Una de las discusiones más
apasionantes y menos concluyentes entre quienes se dedican al estudio de la
ciencia ficción es cuándo surgió este género (la única más apasionante y menos concluyente
es qué lo define). Muchas respuestas se han propuesto sobre el asunto, pero lo
cierto es que no es posible llegar a un consenso. Sin embargo, plantear una más
se antoja divertido para quien esto escribe, y además podría resultar interesante
a ilustrativo para quien esto lea.
Creo que la búsqueda de la primer obra de ciencia ficción es absurda porque los géneros narrativos, las
escuelas estéticas o las corrientes de pensamiento por lo general no nacen de
la nada. Los seres humanos vamos construyendo, como si de bloques de Lego se
tratara, con las piezas culturales de las sociedades a las que pertenecemos, y
acaso los más brillantes o más afortunados de nosotros aportarán nuevas piezas
de su propia autoría.
Nuestras creaciones culturales van
evolucionando poco a poco y llevan bastante tiempo existiendo para cuando
alguien se percata y dice “¡epa, miren eso de allí!”. Es decir, antes de que Hugo Gernsback
inventara el término science fiction
en la década de 1920, e incluso antes de que los trabajos de Julio Verne y H.G.
Welles recibieran el nombre de scientific
romance en la Era Victoriana, obras que podemos considerar inequívocamente
como trabajos de ciencia ficción habían existido desde hacía mucho.
¿Qué tanto? Bueno, es aquí donde
empiezan los problemas, ¿no? Hay quien quiere encontrar antecedentes de la
ciencia ficción en obras tan antiguas como la literatura épica y mitológica de
diversas civilizaciones, tales como El
poema de Gilgamesh, La Odisea, El Ramayana, El cuento del cortador de bambú,
Las mil y una noches o incluso el
Antiguo Testamento. Esto es porque este tipo de obras presentan ciertos
elementos que luego serían comunes en la ciencia ficción, tales como escenarios
apocalípticos, viajes a otros planetas (o visitas de seres extraterrestres) o
máquinas imposibles.
Carro volador en el Ramayana |
Sin embargo, no podemos considerar
estas obras ciencia ficción porque falta un ingrediente fundamental: la
ciencia. Todos esos elementos maravillosos mencionados se explican por la
magia, la intervención de criaturas sobrenaturales como ángeles y demonios, o
los poderes divinos, en los que creían tanto los autores como oyentes de las
obras en cuestión.
Una obra a menudo citada como “la
primera” de ciencia ficción es La
verdadera historia de Luciano de Samosata, escrita en siglo II. En ella se
narran los viajes de una nave y su tripulación hacia la Luna, y cómo se ven
atrapados en una guerra interplanetaria entre la Luna y el Sol por la
colonización de Venus. La novela está llena de motivos típicos del género, no
sólo el viaje espacial, sino la descripción de vida alienígena y de tecnología
imposible.
En mi opinión La verdadera historia es un buen antecedente, pero sigue sin ser
ciencia ficción tal cual. En realidad Luciano pretendía hacer una gran sátira
de las historias de viajes tan populares en su época, y por eso recurre a la
exageración y a la farsa. No hay un intento serio por especular sobre la vida
en otros planetas o los alcances de la tecnología humana.
El mar eleva a nuestros viajeros al cielo, en La verdadera historia |
Los viajes al espacio
(principalmente a la Luna), son un tema que aparece con cierta recurrencia en
la literatura universal. Pero no se puede hablar de ciencia ficción si esos
viajes se realizaban por medios mágicos para transportar a un héroe a donde
pudiera tener aventuras románticas (como en el Orlando furioso de Ludovico Ariosto, siglo XVI) o hacer una bonita
sátira de la sociedad de su época.
Todas esas obras forman parte de la
prehistoria de la ciencia ficción, pero aun no pertenecen al género. ¿Qué es lo
que hacía falta? Dejaré que Jorge Luis Borges responda por mí, con este
fragmento de su prólogo a las Crónicas
marcianas de Ray Bradbury:
En el segundo siglo de nuestra
era, Luciano de Samosata compuso una Historia verídica, que
encierra, entre otras maravillas, una descripción de los selenitas, que (según
el verídico historiador) hilan y cardan los metales y el vidrio, se quitan y se
ponen los ojos, beben zumo de aire o aire exprimido.
