Existe
cierta mentalidad que a los progres de izquierda nos cuesta mucho trabajo
entender. Va más allá de posturas específicas sobre algunos u otros temas;
va más allá de creencias o dudas respecto a hechos concretos. Es una forma de
concebir el mundo y la realidad social. Dudo en llamarla “mentalidad
conservadora” pues, aunque sirve al conservadurismo, éste no se reduce a dicha
forma de pensar, y no todos los que la tienen son conservadores comprometidos.
De hecho, es más bien la forma de pensar estándar para muchas personas, quizá
para la mayoría; una cosmovisión que llevan más por inercia e irreflexión
que por convicción consciente. Lo más probable es que quien la expresa la
entienda simplemente como la forma normal y natural de ver el mundo, y
nunca ha pensado demasiado en lo que implica ni mucho menos se la ha
cuestionado.
A
ver, en términos generales los izquierdistas no sólo queremos un mundo mejor
para todas las personas, sino que creemos que es posible construirlo y que
vale la pena luchar por él. Creemos que los males del mundo, que tienen sus
orígenes en las formas en que los humanos nos hemos organizado a lo largo de la
historia, pueden ser, si no eliminados, al menos reducidos progresivamente,
y tenemos la esperanza de que esto ocurra en el futuro. Pero para muchas
personas esto no es posible. El mundo siempre ha sido así, y así es en todas
partes (la expresión “aquí y en China” lo refleja). Si acaso las cosas cambian,
ha sido para mal: los valores (porque hay UNOS valores) se pierden.
Veamos
un ejemplo: un feminicidio, como el
reciente y trágico caso de Debanhi Escobar, que ha sacudido a la
imaginación de México. Siempre hay gente que se va a centrar en la falta de
prudencia o de calidad moral de la víctima: “¿Qué hacía en ese lugar, a esa
hora, con esa compañía? ¿A qué se dedicaba y qué hábitos tenía?”. O en la irresponsabilidad
de familiares y amigos: “¿Por qué la abandonaron sus amigas? ¿Por qué sus
padres la dejaban salir a fiestear así como si nada?”.
Desde
la izquierda estas observaciones nos parecen no sólo estúpidas sino indignantes.
Pensamos que la culpa de la violencia nunca recae la víctima ni
sus seres queridos sino, en primer lugar, en el victimario. En segundo lugar,
en un sistema fallido que facilita que los crímenes ocurran y luego queden
impunes. Entonces la justa indignación no sólo se dirige hacia quien haya
cometido el crimen, sino hacia políticos y funcionarios corruptos e
incompetentes. Más aún, entendemos que casos como éste son síntoma de un
problema más amplio de inseguridad generalizada, de la corrupción de las
instituciones de gobierno y de una cultura misógina que permea en todos los
aspectos de la sociedad.
Pero
para muchas personas éstas son necedades; para ellas el crimen no es un
problema social que pueda arreglarse de origen. Tienen una visión fatalista de
los problemas sociales: los consideran hechos inevitables de la vida. Lo
más que puedes hacer es cuidarte y a tus seres queridos, para no cruzarte en el
camino del criminal o defenderte valientemente si te lo topas. Así que si
alguien cayó en el camino del crimen es porque no se cuidó o porque sus
familiares o amigos no le cuidaron.
Por
eso hay tantas personas a quienes la posesión de armas les parece la
solución. El mundo es cruel y violento; no se puede hacer nada para
cambiarlo. Prohibir que la gente porte armas no soluciona la maldad, que es irresoluble; los malos siempre encontrarán una manera de obtenerlas y a nosotros
los buenos nos impide defendernos. Esos argumentos volvieron a salir a
la luz a raíz de otro trágico evento reciente: el tiroteo en
una escuela de Texas. La solución no es regular el uso de armas, sostienen
algunos, sino darle armas a la gente buena.
De
la misma manera, la pobreza y la desigualdad son vistas como hechos
inevitables de la existencia. No puedes resolverla. Lo único que puedes hacer
es luchar para que tú no seas pobre. Cualquier intento de
resolver la pobreza sólo le quitará el dinero a quiénes sí lucharon y
triunfaron, para dárselo a quienes no lo hicieron y por lo tanto no lo merecen.
En
fin, estas personas admitirán que los criminales son quienes tienen la culpa de
los crímenes, pero no puedes hacer nada para evitar que esta gente malvada exista,
como no puedes evitar que existan los terremotos o las enfermedades. Por eso se
ríen cuando hablamos de cosas como “enseñar a los hombres a no violar”.
Porque no lo conciben como nosotros, que queremos cambiar una cultura
que lleva a los hombres a tener ciertas actitudes y conductas que muchas veces desembocan
en violencia contra las mujeres. En cambio, lo entienden de la forma más
literal, como que queremos dar una clase, sermón o un regaño a cada hombre para
que no vaya a violar a nadie, lo cual les parece absurdo.
