“Desde que inició
la era moderna, hombres y mujeres en posiciones subordinadas han marchado
contra sus superiores en el estado, la iglesia, el lugar de trabajo y otras
instituciones jerárquicas. Se han agrupado bajo diferentes estandartes -el
movimiento obrero, el feminismo, el socialismo- y han gritado diferentes
consignas: libertad, igualdad, derechos, democracia, revolución. En
virtualmente todos los casos, sus superiores los han resistido, con violencia y
sin ella, legal e ilegalmente, abierta y disimuladamente.
El conservadurismo
es la voz teórica de este espíritu contra la agencia de las clases
subordinadas. Proporciona el argumento más consistente y profundo de por qué
los órdenes más bajos no deberían poder ejercer su libre voluntad ni gobernarse
a sí mismos, ni a una entidad política. La sumisión es su primer deber, y la
agencia, la prerrogativa de la élite.”
Estos párrafos se hallan en el primer capítulo de The Reactionary Mind, libro de Corey Robins, en el que explora el desarrollo de las ideologías conservadoras, desde su origen en la Revolución Francesa hasta nuestros días, desde intelectuales de la talla de Edmund Burke hasta fantoches iletrados como Donald Trump. A continuación les comparto una síntesis del libro, con algunos extractos, porque creo que muchos de sus planteamientos nos pueden ser útiles y para ver si animan a leerlo. Advierto que en algunas de las citas omití una que otra frase original para abreviar, pero procuré que estas ediciones no cambiaran el sentido del texto.
La tesis central del libro es que
las ideologías conservadoras, reaccionarias y derechas, digan lo que digan,
argumenten lo que argumenten, tienen siempre un mismo objetivo: justificar
teóricamente un orden social jerárquico y el lugar de las élites que se sientan
a la cabeza.
Ese orden jerárquico se busca preservar
no sólo en la organización política, sino en todos los aspectos de la vida pública
y privada: en el hogar, en la escuela, en la fábrica y el campo. El
conservadurismo quiere mantener un orden feudal en todos esos espacios; que el hombre
mande sobre la mujer, que el jefe gobierne sobre los empleados, que el blanco rija
sobre el negro, que el rico pueda mirar por encima del hombro al pobre y el heterosexual pueda humillar a las personas de sexualidad diversa. El conservadurismo piensa que un mundo liberado de estas jerarquías sería horrible,
caótico y peligroso.
“El
conservadurismo no es, pues, un compromiso con un gobierno limitado y la
libertad personal, o una desconfianza en el cambio, una creencia en la reforma
gradual, o una política de las virtudes. Estos pueden ser productos secundarios
del conservadurismo, una o más de sus expresiones siempre cambiantes a lo largo
de la historia. Pero no son el propósito que lo anima. Tampoco es el
conservadurismo una alianza improvisada de capitalistas, cristianos y guerreros,
pues tal fusión está impulsada por una fuerza más elemental: la oposición a la
liberación de hombres y mujeres de los grilletes de sus superiores, particularmente
en la esfera privada”.
A lo largo de su obra, Robins demuestra
que tal es el esquema que podemos ver detrás de la filosofía, sofisticada o
simplona, de diferentes figuras claves en el pensamiento conservador,
especialmente en el mundo de habla inglesa. Hobbes, Nietzsche, Hayek, Mises,
Ayn Rand o Antonin Scaglia; su afán es siempre el mismo: tratar de convencer al
mundo y a sí mismos de que lo mejor para todos es que exista una jerarquía bien
definida y que quienes se encuentran en la punta son los más aptos y lo merecen.
Cada generación de conservadores debe pensar en la forma de hacer que el privilegio de las élites sea aceptable y digerible para las masas. Los primeros conservadores defendían la monarquía y la nobleza hereditaria. Cuando éstas fueron destruidas, tuvieron que pensar en lo segundo mejor: la aristocracia capitalista. Así como intentaron justificar el poder de monarcas y nobles en el derecho divino de los reyes, el derecho histórico de la conquista, la superioridad racial y demás paparruchadas, hoy hacen lo mismo pintando a la figura del gran empresario con una pátina de heroísmo y romanticismo. Los grandes capitalistas de antaño eran llamados “capitanes de la industria” y sus logros se comparaban con los de guerreros y conquistadores. Hoy Elon Musk es comparado con un superhéroe de cómics.
Pero la exposición de Robin no se
limita a ello. También revela las contradicciones, incoherencias e
irracionalidades de la filosofía conservadora a través de los siglos. Por ejemplo,
uno de los capítulos más divertidos es el dedicado a Ayn Rand. De ella, el
autor nos dice que “se creía filósofa y novelista, pero no era ninguna de las
dos”. Su ideología carecía de bases teóricas sólidas, pues parece que casi sólo
conocía a Aristóteles, y aún a él no lo entendía bien.
