Diarios de la pandemia es una bitácora de la crisis de Covid-19, una crónica de la realidad a través de la ficción. Esta entrada es del 3 de septiembre de 2022.
En el año 2009, en lo que se
siente ya como el pasado remoto, el mundo sufrió los embates de la pandemia de
influenza porcina. En ese entonces hubo algo de pánico, mucha conspiranoia y un
ciclo de noticias que parecía interminable. A pesar de que murieron 20 mil
personas y de que mi país fue el epicentro de la pandemia, en aquel entonces me
preocupé muy poco. Era un veinteañero edgy y más bien me dio por hacer
chistes. Entre mis ocurrencias, armé un ciclo de películas, libros y canciones
para disfrutar de este pretendido apocalipsis. Aquí lo tienen.
Once años más tarde, cuando
una nueva epidemia golpeó al mundo entero, se me antojó rescatar aquella lista,
ya no para reírme (bueno, sí un poco, al principio), sino para tratar de
encontrar paralelismos y enseñanzas entre lo que se veía en la ficción y lo que
vivíamos en la realidad. Esto es Diarios de la pandemia. Bien, pues entre esas películas estaba 12 monos (12
Monkeys), la cual hasta ahora no había revisitado. Y me parece ideal,
siendo ya nos acostumbramos al coronavirus, pero nos amenaza una nueva
enfermedad llamada precisamente viruela del mono. Ay, jijos.
Vamos a lo que nos truje. 12
monos es una película de ciencia ficción postapocalíptica con viajes en el
tiempo. Fue dirigida por el maestro Terry Gilliam, quien ya antes había
incursionado en el género con esa obra maestra que fue Brazil. El
libreto estuvo a cargo de la pareja de guionistas David y Janet Peoples, las
plumas detrás de ese otro capolavoro que es Blade Runner. A su
vez, ellos se inspiraron La Jettée, un cortometraje francés de 1962,
hecho completamente con fotografías fijas en blanco y negro, y un narrador en
off.
El filme cuenta con las
actuaciones de Bruce Willis y Brad Pitt en papeles muy inusuales para sus
respectivas carreras. Willis era conocido por películas de acción no muy
cerebrales que digamos, y Pitt era un joven galán de romanticismo cursi. Ambos
estaban tan entusiasmados con la idea de trabajar para Gilliam que aceptaron
menos dinero de lo que ya solían cobrar como superestrellas.
Se trata, pues, una película
conceptual y estéticamente ambiciosa hecha por un equipo singular de creadores,
con un reparto de primer nivel. Su producción fue accidentada y controvertida,
pero al final resultó ser una de las cintas más aclamadas de 1995, que figura
entre las mejores obras de ciencia ficción de la década.
En el futurísimo año de 2035
una plaga ha acabado con la mayor parte de la población humana. El aire del
planeta quedó para siempre contaminado por el virus, y sólo el 1% de la humanidad
sobrevivió, refugiándose en complejos subterráneos. La naturaleza poco a poco
reconquistó las ciudades humanas, y los animales que antaño poblaron los
zoológicos de Filadelfia ahora andan libres por las calles.
El mundo subterráneo es una
distopía sucia y claustrofóbica. No entendemos mucho sobre su funcionamiento,
pero sabemos que tiene un sistema presidiario brutal, y que los reos son
utilizados para misiones suicidas y experimentos científicos arriesgados. Así
conocemos a James Cole (Willis), reclutado por su resistencia física y aguda
memoria, para viajar al pasado y obtener información sobre el origen del virus.
Los científicos al mando esperan con ello encontrar una cura y restaurar la
civilización.
O eso es por lo menos lo que
Cole piensa cuando es llevado a un hospital psiquiátrico en el año de 1990.
Allí conoce a la doctora Kathryn Railly (Madeleine Stowe), una empática
psiquiatra con la que desarrollaría una confusa y problemática relación. Como
compañero de encierro tiene al desequilibrado Jeffrey Goines (Brad Pitt), un
extremista ecológico con inclinaciones paranoides que sin embargo encierra
cierta brillantez en sus diatribas contra la civilización moderna. El padre de
Jeffrey, el doctor Goines, resulta ser un adinerado científico (Christopher
Plummer), cabeza de un laboratorio de virología.