Desde
este punto de vista, hay hombres que violan y otros que no; de nada
serviría tratar de “educarlos” porque de todos modos unos no violarían y los
otros de todos modos lo van a hacer. No ven en la violencia de género un
problema de valores culturales o de estructuras de poder, sino de actos
individuales cometidos por gente que simplemente es mala. No puedes educar
a los malos para que no sean malos, como no puedes educar a los terremotos. En
pocas palabras, estas personas tienen una visión esencialista de lo que
son las personas.
Además
de protegerse a uno mismo, lo más que se puede hacer es castigar al culpable.
No se puede eliminar el crimen, pero si se captura al perpetrador, éste debe ser
castigado. Los progresistas podemos señalar una y otra vez que la
justicia punitivista, centrada en el castigo, no sirve para reducir
el crimen, pero muchísimas personas creen que tal cosa de todos modos es
imposible. Lo que sí creen es que el crimen (y el pecado) deben recibir
castigo, y que eso sí lo podemos procurar.
Así
que no tiene caso demandar de las autoridades mucho más que poner más policías
para disuadir a los criminales y que los castiguen duramente si los atrapan.
Pero hasta esperar eso parece ingenuo, porque, por lo menos en América Latina,
muchas personas han llegado a aceptar la corrupción y la incompetencia de
los gobiernos como otro mal inevitable; uno contra el que puedes
despotricar todo lo que quieras, pero al respecto del cual no puedes hacer nada.
El
punitivismo, el afán de castigar, está
muy arraigado en nuestra cultura. Cuando los progresistas hablan de violaciones
a los derechos humanos de los reos en las cárceles, siempre hay alguien que
se indigna: “¡¿Acaso prefieres que se queden sin castigo?!”. Porque para quien
piensa así nunca se trata de construir un orden social más justo, como nosotros
queremos; su idea de justicia se reduce a repartir premios y castigos de
forma individual y por actos individuales. Por añadidura, tienen una visión
maniquea de las cosas: si no aceptas que es justo que el pecador reciba cualquier
castigo por inhumano que sea, entonces estás abogando para que se quede sin
castigo. La vieja falacia
del falso dilema.
¿Han
visto cómo tantas personas se encabronan con la idea del aborto? No es nada más
que crean realmente que el aborto “mata bebitos”. Es que les enchila pensar que
una mujer que practicó el sexo fuera del matrimonio se vaya sin la
consecuencia de sus actos. Algunos hasta dicen que aprobarían el aborto,
pero sólo en caso de violación, revelando que no es tan importante “salvar
bebitos”, sino dejar en claro quién merece una ayuda por ser víctima de un
infortunio, y quién merece joderse por haber hecho mal las cosas.
Dejarlas salirse con la suya equivaldría a abandonar el valor moral que dicta
que el sexo fuera del matrimonio, en especial para las mujeres, está mal y
merece un castigo.
De
hecho, el único punto en el que su pensamiento puede alcanzar cierta escala
social es en el cliché de la “pérdida de valores”. Básicamente, esto
quiere decir que lo que debería ser considerado bueno y malo está cambiando
radicalmente y eso les asusta. Golpear a los niños, algo que debería
considerarse bueno porque sirve para educarlos y “formar carácter” empieza a
ser visto como algo malo. Respetar e incluir a las personas lgbtq+, a
las que antes había que ridiculizar o violentar para que se mantuvieran con la
cabeza gacha, ahora se impone como un deber moral. Esto les genera una terrible
ansiedad porque va en contra de su concepción del orden moral como eterno e
inmutable. Para ellos, lo bueno y malo no cambia en realidad, sólo cambia
si la mayoría de las personas lo reconocen correctamente, y cuando no es así,
es que la sociedad está en decadencia. Desde su visión, hay que proteger
a nuestras familias, en especial a nuestros hijos, de tales tendencias degenerativas.
¿Han
visto a personas quejándose al mismo tiempo de que esta sociedad es
demasiado débil, demasiado marica, pero al mismo tiempo de que hay mucha
violencia, crimen, guerra y terrorismo? Desde su punto de vista, los
hombres hoy en día se feminizan, se mariconizan, y todo es culpa de
condenar el bullying y los castigos físicos, o de reprimir los impulsos
agresivos propios de la virilidad. Nosotros los progres nos preguntamos,
¿pues qué tendría de malo un mundo en el que todos seamos más pacíficos, más
empáticos y considerados?
Bueno,
pues recuerden que, según esta mentalidad, los males del mundo no tienen
solución; los malvados siempre van a existir, pero al promover estas nuevas
mansedumbres, se está produciendo generaciones débiles que no podrán
defenderse de los villanos. Siempre habrá abusones, siempre habrá
criminales, pero la generación de cristal no podrá luchar con ellos y eso nos
traerá un mundo más violento y peligroso. Lo único que se puede hacer es educar
a los varoncitos para que se conviertan en guerreros. Además, las prácticas
que los progres quieren abolir (bullying, peleas “amistosas”, despliegues de “poder
macho”) no tienen en sí nada de malo, y si la persona que se mete en ellos es
“de las buenas”, entonces le sirven como entrenamiento para, en la vida adulta,
defenderse a sí misma y a sus seres queridos contra el mal.