Su éxito se dio sobre todo entre los
círculos medianamente cultos, especialmente en el medio del espectáculo. Sus primeros
fans fueron actores de Hollywood y empresarios con no muchas lecturas en su
haber; en la academia nunca se le tomó en serio como pensadora o literata. A
pesar de sus despotriques contra “la élite que no permite a los hombres
extraordinarios crecer”, Rand fue siempre bien acogida por gente rica y poderosa,
precisamente porque le decía lo que quería oír: que son dignos de toda su
riqueza y poder, en virtud de su evidente superioridad.
Tratándose de Friedrich von Hayek,
siempre viene a cuento mencionar su descarada hipocresía. El mismo que
cacareaba sobre la libertad y alertaba contra la servidumbre aplaudió la
sanguinaria dictadura de Pinochet. Está claro que la libertad que la derecha
defiende es la facultad de los poderosos y privilegiados para ejercer su poder
y privilegios sin restricciones. Tampoco es precisamente un secreto: en sus textos él mismo admite creer que es más valiosa la libertad de un individuo extraordinario que la de cien personas comunes.
Quizá lo más chocante de Hayek es que él mismo sabía que mucho de lo que se decía en defensa de su amado capitalismo eran patrañas. En uno
de sus textos admite que detrás de las grandes fortunas no hay sólo esfuerzo y talento,
sino suerte y azar, pero advierte del peligro que significaría que la
gente común se diera cuenta de esto. Habrá muchos que se rompan los huesos
trabajando toda una vida para descubrir que al final de ese camino no están las
recompensas prometidas. Si, en su frustración, descubren que muchos en la
cabeza de la jerarquía llegaron ahí por pura buena suerte y privilegios heredados, podrían rebelarse contra
el sistema. Está claro que Hayek no creía que “los ricos son ricos porque
trabajan más y generan más riqueza”, pero sí creía que para mantener el orden
era necesario que esa creencia estuviera bien difundida. (Más sobre las deshonestidades ideológicas de Hayek, y sobre cómo los conservadores usan las mentiras útiles.)
Hoy en día tenemos un Internet lleno de
tontos útiles idolatrando a Hayek y convencidos de corazón de las mentiras meritocráticas que ni él mismo creía. No es casualidad: los millonarios que se benefician de
ese mito, como los hermanos Koch, han impulsado la difusión de esas creencias,
a través del financiamiento de publicaciones, revistas, sitios de Internet y think
tanks. De nuevo, se ve cómo esta ideología sirve a un mismo propósito. (Más ejemplos, tomados del mismo libro, en este video de Innuendo Studios.)
“¡Momento!” exclamarán algunos, confundidos
“¿Hayek y Rand conservadores? ¡Pero si son libertarianos y, por lo tanto,
liberales!”. Me temo que no. Esta confusión es producto de esfuerzos deliberados
por parte de estos personajes y sus seguidores. Es el viejo truco de mover las
definiciones hacia la derecha. La ideología de Hayek y Rand sirve al mismo
propósito que la de Burke o Hobbes: justificar por qué está bien que los ricos
y poderosos sean ricos y poderosos. Eso los hace conservadores, aunque tengan
algunas posturas liberales o progresistas en asuntos que no afecten demasiado a
las jerarquías sociales.
Lo mismo va para sus versiones
contemporáneas y tercermundistas, como Agustín Laje o Javier Milei. Las
libertades que ellos han defendido son las que benefician a los que ya gozan de poder y privilegios. Se dicen conservadores en lo social y liberales en lo
económico, pero en realidad son conservadores en ambas cosas. En efecto, se
sabe que mientras menos regulado esté el mercado más tiende la riqueza a concentrarse en quienes ya la tenían. Se llaman liberales porque están a favor
de un mercado libre de restricciones, pero en realidad sus posturas extremas son
ajenas a la tradición liberal clásica, que nunca ha tratado de eliminar toda forma de
taxación o de regulación económica. Al llamarse a sí mismos “liberales”, pintan
a los verdaderos liberales como socialistas para espantar a los incautos.
Quizá tengamos la idea de que la gente conservadora
tiende a ser moderada y prudente; que si es conservadora es porque no confía en
los cambios bruscos, sino que prefiere el gradualismo y los buenos modales. Sin
embargo, en la historia reciente, los políticos de derecha han demostrado todo
lo contrario. Tienden a la bravuconería y a la retórica bombástica; cuando
toman el poder, no dudan en usarlo para hacer cambios drásticos y llevar a
cabo acciones temerarias en la política: prohibiciones por un lado, desregulaciones
por el otro; persecución de los grupos vulnerables disfrazada de “guerra contra
el crimen”; gobierno por decreto; militarización de la policía; debilitamiento
de la separación de poderes y de la separación iglesia-estado, etcétera.
Los conservadores piensan que la sociedad moderna ha
ido demasiado lejos y que es hostil hacia ellos y sus valores (ya saben, el mundo está dominado por el marxismo cultural y así). Por eso adoptan una
actitud radical ante la sociedad y sienten que es su deber deshacerla para volverla a hacer. El
conservadurismo no pretende simplemente volver al viejo régimen tal cual ha
sido, sino reconfigurarlo para volverlo más fuerte y resistente, más sólido
contra los embates de la modernidad y, por lo tanto, más activamente reaccionario.
