Hola, antes de empezar querrás leer la primera parte.
Parte II: De por qué los ricos son cretinos
Según un antiguo mito griego, Pluto,
el dios de la riqueza, recompensaba con bienes materiales a los hombres justos.
Zeus, quien como sabemos era un completo patán, no estaba de acuerdo con esto,
así que mandó un rayo que le quitó la vista al dios. Desde entonces Pluto
reparte sus dones ciegamente, al azar. Como muchos mitos de la antigüedad, éste
esconde una pizca de sabiduría: el reconocimiento de que la riqueza no depende
de la virtud.
Sin embargo, hoy está muy
difundida la idea de que, por lo menos en las sociedades capitalistas, el
reparto de la riqueza se hace de manera naturalmente justa, que son los
talentosos y los esforzados, los benefactores de la sociedad, quienes reciben
la riqueza, mientras que los pobres y fracasados se quedan en su sitio porque
no se esfuerzan lo suficiente o simplemente no tienen talento.
En la entrada anterior hablábamos
de la falacia del mundo justo, un sesgo cognitivo que nos hace pensar que la
vida es justa en sí misma y que tarde o temprano cada quien recibe lo que se
merece. Vimos que esta predisposición psicológica nos resulta reconfortante,
porque nos hace sentir merecedores de lo que tenemos y nos protege de la
ansiedad que nos puede resultar de pensar que nosotros también podríamos ser
víctimas de una desgracia (puesto que sí hacemos las cosas bien), pero que al
mismo tiempo nos hace perder empatía hacia las personas menos desafortunadas
(porque juzgamos que se han ganado sus problemas).
Este sesgo cognitivo se manifiesta
en supersticiones que van desde el derecho divino de los reyes hasta el Karma y
la Ley de la Atracción. De igual manera se manifiesta en la creencia ciega en
la justicia intrínseca del sistema socioeconómico en el que vivimos: el
capitalismo meritocrático. Aquí, de hecho, se mezcla con otro error de juicio
muy frecuente: la falacia naturalista, según la cual lo que sucede en la
naturaleza es moralmente bueno.
El darwinismo social, una
corrupción de la teoría evolutiva de Charles Darwin, dibujaba un paralelismo entre
la supervivencia de los más aptos en la naturaleza y el éxito de los mejores en
la sociedad. En la naturaleza no todos los individuos sobreviven para
reproducirse, sino los que tienen las características que los hacen más aptos
para ello. En una sociedad en la que se permita la libre competencia entre
individuos, tal como existe en la naturaleza, serán los más aptos los que
triunfen, es decir, los que se hagan de la riqueza y el poder. Intervenir en
ello sería contravenir a las leyes de la naturaleza.
El problema es que la teoría
evolutiva de Darwin nos dice cómo funciona el mundo, no cómo debería ser. Nada
implica que lo que ocurre entre los seres vivos en estado natural sea lo
correcto, lo moral o lo justo. Cuando un león macho derrota a otro en combate y
se queda con su territorio y sus hembras, mata a los cachorros de su adversario
para asegurar la supervivencia de su propia progenie. ¿Es eso moral o inmoral?
Ninguna de las dos; simplemente es como son las cosas.
Claro está, el hecho de que
existan las falacias naturalista y del mundo justo no es prueba de que un
sistema económico de libre competencia no asegure un reparto justo de la
riqueza. ¿Podemos comprobar que eso de que “los pobres son pobres porque son
inferiores, mientras que los ricos se han ganado justo lo que merecen” es un
mito? Sí, sí podemos.
Se dice que el éxito económico
depende de los esfuerzos de cada uno. Que no tienes la culpa de nacer pobre,
pero sí de seguir siendo pobre cuando llegas a la adultez. En realidad, las
condiciones iniciales de una persona y el entorno social en el que vive tienen
un enorme peso en su futuro económico. Por ejemplo, estudios estadísticos
demuestran que existe una fuerte correlación entre los ingresos de los padres y
lo que llegarán a ganar los hijos cuando estén en edad laboral. La movilidad social
está correlacionada con los niveles de desigualdad existentes en una sociedad.
Esto quiere decir que en sociedades con altos índices de desigualdad social
(como en México), se vuelve menor la posibilidad de que una persona llegue a
estar en una mejor (o peor) posición que sus padres (aquí).
No solamente la mayor parte de
las grandes fortunas de hoy son heredadas. La posibilidad de prosperar
económicamente depende en gran medida de condiciones sociales de las cuales un individuo
no es responsable, tales como los índices de seguridad, la estabilidad de un
gobierno, los niveles de educación o el poder adquisitivo de los conciudadanos,
la existencia de infraestructura como caminos y carreteras, etcétera (aquí).