La pregunta es: ¿Cole
realmente viene del futuro? ¿En verdad está en una misión para averiguar algo
sobre la pandemia que traería el fin de la humanidad? ¿O sólo está delirante,
viviendo una fantasía creada por completo en su mente? ¿Acaso todo ese futuro
distópico del que dice venir no es sino una versión torcida de la realidad que
experimenta y de la gente que conoce? La película se inclina hacia que todo es
real, pero por momentos lo deja ambiguo y hay ciertos detalles que no quedan
explicados del todo. En ese sentido, 12 monos se inserta en la tradición
noventera de películas que te hacen cuestionar la realidad hasta que te duele
la cabeza, una tendencia muy prolífica que culminaría con The Matrix en
1999.
De ser real, el viaje en el
tiempo funcionaría en forma de bucles estables; es decir, que no es posible
cambiar el pasado y que hasta los viajes a otras eras han sido siempre parte de
la historia. Por eso es que James ni siquiera intenta evitar el apocalipsis, y
sólo va en busca de información. Lo irónico es que, según lo interpretemos, es
el mismo viaje de James al pasado lo que desencadena la serie de eventos que
llevarán al fin del mundo. Mindblown!
En fin, la cinta es una
maravilla de la ciencia ficción y de la cinematografía en general, con
excelentes actuaciones y una premisa con giros y sorpresas que me voló
absolutamente la cabeza cuando la vi por primera vez de chaval. Pero, ¿nos
sirve de algo en estos años de pandemia? Más o menos…
La pandemia en sí tiene poca
presencia en la historia. Sólo conocemos el mundo antes y después de haber sido
devastado por el virus, y de éste sólo se habla como historia o profecía. Como
suele suceder en la ficción, se trata de un patógeno extraordinariamente letal,
que mata a miles de millones de personas en poco tiempo, y tan terrible que se
queda flotando en la atmósfera por años y años. Esto último es poco verosímil,
pues los virus no pueden vivir mucho tiempo sin un anfitrión. En el
cortometraje original, el apocalipsis lo había traído una guerra nuclear y la
tierra había quedado contaminada por la radiación. Así tendría más sentido lo
de los refugios subterráneos, pero si hubieran hecho así 12 monos no
estaríamos hablando de ella ahora, sino que tendríamos que esperar a mi serie
sobre el apocalipsis nuclear, que con la guerra en Ucrania bien podría venir
pronto…
Pero hay algo en la premisa
de 12 monos que se relaciona con la época que estamos viviendo. Uno de
los temas recurrentes de la cinta es la forma en la que la civilización moderna
explota a la naturaleza y tortura a los seres vivos. Gilliam se toma la
molestia de subrayar la destrucción de los ecosistemas y el maltrato a los
animales. La humanidad no queda muy bien parada. Pero, ¿merecemos la extinción,
como dice James en algún momento? O, como se dijo al principio de nuestra
actual pandemia, ¿nosotros somos el virus?
En las primeras semanas de nuestra
crisis global, cuando la cuarentena se aplicó más estrictamente, se
suspendieron las labores y las clases, los viajes y los servicios no esenciales.
Entonces las redes sociales se llenaron de imágenes y noticias que nos daban
una probadita a cómo se vería la Tierra sin humanos. Aguas prístinas, cielos
despejados, vida silvestre volviendo a espacios de los que había sido
expulsada… Y aunque algunas
de esas historias resultaron falsas, otras sí eran auténticas. El mensaje
parecía ser claro: sin la humanidad, la Tierra prosperaría. Sin embargo, ésta
era una moraleja simplista… Y peligrosa.
Estas ideas son la base del
ecofascismo, ideología de odio según la cual es necesario reducir a la
población humana para salvar al planeta… Y obviamente los que tienen que
desaparecer son los indeseables acostumbrados: personas racializadas y gente
pobre. Las “razas superiores” y “sociedades avanzadas” podrían administrar con
eficacia una Tierra saludable si tan sólo esos pobretones en África dejaran de
reproducirse. Abogan por eugenesia, esterilización forzada y, ultimadamente,
genocidio; hay que tener mucho cuidado con estos discursos.
En la película, el Ejército
de los 12 monos es una organización de radicales ambientalistas, dirigida por Jeffrey
Goines. Ellos son los principales sospechosos de querer desatar la plaga que
acabaría con la humanidad. Sin embargo (¡spoiler!), al final se revela que no
habían sido ellos, sino el doctor Peters (David Morse), un científico que
trabaja en el laboratorio del doctor Goines. Después de todo, no es a los
ecologistas, ni siquiera a los que parecen más radicales, con sus protestas
ruidosas y sus altisonantes críticas al orden social, a los que hay que temer,
sino a los misántropos silenciosos que se arrogarían el papel de dioses si
tuvieran la oportunidad.