Cuando ese afán alcanza niveles extremos, cuando se cree que debe lograrse a como dé lugar y lo más pronto posible, es que el conservadurismo evoluciona
en fascismo.
“Para defender el
orden, el conservador invariablemente se lanza a un programa reaccionario y
contrarrevolucionario, que a menudo requiere una reestructuración total del
mismo régimen que defiende. ‘Si queremos que las cosas sigan igual’ decía Lampedusa
‘todo tendrá que cambiar’. Para preservar el régimen, el conservador debe
reconstruirlo. Este programa implica ir más allá de los lugares comunes sobre ‘preservación
a través de la renovación’; requiere tomar medidas radicales en nombre
del régimen.
El conservador no
se opone solamente a la izquierda; también piensa que la izquierda ha tenido el
timón desde, dependiendo a quién se le pregunte, la Revolución Francesa o la
Reforma. Si ha de preservar lo que valora, el conservador debe declarar la
guerra a la cultura presente.”
Los conservadores se han opuesto a las
revoluciones de Francia y Rusia; han defendido la esclavitud y la segregación;
han atacado a la socialdemocracia y al estado de bienestar; y han reaccionado
con virulencia contra el New Deal, el movimiento por los derechos civiles, el
feminismo y el activismo gay. En estos esfuerzos no han demostrado prudencia y
moderación, sino todo lo contrario: temeridad y radicalismo.
Por eso el conservadurismo absorbe la retórica y tácticas de
la misma revolución a la que se opone. Si el feminismo toma como símbolo la
pañoleta verde, el conservadurismo se alza con la color celeste; si las mujeres
reclaman “ni una menos”, los misóginos responden “nadie menos”. Si se denuncia
la opresión contra las personas de la diversidad sexual, los reaccionarios
alegan que su propia “diversidad de pensamiento” está siendo perseguida. Heterofobia,
misandria, racismo a la inversa... Todos esos conceptos aparecen como respuesta
a los esfuerzos de los grupos oprimidos por hacer visible su opresión.
Esto se hace para darle a la defensa
de la tradición un oropel de rebeldía, convertir un conjunto de ideas viejas en
un movimiento dinámico que pueda atraer grandes números. El conservadurismo ha
sido siempre un movimiento mucho más atrevido y extravagante de lo que mucha
gente se da cuenta. Su retórica tiende a ser mucho más emotiva que racional, a depender de falacias, mentiras, contradicciones, absurdos y conspiranoias. Y he ahí la
raíz de su atractivo.
“Como muchos movimientos
luchando por mantenerse en el poder, los activistas y líderes conservadores, para
compensar el decreciente apoyo popular a sus posturas y fortalecer su programa,
hacen llamamientos cada vez más estridentes y racistas a retornar a una nación
blanca, cristiana y libremercadista. Parte de las bases toma la cuestión del
privilegio blanco en sus propias manos, y encuentra un populismo más genuino en
actos de violencia contra gente de color, minorías religiosas y manifestantes
izquierdistas. Éste es el movimiento que llevó a Trump al poder.”
El libro nos muestra, finalmente, que Donald
Trump no se trató de una aberración ni una anomalía en la tradición derechista;
es hijo de esa tradición. Él y sus seguidores, tanto los oportunistas como los
fanáticos, son el resultado lógico de décadas de una ideología de derechas cada
vez más atrevida, más radical, menos preocupada por las formas y los buenos
modales que por lograr sus propósitos a como dé lugar (y de un liberalismo
demasiado pusilánime para enfrentarla). El escenario fascistoide en el que nos encontramos evolucionó a partir del conservadurismo de siempre.
Esta entrada forma parte de la serie Crónica de un Invierno Fascista. Puedes descargar este libro de la Pequeña Biblioteca Antifascista. Si te gusta mi trabajo, puedes ayudarme a hacer crecer este proyecto con una subscripción mensual en Patreon. O, si lo prefieres, también puedes hacer una sola donación en PayPal. Aquí hay más contenido relacionado:
2 comentarios:
El libertarianismo es básicamente "los trabajadores controlarán los medios de producción" pero cambiándolo por "los jefes/los ricos controlarán los medios de producción".
Si agarras esa misma frase y la cambias por "los verdaderos [inserte aquí el plural del gentilicio de su preferencia] de sangre pura controlarán los medios de producción", tienes el strasserismo.
Y si eliminas "los medios de producción" y lo dejas en "los verdaderos [inserte aquí el plural del gentilicio de su preferencia] de sangre pura controlarán", tienes el fascismo.
Conclusón: El libertarianismo es fascismo que todavía no ha terminado de alterar la frase.
Tenemos que conseguir que cada vez más gente se dé cuenta de ello, lo entienda, y lo asimile.
Estoy fundamentalmente de acuerdo.
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