Revisando los perfiles de
exitosos entrepeneurs nos encontramos
con que la mayoría empieza desde una posición de privilegio: no sólo nacen con
acceso a capitales familiares que les permiten hacer inversiones iniciales,
sino que cuentan con redes de apoyo en caso de que sus primeras iniciativas
fracasen. Además, son abrumadoramente hombres y blancos, por lo cual no tendrán
que enfrentarse a las dificultades que oponen el sexismo y el racismo. En estas
condiciones es más fácil ser creativos y tomar riesgos; “perseguir tus sueños”
no es para todos (aquí).
Lo que es más, algunos rasgos
psicológicos asociados con el éxito en el emprendedurismo, como la inclinación
a tomar riesgos y la no conformidad con lo establecido, están también
relacionados con la incidencia en cometer delitos menores (apuestas, uso de
drogas, incluso el hurto). Ahora bien, en un joven de familia acomodada la
probabilidad de que estas conductas lo lleven a tener repercusiones que dañen
su futuro son mínimas, mientras que si se trata de un joven de clase baja es
más probable que termine expulsado de la escuela o incluso enfrentando cargos
legales. Dicho de otra forma, los mismos rasgos psicológicos pueden hacer que
un joven se convierta en CEO de su propia compañía o que termine en prisión,
dependiendo de si nació rico o pobre (aquí).
La educación es idealmente el
gran motor de la movilidad social, ¿no? Pero resulta que las condiciones
iniciales también marcan grandes diferencias en los resultados finales.
Obviamente, el dinero permite el acceso a mejores escuelas, así como a
actividades extracurriculares que estimulan las capacidades cognitivas y
amplían los conocimientos de los chicos. Eso no es todo: datos estadísticos
demuestran que ni los hijos de los ricos que lo hacen muy mal en la escuela ni
los hijos de los pobres que lo hacen muy bien tenderán a descender o escalar en
la pirámide social. Los niños ricos, incluso si reprueban o son expulsados de
la escuela, no requieren de un diploma para heredar la fortuna familiar o encargarse
del negocio de papá. Los niños pobres, incluso si tienen excelentes
calificaciones, tenderán a permanecer en barrios desfavorecidos, lejos de
oportunidades para crecer (aquí).
Además, si admitimos (for argument’s sake) que un emprendedor
merece ganar más que un empleado porque sus contribuciones a la sociedad han
sido mayores, cabe cuestionar si está justificado que esa diferencia de
riquezas sea tan abismal como en el mundo actual, en que 62 individuos tienen
tanta riqueza como la mitad más pobre de la población (aquí). Y aún si
admitiéramos que las personas de talento extraordinario merecen riqueza
extraordinaria, ¿qué clase de moral implicaría aceptar que hay personas tan
poco valiosas que merecen vivir en la miseria?
El éxito de grandes compañías no
proviene solamente del esfuerzo y talento de sus fundadores, ni de que ofrezca
los mejores productos o servicios a los mejores precios, sino del
aprovechamiento de situaciones no creadas por ellos, de subsidios y concesiones
gubernamentales obtenidas mediante cabildeo, de la ausencia de competencia, del efecto de red, de la
presencia de mano de obra barata, de la capacidad para explotar el talento de
subordinados cuyas creaciones pasan a ser propiedad intelectual de los dueños
de la empresa, o de la existencia de recursos naturales valiosos que sólo están
ahí esperando a ser extraídos. Quizá Steve Jobs merecía ser rico, pero no
merecía ser extremadamente rico (aquí).
Si el mundo fuera perfectamente
meritocrático, una persona sería recompensada proporcionalmente según su
desempeño, ¿no es así? Como en la escuela, en donde (idealmente) quien se
esfuerza más saca 10, quien tiene un desempeño bueno saca 8, quien hace un
trabajo mediocre saca 7 y así por el estilo. Pero en realidad no existen oportunidades
iguales para todos y sí muchos casos en los que “el ganador se lleva todo”.
Podríamos pensar en las becas de excelencia académica. Supongamos que hay 10
becas disponibles para los 10 alumnos con mejores promedios de una preparatoria
pública. ¿Qué pasa con el número 11? Digamos que su promedio es el 90% del que
tiene el primer lugar. ¿Obtiene una beca equivalente a un 90% de la de aquél?
No, simplemente se queda con nada.
A veces me acuerdo de aquella
película, La búsqueda de felicidad,
con Will Smith, una de las favoritas de los que dicen “si se quiere se puede”.