A principios del siglo XVI,
Ludovico Ariosto imaginó que un paladín descubre en la Luna todo lo que se
pierde en la Tierra, las lágrimas y suspiros de los amantes, el tiempo
malgastado en el juego, los proyectos inútiles y los no saciados anhelos. En el
siglo XVII, Kepler redactó un Somnium Astronomicum, que finge ser
la transcripción de un libro leído en un sueño, cuyas páginas prolijamente
revelan la conformación y los hábitos de las serpientes de la Luna, que durante
los ardores del día se guarecen en profundas cavernas y salen al atardecer.
Entre el primero y el segundo de
estos viajes imaginarios hay mil trescientos años y entre el segundo, y el
tercero, unos cien; los dos primeros son, sin embargo, invenciones
irresponsables y libres y el tercero está como entorpecido por un afán de
verosimilitud. La razón es rara. Para Luciano y para Ariosto, un viaje a la
Luna era símbolo o arquetipo de lo imposible, como los cisnes de plumaje negro
para el latino; para Kepler, ya era una posibilidad, como para nosotros.
El viaje interplanetario, uno de
los temas por excelencia de la ciencia ficción, era sólo una fantasía para
autores como Luciano o Ariosto, pero una posibilidad
científica para Johannes Kepler. Quien por cierto, fue uno de los más grandes
astrónomos de la historia y entre otras cosas demostró que el modelo
heliocéntrico de Copérnico es verdadero (con el detalle de que las órbitas de
los planetas no son redondas, sino elípticas).
El viaje a la luna en Orlando furioso |
Y he aquí el meollo del asunto, lo
que quiero mostrar: que no hay ciencia ficción sin ciencia.
La ciencia moderna nace con la
Revolución Científica, entre los siglos XVI y XVII, una serie de grandes
descubrimientos y avances científicos y tecnológicos, de la mano de personajes
como Nicolás Copérnico, Galileo Galilei, William Harvey, René Descartes, Blaise
Pascal y, por supuestísimo, Isaac Newton. La Revolución Científica significó,
además, un cambio profundo en la cosmovisión de Occidente, incluyendo el naturalismo
(todo tiene explicaciones naturales; no se necesita recurrir a agentes
sobrenaturales), el realismo (existe la realidad, independientemente del sujeto
que la observa, y ésta es cognoscible), la matematización de las ciencias, el
establecimiento del método experimental, la ruptura con la epistemología
escolástica, y un grandioso etcétera.
Creo que sólo entonces, cuando
surge la ciencia, podemos hablar de ciencia ficción, o como se ha dicho que es
la forma más correcta de traducir el concepto, ficción científica. Algunos de
los protagonistas de la Revolución Científica escribieron ficción especulativa.
Está el ya mencionado Somnium Astronomicum
de Kepler (1634), pero hay otras.
Francis Bacon es el padre del
método inductivo y un verdadero mártir de la ciencia. Murió a causa de una neumonía
que le dio por demostrar que la carne puede mantenerse en buen estado por más
tiempo si se congela. Además, escribió una de las primeras novelas que podemos
decir sin temor a equivocarnos que se trata de ciencia ficción: La Nueva Atlántida (1626).
Se trata de una utopía, un tipo de
obra muy común en los siglos de optimismo humanista entre el Renacimiento y la
Ilustración. Pero hay una enorme diferencia entre la utopía de Bacon y toda la
tradición utópica anterior entre Platón y Tomás Moro. Los habitantes de la
imaginaria isla de Bensalem no sólo tienen buenas leyes, un buen gobierno y
buenas costumbres, además de condiciones naturales generosas. La sociedad
perfecta se construye con ayuda de la ciencia y la tecnología, que se ponen al
servicio del bienestar humano: desde máquinas voladoras hasta teléfonos, desde
novedades en la agronomía hasta refrigeradores. Bacon visualizó una sociedad
próspera, justa y pacífica construida gracias a la aplicación de la ciencia.
