A principios del siglo XV, la poetisa Cristina de Pizán entró
a la escena pública por tener el atrevimiento de ponerse a discutir con
escolapios y hacer críticas
sobre la representación de las mujeres en la literatura. A
partir de entonces Cristina se convirtió en un referente en la vida intelectual
de París.
Su padre era el médico y astrólogo del rey Carlos el
Sabio. Don
Tomás de Pizán hizo por su hija algo que muy pocos hombres
hacían en aquellos siglos: le dio una educación completa y le heredó una
biblioteca envidiable. Pero Carlos el Sabio murió, y don Tomás no tardó en ir a
la tumba. Al poco tiempo, el esposo de Cristina, Étienne du Castel, falleció también.
Casada a los 14 años, Cristina quedó viuda a los 25,
con tres hijos, una madre enferma y una sobrina de los que encargarse. Para
sacar adelante a su familia, echó mano de su talento: la escritura. Ella se convirtió en la primera
escritora profesional de Occidente; es decir, en la
primera persona que de hecho vivía de sus escritos, de la venta de sus libros y
de encargos que le hacían personas notorias. Ella misma supervisaba la
elaboración de sus textos (décadas antes de que se inventara la imprenta) en un
taller donde las copistas e ilustradoras eran mujeres.

En 1405 publicó la que sería su obra más célebre, La Ciudad de las Damas, una reivindicación para el género
femenino. Según nos cuenta ella misma, la idea nació cuando,
después de una jornada de estudiar arduamente, quiso relajarse leyendo algún
libro ligero. Para su turbación se topó con un opúsculo, de un tal Meteolo, que
hablaba pestes de las mujeres. Hagan ustedes de cuenta, un Callodehacha de
aquella época, que nada más se dedicaba a decir que las mujeres eran perversas:
“Pese a que este libro no haga autoridad en absoluto,
su lectura me dejó, sin embargo, perturbada y sumida en una profunda perplejidad.
Me preguntaba cuáles podrían ser las razones que llevan a tantos hombres,
clérigos y laicos, a vituperar a las mujeres, criticándolas bien de palabra,
bien en escritos y tratados. No es que sea cosa de un hombre o dos, ni siquiera
se trata de ese Meteolo, que nunca gozará de consideración porque su opúsculo
no va más allá de la mofa, sino que no hay texto que esté exento de misoginia.
Al contrario, filósofos, poetas, moralistas, todos —la lista sería demasiado
larga— parecen hablar con la misma voz para llegar a la conclusión de que la
mujer, mala por esencia de la naturaleza, siempre se inclina hacia el vicio”.
Como ven, desde un principio Cristina tiene muy claro
que a lo que va enfrentarse no es solamente a uno o dos tarados, sino a toda
una cultura misógina,
de la que no se escapan ni los pensadores más ilustres. Entonces no se trata de
contestar al libelo aquél, sino de construir una demostración que desmonte las
ideas misóginas tan enraizadas en su tiempo.
Para ello, Cristina contará con la ayuda de tres Damas: Razón, Rectitud y
Justicia, que la visitan en su habitación para decirle que no
debe hacer caso de los niños rata:
“Quienes han acusado a las mujeres por pura envidia son hombres indignos que, como se encontraron con mujeres más inteligentes y de conducta más noble que la suya, se llenaron de amargura y rencor. Son sus celos los que les llevan a despreciar a todas las mujeres porque piensan que de esa forma ahogarán su fama y disminuirán su valía”.