En esta historia de la vida real el personaje de Smith pasa por muchas penurias
en busca de un trabajo que le permita mantener a su pequeño hijo. Para obtener
un codiciado puesto en una gran empresa, tiene que aceptar trabajar
gratuitamente por algún tiempo, compitiendo contra otros candidatos hasta
demostrar que él es el indicado para el empleo. Al final lo logra, por
supuesto. Pero, dejando de lado que la empresa se aprovechó del trabajo
gratuito de todos los candidatos por unos meses, pensemos por un momento, ¿qué
habría pasado si el personaje de Smith hubiera sido sólo el segundo mejor
candidato? ¿Habría recibido una recompensa proporcional? No, se habría quedado
en la calle de nuevo.
Quienes celebran a la gente de
gente que alcanza el éxito a pesar de sus orígenes modestos ignoran varios
puntos. Revisando las historias de aquellas personas encontramos no sólo
pruebas de gran talento y tesón, sino muchos golpes de suerte (el estar en el
lugar correcto en el momento adecuado) y muestras de apoyo dado por diversas
personas (tener contactos en los sitios convenientes ayuda mucho). Son
historias extraordinarias de personas extraordinarias y tomarlas como “prueba”
de que cualquiera puede ser rico, es como decir que cualquier pastor de yeguas
puede llegar a ser Ghengis Khan.
Asumir que, dejada a las fuerzas
inescrutables del mercado, la vida será justa, no es más que una superstición
secular, una versión moderna y apenas más sofisticada de la rancia creencia en
el Karma o en el derecho divino de los reyes, y como tales, una justificación
insostenible de un orden social que condena a la frustración a la inmensa
mayoría, y que crea una casta privilegiada que se cree superior a los demás.
¿Recuerdan cómo caer en la
falacia del mundo justo reduce la empatía hacia los menos afortunados? (Hay más
de ello aquí
y aquí)
Esto se expresa a la N potencia en el caso de los ricos, acostumbrados a creer
que merecen su fortuna porque son mejores que los que tienen menos. De hecho,
estudios psicológicos señalan que los más ricos tienden a tener actitudes
narcisistas y más abusivas y prepotentes contra los demás (aquí),
a la vez que son menos generosos y empáticos, e indiferentes hacia las
necesidades de otras personas, bajo lo que subyace el hecho de que les
atribuyen menos valor (aquí).
Esto no se trata de negar que
para tener éxito económico en una sociedad capitalista no tengan nada que ver
el talento y el esfuerzo. Siempre será mejor trabajar arduamente que no
hacerlo. Quizá la mayoría esté de acuerdo con que una persona que se desempeña
eficazmente en un trabajo que implica grandes responsabilidades y para el que
se requieren talentos y habilidades especiales merece una gran recompensa. El
asunto es, ¿qué tan grande? En un mundo en el que se ha visto que es
más fácil prescindir de banqueros que de recogedores de basura, ¿cómo
establecemos cuánta es la verdadera contribución de cada quien a la sociedad?
Se trata aquí de una nueva presentación de la vieja fórmula “lo justo es que
cada quien reciba lo que merece”. De acuerdo, pero ¿cómo determinamos lo que
cada quien merece? Porque lo que hemos estado haciendo ha sido pensar a la
inversa: vemos quién recibe más y luego racionalizamos justificaciones para
explicar por qué lo merece.
Lo que quiero señalar es que
existen otros factores, ajenos a la virtud y la voluntad individual, que
intervienen en el juego de la vida, muchas veces de forma determinante. Tampoco
se trata de que no procuremos ser meritocráticos, sino de tener consciencia de
que por más que lo intentemos la meritocracia no puede ser perfecta, sino que
requiere de constante vigilancia y reflexión, de esfuerzos conscientes y
deliberados, de ensayos y errores para hacerla funcionar, sin depender de la
confianza ciega en algún principio metafísico que hará justicia si todo se deja
a “leyes naturales”.
La justicia no es inherente a la
naturaleza o al universo. Es un concepto humano y existe tan sólo en nuestra
voluntad, en nuestros actos en las relaciones de los unos con los otros, ya sea
en la forma en que tratamos a nuestros semejantes o en la sociedad que
construimos día con día.
FIN
PD: Como reflexión final, chequen este cómic.
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1 comentario:
Donald trump es un buen ejemplo muchos lo ven como el millonario que se hizo a si mismo, aunque nacio en una familia adinerada, o la gente que critica a los pobres por "webones" sin embargo muchas personas logran grandes ganancias por medio de negocios ilegales que implican poco esfuerzo o por la criminalidad.
Tambien esta el caso de becas dadas a personas que tal vez si las merecen, pero realmente no las necesitan
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