Esta
mentalidad es ahistórica y provinciana. Es decir, las personas tienden a
universalizar su propia realidad local, inmediata y presente, como si
estuvieran seguros de que las cosas hubieran sido iguales siempre y en todas
partes, o que deberían serlo. No conciben que los valores morales, la
cultura y las sociedades cambian a lo largo del tiempo y la geografía. Al mismo
tiempo, ignoran que esa queja de “las nuevas generaciones están mal”, se
han estado haciendo desde la antigüedad más antigua y que es resultado de que conforme
envejecemos el mundo nos parece más hostil y el pasado, recordado
selectivamente, más acogedor de lo que fue en realidad. Es la falacia del
paraíso perdido.
Es
un hecho que los índices de violencia, inseguridad, pobreza y desigualdad
pueden variar mucho según la época y el lugar. Desde el progresismo, esto
significa que es posible aprender de otras experiencias para tomar medidas que
reduzcan estos problemas. Pero siempre habrá alguien que responderá con alguna
justificación esencialista para explicar por qué en nuestro contexto nunca
se podrían lograr esos cambios deseados: “nosotros no somos ese país”, “es que
allá la cultura es diferente”, “es que acá somos muy corruptos”. Esto suele
esconder prejuicios racistas, por cierto.
Aunque
las ciencias sociales, desde hace mucho, nos hayan demostrado que los
orígenes de estos problemas son complejos, y por lo tanto requieren de
soluciones sistémicas, una buena parte de la población piensa solamente en
función de méritos y culpas a nivel individual. Aquí es donde entra la muy
común falacia
del mundo justo, un sesgo cognitivo que nos lleva a pensar que todo lo
que le pasa a una persona, bueno o malo, es porque “se lo merece”. Si a una
joven la violan y la asesinan es porque algo hizo mal, ya sea en un
sentido ético (“se drogaba”) o en un sentido práctico (“no se cuidó”). Si a mí
nunca me asaltaron, es porque yo sí supe cuidarme, yo sí fui prudente, yo tuve
una mentalidad positiva, etcétera. Incluso reconociendo que existen desgracias
e infortunios más allá de nuestro control, estas personas revirarán que, de
todos modos, las víctimas podrían haber hecho algo para enfrentar mejor
la situación.
Esta
forma de pensar, harto supersticiosa, es un falso confort contra el miedo.
Si lo malo ocurre sólo a las personas que no son morales o que no son
prudentes, entonces yo puedo estar seguro de que a mí no me pasará, porque
yo sí hago las cosas bien. Y también sirve para justificar las desigualdades
del mundo: los pobres y los ricos lo son porque lo merecen.
Como
su pensamiento también es maniqueo, muchas personas entienden que, si
les dices que no todo depende de los méritos individuales, entonces
estás diciendo que nadie tiene ni siquiera tantita responsabilidad de lo que le
pasa. Creen entonces que estás tratando de justificar la desidia o la estulticia,
y culpando de todo lo que te ocurre a fuerzas más allá de tu control para no
hacer lo necesario y solucionar tus problemas. Y no, claro que no. Por supuesto
que siempre es mejor esforzarse y tener previsión que no hacerlo. Sólo
tratamos de señalar que aún con esfuerzo y previsión las cosas pueden salir
mal, que nadie tiene el control total de lo que le sucede, y que no se debe
culpar a las víctimas ni negarles empatía o justicia.
Por
último, si además la sociedad es de por sí misógina, clasista y racista,
todos estos sesgos de los que hablamos jugarán para hacer recaer las culpas de
lo malo que pasa en las mujeres, los pobres o las personas racializadas
involucradas en cada caso. Tenderán a minimizar la responsabilidad de hombres,
blancos y adinerados, y a exculpar por completo a las instituciones, sistemas
políticos o estructuras de poder. Habrán notado que todo esto es bastante
contradictorio y que implica disponer de dobles o triples estándares
para aplicar a conveniencia.
Cuando discutamos con personas que piensan de la forma que hemos descrito aquí, como izquierdistas tenemos que entender que no nos están hablando solamente desde un lugar de ignorancia, errores conceptuales y sesgos cognitivos, sino de una visión del mundo completamente distinta a la nuestra. Por lo mismo, nuestras ideas les parecerán, en una primera impresión, contraintuitivas y antinaturales. Así que no es suficiente con refutar a personas concretas sobre asuntos puntuales, ni basta con repetir los mismos datos y lemas. Necesitamos estrategias efectivas para ir desenraizando estas formas de pensar, y eso implica entender bien en qué consisten y de dónde vienen, para poderlas desmenuzar y contrarrestar a nivel de sociedad y cultura.
Muchas gracias a mis mecenas en Patreon por su apoyo; es lo que me permite escribir una entrada semanal. Tú también puedes apoyarme para seguir creando. Mientras, aquí hay algunos otros textos que pueden interesarte:
No hay comentarios.:
Publicar un comentario