Sin embargo, no es necesario
llegar tan lejos para compartir tales nociones misantrópicas. He conocido a
bandita, supuestamente progre, que también repite aquello de “merecemos la
extinción”, y hasta deja entrever lo virtuosa que se siente al decir eso.
Venga, hasta yo en mi juventud llegué a pensar esa clase de cosas. Es un poco
como el “todos somos pecadores” del fariseo religioso que en realidad se cree
más puro que los demás por decirlo. Es una postura frívola y vacía. Si la única
solución para la Tierra es que desaparezcamos de ella, pues en realidad no hay
solución. Como es bandita “buena”, no va a abogar por el genocidio, y aunque
suele ser gente que opta por no tener crías, tampoco toma la consecuente
decisión de suicidarse. Entonces, lo único que pueden hacer es nada. Si
la humanidad es esencialmente mala e irremediablemente destructiva, ningún
esfuerzo por mejorar vale la pena. Ésta es una postura que favorece al statu
quo. Cultivar un hipócrita sentimiento de culpa colectiva no sustituye
nuestra responsabilidad de hacer lo correcto.
Lo cierto es que la mayoría
de la humanidad no es responsable de las atrocidades que se cometen contra la
naturaleza. Por ejemplo, si hablamos de cambio climático, veremos que el
10% más rico emite el 50% de los gases de efecto invernadero. Podríamos
decir que la mayoría de las personas (pero ni aún así todas) viven, trabajan y
consumen dentro de un sistema que requiere la sobreexplotación de los recursos
naturales y la generación de contaminantes. Pero, de hecho, para esas mayorías
no existe la opción de hacerlo de otra manera. Aunque todos usemos, por
ejemplo, plásticos desechables, si quisiéramos dejar de hacerlo nos
encontraríamos de que es muy difícil, y para la mayoría de las personas sería casi
imposible, pues están en los productos que necesitan para vivir el día a día, incluidos sus alimentos y bebidas. Esta clase de cambios no
pueden ocurrir al nivel de consumo individual, sino que tienen que tienen que
realizarse desde el inicio de las cadenas de producción. Pero eso no sucederá
mientras la producción y consumo de plásticos desechables siga haciendo rica a
una minoría de personas.
La mayor parte de los Homo
sapiens, a lo largo de la mayor parte de sus trescientos milenios de
existencia, no ha causado la destrucción del mundo. Sí, extinguimos mucha
megafauna cuando salimos de África. Y sí, desastres ecológicos a nivel local ha habido desde
que existe la agricultura y nos dio por deforestar para nuestras ciudades y
campos de cultivo. Pero la catástrofe a nivel planetario que estamos viviendo
habría sido impensable antes de la era del capitalismo industrial, que arrancó
hace menos de 300 años. Así que no, la culpa no es de toda la humanidad, sino
de un modelo de producción en específico. Cuando se culpa a una maldad humana
de la destrucción del mundo, se exculpa a este sistema y a quienes se
benefician de él y procuran mantenerlo incólume.
En 12 monos no sólo la
naturaleza y los animales son víctima de la crueldad humana. La opresión de los
desvalidos es otra de las características fundamentales del orden social, tanto
antes como después del apocalipsis. Los enfermos mentales en el asilo sufren en
condiciones deshumanizantes y un recorrido por los arrabales de Filadelfia,
llena de pobreza, delincuencia y antiguos edificios desmoronándose, contrasta
con la opulencia de una gran mansión en un día de fiesta. En sus diatribas,
Jeffrey señala a gobiernos y corporaciones como culpables de tanta destrucción,
y su Ejército de los 12 monos quiere un cambio radical, no la extinción de la
humanidad.
No, nosotros no somos el virus. Ya nos lo decía el economista Richard Wolff con The Sickness is the System,
título de un libro que publicó en 2020, en plena pandemia. El subtítulo de la
obra reza: “cuando el capitalismo fracasa en salvarnos de las pandemias y de sí
mismo”. En él habla de cómo Estados Unidos, el país más poderoso de la Tierra, con
sólo el 5% de la población mundial, tuvo el 30% de las muertes por Covid-19 a
nivel global. Espeluznante señal de la podredumbre de su sistema.
