La resiliencia, entendida como la capacidad de afrontar
las adversidades con entereza, sin derrumbarnos ni darnos por vencidos, es
una virtud deseable, algo a lo que deberíamos aspirar. Después de todo, la vida
es azarosa y está llena de dificultades e imprevistos; es casi seguro que
tragedias grandes o pequeñas nos van a ocurrir. Incluso si tenemos vidas
excepcionalmente afortunadas, tendremos que afrontar la mortalidad, tanto la
propia como la de nuestros seres queridos. A veces no habrá de otra que hacer
esfuerzos que nos lleven al límite o soportar experiencias dolorosas para
alcanzar algo que necesitamos o que deseamos, y queremos ser capaces de pasar
por esto sin que nos destruya.
Todo muy bien, muy positivo y de crecimiento personal y todo
eso. Pero hay un problema. Con mucha frecuencia se confunde la resiliencia
con la sumisión. Cierto discurso trata de convencernos de que es virtuoso
el aceptar injusticias, despotismo, explotación y abuso; que el quejarnos o
rebelarnos contra las inequidades refleja una falta de virtud, un defecto de
carácter: flojos, resentidos, generación de cristal, etcétera. Y esto no es
casualidad.
¿A qué me refiero? Bueno, primero tenemos que entender el
pensamiento jerárquico, que es fundamental para las ideologías
conservadoras y de derechas (pero no exclusivo de éstas). Este pensamiento
implica que es natural, inevitable, necesario o correcto que algunas personas
queden subordinadas a otras: ciudadanos a gobernantes, trabajadores a patrones,
esposas a maridos, hijos a padres, jóvenes a adultos, etcétera… Desde esta
perspectiva, la sumisión es la virtud propia del subordinado. Para el
superior, el subordinado virtuoso es obediente, servicial; se esfuerza en
cumplir lo que su superior necesita o desea, y procura no causarle disgustos.
Es decir, la virtud del subordinado se mide en cuanto a que beneficia a su
superior.
Bueno, ¿y cómo distinguir entre resiliencia y sumisión?
Ambas implican llevar a cabo grandes esfuerzos, soportar incomodidades,
sobrellevar el sufrimiento, o hacer sacrificios. Para diferenciarlas tenemos
que preguntarnos: ¿Es necesario? ¿Para qué?
Es decir, toca cuestionar cuál es el punto de pasar por
todo esto. Por ejemplo, ¿la experiencia desagradable o dolorosa es producto
de causas de fuerza mayor sobre las que nadie tiene control, una vicisitud de
la vida? ¿O es la única forma de obtener alguna meta, ya sea necesaria o
deseada? ¿O, por el contrario, es algo que podría ser diferente, un dolor que
bien me podría ahorrar? ¿Acaso es algo que sólo está beneficiando a alguien más?
Para ponerlo en términos más concretos: ¿Por qué tengo que
soportar que me insulten, me maltraten o se burlen de mí? ¿Por qué tengo que
obedecer reglas absurdas y arbitrarias? ¿Por qué tengo que trabajar hasta
desgastarme y aun así permanecer en la precariedad? Toda persona tiene derecho
a cuestionar la necesidad o el objetivo de aquello que se ve obligada a
soportar; y, si no obtiene respuestas satisfactorias, a rebelarse y exigir un
cambio.
Por supuesto, esto no quiere decir que esté bien derrumbarnos
por completo y quedarnos llorando en el suelo ante cualquier situación
desagradable. Pero tampoco tenemos por qué resignarnos. La indignación, expresada
en forma de ira, o incluso tristeza, puede ser una emoción que nos impulse a
transformar nuestra situación.
Por eso también los defensores de la jerarquía deslegitiman
los sentimientos de indignación etiquetándolos como “resentimiento”. El
resentimiento se considera una emoción indigna, una forma en la que alguien
envidia y reclama aquello que no le corresponde.
Podemos decir que es deseable tener resiliencia ante la
injusticia, si es lo que nos permite aguantar para poder cambiarla, pero que
esto no debe llevarnos a la sumisión. Pero ojo, porque el discurso
jerárquico tratará de convencernos de algo similar, si bien con un objetivo muy
diferente. Dirá que si soportamos la injusticia recibiremos como recompensa la
posibilidad de cambiar nuestra situación, pero sólo a nivel personal; nunca
cambiar la estructura injusta, sino tan sólo lograr una mejor posición dentro
de la misma.
También está la promesa de que si una persona se somete a la
jerarquía podrá disfrutar a su vez la sumisión de sus propios subordinados. En fin,
esas promesas (que rara vez se cumplen, si acaso), sirven para legitimar el
sistema jerárquico opresivo. Muchas veces se argumentará que existe cierta
reciprocidad entre el subordinado y el superior; que ambos reciben un beneficio
de la relación, aunque no se necesita un análisis muy profundo para revelar quién
realmente se lleva la rebanada más grande del pastel.
Además, cada persona es diferente y no sería justo
exigir a todas que sobrelleven la adversidad con la misma entereza o
ecuanimidad; es importante tener en cuenta factores como la edad, condición de
salud, discapacidades, neurodivergencias o experiencia de vida. A veces el ser
resiliente sólo es posible gracias a ciertas ventajas preexistentes.
Todo lo anterior ayuda a entender las actitudes de las
generaciones más viejas cuando ven que las jóvenes comienzan a
insubordinarse y a cuestionar la jerarquía. Al demostrar que hay injusticias
que no tienen que tolerarse, sufrimientos por los que no tienen que pasar,
sacrificios que no tienen ningún propósito, no sólo le están negando a los
mayores el gusto de ejercer dominio sobre alguien más, sino que le están
revelando que aquello que tuvieron que soportar no era necesario; el mensaje es
que su supuesta fortaleza, su pretendida virtud, no era más que sumisión.
¡Hey, gracias por leer! Si te gusta mi trabajo, por favor considera apoyarme c
No hay comentarios.:
Publicar un comentario