La Nueva Atlántida de Bacon |
Entre los siglos de la Revolución
Científica y de la Ilustración proliferaron las obras que podríamos clasificar
como ciencia ficción, incluyendo algunos frutos de las más brillantes mentes
científicas y filosóficas de su época: The
Man in the Moone de Francis Godwin (1638), Historia cómica de los estados e imperios de la luna de Cyrano de Bergerac, (1657), The Blazing World de Margaret Cavendish (1666), Los viajes de Gulliver de Jonathan Swift
(1726), Astronomia de Anders Celsius
(1735), Micromegas de Voltaire
(1752). Todos estos trabajos tienen en común que, aunque se traten de
ensoñaciones utópicas o satíricas, sus autores estaban informados del
conocimiento científico de su época (cuando no ellos mismos habían contribuido
a formarlo).
¿Y en México? La primera obra de
ciencia ficción escrita en este continente no sólo es mexicana, sino yucateca: Sizigias y cuadraturas lunares. Es
creación del franciscano Fray Manuel Antonio de Rivas y data de 1775. La historia
trata de un viaje a la Luna e incluye información astronómica acorde con los
conocimientos científicos de la época. Su autor fue condenado por herejía por
la Inquisición, y la obra se perdió hasta ser redescubierta en 1958.
En fin, no pretendo, pues me parece
imposible, nombrar la primera obra de
ciencia ficción, sino señalar que, si bien hay antecedentes antiguos, fue en
los siglos de la Revolución Científica en que el género surgió como tal.
El resto es historia; en el siglo
XIX terminaría definiéndose gracias a una nueva revolución: la Industrial. Una
de las grandes pioneras es Mary Shelley. Su Frankenstein,
de 1818, es la historia quintaesencial que advierte sobre las peligros de la
ciencia (en contraste con el optimismo científico de los siglos anteriores); y
la menos conocida pero igualmente magistral El
último hombre, de 1826, se sitúa en el futuro y habla de la lenta extinción
de la humanidad.
Ilustración original de Frankenstein |
Edgar Allan Poe fue otro de los autores
que ayudó a consolidar la ciencia ficción, con obras como Las aventuras de un tal Hans Pfaall (1835) que narra un viaje a la
luna en globo y que en un principio fue publicado como una crónica real.
La segunda mitad del XIX fue
pródigo en autores de ciencia ficción, aunque los más conocidos fueron Julio
Verne y HG Welles, verdaderos especialistas del género (y ambos grandes
admiradores de Poe). Las primeras décadas del siglo XX fueron la era del pulp, las publicaciones de baja calidad
en las que la aventura y el asombro pesaban más que la ciencia.
La Era Dorada del género se da a
mediados del siglo, especialmente durante de la década de los 50; los autores
más reverenciados publicaron por esos años, y sus preocupaciones son de índole
científica, pero siempre a la sombra de la Guerra Fría y la bomba atómica.
Luego viene la Nueva Ola, influida por la contracultura de los 60 y 70, e
interesada más en cuestiones sociales que científicas o tecnológicas.
Las crisis económicas y el aumento
de la violencia a finales de los 70 acabaron con el optimismo. El cyberpunk de los 80 y 90 nos habla de
futuros sombríos en los que la tecnología nos deshumaniza. A principios del
siglo XXI se da una curiosa reacción nostálgica: el retrofuturismo quiere
recrear las visiones de escritores de tiempos pasados, en especial de la Era
Victoriana, pero también del pulp
y de la Edad Dorada.
Ciencia ficción, desde el siglo XIX hasta el retrofuturismo |
Hoy en día se anuncia un
renacimiento de la buena ciencia ficción, no sólo en la literatura, sino
también en el cine y otros medios. Ayuda que este género, considerado durante
décadas (si no siglos), como una forma menor de literatura sin más valor que el
de la evasión (o quizá algo de divulgación didáctica), ahora es tomado con la seriedad
y el respeto que merece.
Sin duda se viven tiempos
interesantes para este viejo género, herencia de la Revolución Científica,
espejo oscuro o brillante de la civilización moderna, quizá tan antiguo como la
narrativa misma, pero siempre tan fresco como el mañana.
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