¿Qué tiene que ver esto con
el capitalismo? Aparte de carecer de un sistema de salud pública universal y
gratuito, o de un modelo de vacunación obligatorio (rechazados en nombre de la
“libertad individual”), es un ejemplo de cómo el libre mercado es incapaz de
enfrentar esta clase de problemas. Por ejemplo, desde hacía años, por lo menos
desde la influenza aviar de 2003, los científicos alertaban de la posibilidad
de nuevas y más letales pandemias. Para hacerles frente cuando golpearan,
habría sido necesario tener en reserva grandes cantidades de equipo médico, desde
cubrebocas hasta respiradores. Pero como no había un mercado masivo hasta antes
de 2020, no existía el incentivo para que las corporaciones los produjeran.
Producir y mantener almacenados en buenas condiciones todos esos insumos
requería una gran inversión, y las empresas no iban a hacer eso durante años
esperando a que una pandemia se produjera.
La ironía es que eso sí se
hace con otras cosas: equipo militar. Las corporaciones fabrican cantidades
colosales de insumos para el ejército, que se quedan almacenados durante años
en espera al estallido de alguna guerra. La diferencia es que el gobierno de
Estados Unidos paga por todo esto. Y cuando deja de ser útil para las fuerzas
armadas, las corporaciones policiacas los compran. Es dinero público entregado
en cantidades millonarias a empresas privadas. Pero ese mismo gobierno no
invertirá en lo que se necesita para hacer frente a una pandemia; no es tan
buen negocio.
Escribo a principios de
septiembre de 2022. El promedio global de casos nuevos de Covid-19 a la semana
es de unos 612 mil. El promedio de muertes semanales es de aproximadamente 2
mil 200. Si les parece poco, tengan en cuenta que cuando la emergencia nos
mandó a nuestras casas, en marzo de 2020, había sólo como 6 mil casos nuevos y
280 fallecimientos por semana. Aún así, comparados con lo que vivimos en los
picos de años anteriores, es claro que vamos ya, por fin, de salida. Durante
más de dos años y siete meses, el tema de la pandemia se mantuvo en la sección
de noticias de la Wikipedia. Apenas hace unos días se retiró, con el argumento de que, aunque la pandemia continúa,
ya no está en el ciclo de noticias. Seis millones y medio de seres humanos han
perdido la vida en este medio lustro, eclipsando por completo a los 20 mil que
murieron por influenza porcina.
Pero una nueva amenaza se
asoma por el horizonte: la viruela de mono. Endémica de África, se convirtió en un problema global cuando saltó
al Reino Unido en abril de 2022. Poco más tarde, en julio, la Organización
Mundial de la Salud declaró la emergencia mundial sanitaria. Al momento de
escribir estas líneas, la OMS ha confirmado 52 mil casos en más de 100 países,
y 122 muertos en regiones de África, Europa y América.
Aunque no existe una vacuna
específica para esta enfermedad, la vacuna para la viruela común ayuda a
disminuir los contagios y que los síntomas sean más leves. A estas alturas
debería haber iniciado la producción masiva de estos medicamentos, seguida de
una amplia campaña de vacunación, pero hasta ahora ningún gobierno lo ha hecho
ya. No es buen negocio. Parece que no aprendimos la lección del coronavirus. O
más bien, nuestras élites están dispuestas a dejar que ocurra otra catástrofe
porque las medidas para contener la enfermedad no convienen. El único consuelo
es que la viruela de mono es menos contagiosa y menos letal. Aunque también es
terriblemente dolorosa, por lo que han dicho los sobrevivientes. Les mentiría
si les dijera que no estoy asustado.
En el documental sobre la
filmación, Terry Gilliam explica que en el emblema de su película representa a
la humanidad. Somos los monitos bailando en círculos, siguiendo el mismo
compás, las mismas rutinas. Hasta que uno de los monos se sale del esquema y
todo se descontrola. Quizá ésa es la lección que deberíamos aprender: tenemos
que dejar de girar en círculos con un ritmo que nos ha sido impuesto y empezar
a tomar el control de nuestro destino antes de que alguien haga una estupidez y
acabemos en un nuevo desastre.
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En Diarios de la pandemia, partimos de obras de ficción para reflexionar sobre nuestros tiempos pandémicos. Otros títulos analizadas en esta serie son:
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