Estas tres virtudes la guían en la construcción
simbólica de una Ciudad de las Damas. El nombre remite a la obra del filósofo
San Agustín de Hipona, quien habló de la Ciudad de Dios y la Ciudad de los
Hombres. Ahora, pues, toca levantar esta Ciudad de las Damas, con las historias de mujeres ejemplares de
la historia y la mitología (en esa época no había distinción clara). Así
podremos ver desfilar los ejemplos de muchas mujeres ilustres: reinas,
guerreras, heroínas, filósofas, artistas y santas, mujeres que se destacaron
por su inteligencia, sabiduría, compasión, valor, lealtad o devoción.
Lo que más sorprenderá a quien lea este breve libro
es lo moderno que resulta para haber sido escrito hace ya 600 años. Muchas de
las polémicas que hoy continúan son abordadas por Cristina con gran elocuencia.
Uno de sus puntos más importantes es que las mujeres son capaces de hacer cualquier trabajo que
hagan los hombres. Al mismo tiempo, aclara que los trabajos tradicionalmente
femeninos, como el hilado, no son por ello menos nobles, sino que al contrario,
son fundamentales para la vida humana.
“Como veremos más adelante, la historia ha dado
muchos mujeres —y en nuestro tiempo también se encuentran— que fueron grandes
filósofas, capaces de dominar unas disciplinas mucho más complejas, sutiles y
elevadas que el derecho escrito y los reglamentos establecidos por los hombres.
Si se quiere afirmar, por otra parte, que las mujeres no tienen ninguna
disposición natural por la política y el ejercicio del poder, podría citarte el
ejemplo de muchas mujeres ilustres que reinaron en el pasado”.
Hace seis siglos Cristina explicó muchas cosas que
aún a la gente de ahora le cuesta mucho trabajo captar. Por ejemplo, ella se
toma la molestia de desmentir la creencia de que las mujeres que son víctima de
violación se
lo “andan buscando”. Demuestra que hasta la mujer más modesta y
recatada puede ser objeto del ataque de un miserable violador. Argumenta que
las mujeres que se atavían vistosamente no están buscando seducir a los
hombres, sino es que ellas gustan disfrutar de la belleza de sus atuendos.
¡Vaya! ¡Seiscientos años y todavía a muchísima gente no le cae el veinte!

De su espíritu moderno también dan cuenta su rechazo
al mito de la “edad de oro”, según el cual todo tiempo pasado fue mejor.
Cristina es de la opinión que las ciencias, las artes y el avance del
conocimiento mejoran la vida humana en el mundo terrenal. En efecto, a este
progreso han contribuido las
mujeres, que han tenido un papel importante civilizando a los
hombres y sacándolos de la barbarie.
Anticipando por varias décadas el Renacimiento del
que ella es precursora, demuestra un amplio conocimiento de la historia y
cultura de Roma y Grecia. De hecho, hace una curiosa reinterpretación
racionalista de los mitos clásicos: dice que las diosas como Minerva y Juno fueron
mujeres reales a quienes la ignorancia de aquellos tiempos llevó a que fueran
adoradas como deidades.
Hablando de reinterpretaciones, hace lo propio para
reivindicar a figuras como Eva, Judith o Medusa, consideradas
tradicionalmente como hembras pecadoras que causaron la perdición de los
hombres. Cristina hace de ellas heroínas y les quita toda la culpa que a lo
largo de los siglos les han achacado. De la creación de Eva a partir de la costilla de
Adán, Cristina asegura que ello representa que la mujer debe estar lado a lado con el hombre, y
no a sus pies; un sentido totalmente inverso al que desde siempre se le había
dado a aquella historia.

Claro, finalmente Cristina, con todo y estar
adelantada a su tiempo, es una mujer de finales del Medioevo. No podemos esperar
de ella que cuestione el dogma cristiano, la santidad del matrimonio o la
complementariedad de los sexos. El último capítulo, dedicado a las santas,
contrasta con los anteriores porque es completamente medieval. Siempre me han
parecido morbosas esas historias de mártires que sufren horribles suplicios por
su fe, y lo que Cristina nos da aquí es precisamente eso. Sus historias de
mujeres que afrontaron paciente y resignadamente los maltratos de sus
torturadores para alcanzar la santidad resultarán chocantes para quien las lea
en el siglo XXI. Aunque, por otro lado, con tanto gore pueden pasar como relatos pulp bien
locochones.
De hecho, aunque muchas de las historias que nos
presenta Cristina son históricamente inexactas, el libro es tan ameno e
interesante que se puede leer como una colección de relatos extraordinarios,
además de ser una obra
didáctica y filosófica. La
Ciudad de las Damas está dirigido a todas las mujeres; Cristina quería
que se leyera ampliamente para que ellas estuvieran conscientes de su enorme
potencial y no se dejaran aplastar por los prejuicios misóginos de la sociedad.
Seis siglos después, su mensaje sigue vigente.
Publicado originalmente en Antes de Eva
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