contagio para ganar el
sustento diario que sus familias necesitan. No es sólo que los más ricos tengan
la oportunidad de protegerse mejor en la pandemia, sino que de hecho están
dispuestos a arriesgar a los demás con tal de mantener sus vastas fortunas y
estilos de vida intactos.
Durante la pandemia hemos escuchado historias de modernos príncipes Próspero que se han aislado en sus yates de lujo, cuando la flota de yates de los ultrarricos es uno de los mayores culpables del cambio climático. Algunos millonarios han preguntado a los médicos si es posible conseguir la vacuna contra el coronavirus antes que el público, a cambio de buen dinero. Corporaciones que distribuyen respiradores están haciendo su agosto en Estados Unidos, ofreciéndolos al mejor postor, forzando a los gobiernos estatales a competir entre sí para mantener vivos a sus ciudadanos. Algunos millonarios se dedicaron a acaparar suministros de fármacos como la hidroxicloroquina, sólo porque corrió el rumor de que podía servir como profiláctico contra la Covid-19. No es así, y mientras tanto provocaron una escasez del medicamento para los pacientes que sí lo necesitan.
Elon Musk ha amenazado
a sus empleados con retirarles el sueldo, a menos que vuelvan a trabajar en
su planta de autos Tesla, incluso si para ello tienen que violar la orden de
cuarentena del gobierno de California. Jeff Bezos ha incrementado su fortuna en
estos meses de pandemia, mientras sus empleados (cuya cruel explotación ha sido
documentada) siguen exponiendo su salud para hacer llegar los pedidos de
Amazon; aun así, la compañía ha
decidido retirarles el aumento temporal de dos dólares la hora por
condiciones de riesgo. Una y otra vez, los millonarios han
expresado que lo que más les preocupa es cómo la cuarentena (diseñada para
reducir el número de muertes) está afectando sus negocios.
Los científicos alertan que epidemias como ésta son producto del deterioro de los ecosistemas, que nos ponen en contacto con patógenos para los que no tenemos defensa. Si queremos evitar más epidemias en el futuro, tenemos que detener esto ya. Sin embargo, ni siquiera durante la pandemia, las actividades extractivistas más destructivas se han detenido: tu ciudad parece más limpia con menos autos circulando, pero la minería y la desforestación no se han tomado ni un día de cuarentena.
En México, como si fueran señores
feudales o hacendados porfiristas, los ricos mantienen a sus empleadas
domésticas encerradas durante la cuarentena, para que puedan seguir limpiando la
casa del patrón (aquí
y aquí),
cuando ellas deberían poder estar en sus propias casas, seguras, recibiendo su
salario íntegro.
Quedan claras dos cosas; que son los trabajadores quienes, yendo a laborar todos los días, mantienen la economía funcionando; y que los ricos no están dispuestos a perder un centavo, o siquiera renunciar a su comodidad, para salvar tu vida. Este actuar bien puede no ser representativo de todos los millonarios. Algunos de ellos incluso han donado apreciables cantidades de dinero en la lucha contra el coronavirus. Eso, sin embargo, no hace desaparecer el problema principal: la desigualdad socioeconómica hace que la crisis sea mucho peor.
Economistas como Paul Krugman, Joseph Siglitz y Thomas Piketty llevan años advirtiendo que un sistema tan desigual es insostenible. El último incluso ha llamado a un impuesto de hasta el 90% a las fortunas de los billonarios más ricos (fortunas que ni siquiera deberían existir). Con la crisis del Covid-19, son cada vez más los expertos que llaman a gravar las grandes fortunas, lo que permitiría aliviar los estragos causados por la pandemia (pueden leer argumentos a favor aquí, aquí, aquí, aquí y aquí). Incluso quien crea que las fortunas de los ricos son producto de su mérito personal (y los hechos demuestran que no es así), tiene que reconocer que la tremenda desigualdad crea unas condiciones críticas que no pueden sostenerse por mucho tiempo, y la actual pandemia lo ha demostrado. Ahora tenemos una disyuntiva ante nosotros: podemos crear un mundo mejor a partir de esta crisis, o podemos seguir por el mismo camino y dejarnos arrastrar por la distopía.
Desde 2017 una serie de artículos
en diferentes medios (aquí,
aquí, aquí y aquí)
han cubierto cómo los billonarios, en especial los de Silicon Valley, han
anticipado el colapso de la civilización, ya sea por el cambio climático (lo
más probable), disturbios sociales a gran escala o, mire usted nomás, una
pandemia global.
Como el príncipe Próspero, tienen preparados búnkers con comida y recursos acumulados, pero se preguntan cómo mantendrían su status en una situación en la que el dinero dejaría de tener valor. Necesitarían guardias armados para impedir que el populacho asalte sus fortalezas, pero ¿qué impediría a los guardias armados tomar ellos mismos los búnkers y los recursos? Los billonarios entonces fantasean con la posibilidad de condicionarles el acceso a agua y alimentos a través de combinaciones que sólo ellos conocieran. Incluso sería posible colocar a los guardias collares que les dieran electrochoques para asegurar su obediencia. Esto no es ciencia ficción; es lo que de hecho esta gente está proponiendo: como mantener sus privilegios, incluso si el resto del mundo se va al demonio.
El statu quo no se dejará morir
sin una lucha; nos corresponderá a nosotros evitar que se haga realidad el
escenario con el que fantasean estos sujetos. Pero aún si sucede, si estos
tipos logran encerrarse en sus búnkers mientras nosotros morimos, en algún
momento la muerte también los alcanzará; cuando ya no tengan a nadie a quien
explotar y no tengan cómo alimentarse, o cuando el clima sea tan extremo que ni
por sus paredes de concreto lo resistan, o cuando no puedan mantener a los
virus a raya. En ese momento resonarán las palabras de Poe:
Y entonces reconocieron
la presencia de la Muerte Roja. Había venido como un ladrón en la noche. Y uno
por uno cayeron los convidados en las salas de orgía manchadas de sangre y cada
uno murió en la desesperada actitud de su caída. Y la vida del reloj de ébano
se apagó con la del último de aquellos alegres seres. Y las llamas de los
trípodes expiraron. Y las tinieblas, y la corrupción, y la Muerte Roja lo
dominaron todo.
FIN
En Diarios de la Pandemia, estoy reseñando obras clásicas de literatura y cine sobre epidemias, y tomándolas como punto de partida para reflexionar sobre los sucesos que vivimos hoy. Otras entregas de esta serie incluyen:
No hay comentarios.:
Publicar un comentario