NOTA: EscribĂ este texto en 2019 para la conmemoraciĂłn del medio siglo del alunizaje. Fuera de esa referencia circunstancial, la reflexiĂłn que aquĂ les comparto vale para cualquier momento.
El 20 de julio de 2019 se conmemoraron los 50 años,
la gran hazaña del Apolo 11, la primera misión tripulada en llegar a la Luna. Hace
10 años, lo recuerdo bien, el aniversario se prestaba no sólo para rememorar la
historia de este acontecimiento y honrar a las personas que lo habĂan hecho
posible, sino tambiĂ©n para pensar en lo que ello habĂa significado para
nosotros como especie, la Ăşnica, hasta donde sabemos, que ha salido de su mundo
hogar.
Ese impresionante logro tĂ©cnico, cientĂfico y
social (sĂ, social: no hay que soslayar los niveles de cooperaciĂłn y
organizaciĂłn que son necesarios para que una sociedad sea capaz de hacer esto),
que parecĂa un sueño fantástico apenas unas dĂ©cadas antes, nos hacĂa mirarnos a
nosotros mismos y pensar: “Si hemos logrado esto, ¿quĂ© más seremos capaces de
hacer?” Sin embargo, conforme pasaron los años desde la Ăşltima misiĂłn tripulada
en 1972, la pregunta se ha vuelto un poco más melancĂłlica: “Si habĂamos logrado
aquello, ¿por quĂ© no fuimos capaces de hacer más?”
El maestro Carl Sagan, quien tenĂa el raro don de
tomar los hechos objetivos de la ciencia, convertirlos en una clara filosofĂa
sobre la existencia humana y expresarlos con la belleza de un poema, nos habla
del regalo de las misiones Apolo:
Hace 10 años escribĂ una breve reflexiĂłn sobre el sueño eterno de visitar la Luna, como se ha plasmado en algunas de las más grandes obras de ciencia ficciĂłn. Hoy quiero volver a ese gĂ©nero, en particular a la obra de otro de mis hĂ©roes personales, el gran Ray Bradbury. El texto del que quiero hablarles se llama El Convector Toynbee. ApareciĂł por primera vez en 1984 (annus mirabilis!) y despuĂ©s en la colecciĂłn del mismo tĂtulo, en 1988. El nombre hace referencia al historiador Arnold J. Toynbee, quien propuso que las civilizaciones florecen como respuesta a los retos que se les plantean; cuando se vuelven incapaces de responder a ellos de forma creativa, colapsan.
El relato trata de un hombre llamado Craig Bennett
Stiles, quien construyó una máquina del tiempo y partió de su desolado presente
hacia un siglo en el futuro. AllĂ vio lo que la humanidad habĂa conseguido en
tan sólo cien años: la restauración del equilibrio ecológico, el saneamiento de las ciudades, la paz mundial,
la colonizaciĂłn del espacio, la cura del cáncer, del hambre, de la pobreza…
Stiles fotografiĂł, filmĂł y grabĂł todo lo que pudo y volviĂł a su Ă©poca, para
anunciar a la humanidad: “¡Miren lo que lograremos!”
Un vistazo hacia ese brillante futuro fue
suficiente para convencer a una generaciĂłn entera de que era posible. Inspirada
por el viaje de Stiles, la humanidad puso manos a la obra y comenzĂł a forjar ese
destino. Cien años pasaron y llegĂł el dĂa en el que Stiles arribarĂa desde el
pasado… Él mismo, ya anciano, estaba ahĂ para presenciar el prodigio, pues los
avances mĂ©dicos habĂan hecho que llegar a los ciento treinta años de edad fuera
fácil.
Entonces, ante un sorprendido periodista, Stiles
confiesa: todo habĂa sido mentira. No habĂa viaje en el tiempo, los registros
eran falsos. Pero los resultados de esa mentira eran muy reales. La especie
humana habĂa encontrado el impulso que necesitaba para salir del miasma en el
que ella misma se habĂa metido. El meollo del relato está en este monĂłlogo del
protagonista:
“TenĂamos todo lo que a
usted se le pueda ocurrir. La economĂa era una babosa. El mundo, una letrina.
Los problemas econĂłmicos, un misterio insoluble. La melancolĂa era la actitud
dominante. La imposibilidad de cambiar, lo que estaba en boga. El fin del
mundo, la consigna predilecta.
No valĂa la pena hacer
nada. A las once nos acostábamos hartos de malas noticias, para levantarnos a las
siete con noticias peores. Vadeábamos penosamente los bajĂos del dĂa. Por la
noche nos ahogábamos en una marejada de plagas y pestilencia. ¡Ah!
No sĂłlo los cuatro
jinetes del Apocalipsis cabalgaban por el horizonte para lanzarse sobre
nuestras ciudades. Un quinto jinete, peor que los demás, cabalgaba con ellos:
la DesesperaciĂłn, que envuelta en oscuras mortajas de derrota voceaba sĂłlo la
inminente repeticiĂłn de pasadas catástrofes, fracasos presentes, cobardĂas
futuras.
Bombardeada la tierra de
broza oscura y sin semilla que brillara, ¿quĂ© clase de cosecha podĂa esperar el
hombre en tramo final de increĂble siglo veinte?
Olvidada habĂa quedado
la Luna, olvidados también los rojos paisajes de Marte, el gran ojo de Júpiter,
los asombrosos anillos de Saturno. Nos negábamos a todo consuelo. Llorábamos la
muerte de nuestro hijo, y nuestro hijo Ă©ramos nosotros.
Claro que habĂa momentos
de esplendor. Como cuando Salk devolvió la vida a los niños del mundo. O la
noche en que se posĂł el Eagle, y la humanidad dio un primer gran paso
por la Luna. Pero las mentes y bocas de muchos alentaban oscuramente al quinto
jinete. Con fuertes esperanzas, como parecĂa a veces, de que al fin se
impondrĂa. Y asĂ tendrĂa la lĂşgubre satisfacciĂłn de haber predicho desde el
primer dĂa el desenlace fatal. Y asĂ se lanzaron las profecĂas más egoĂstas; y
cavamos nuestras tumbas y nos dispusimos a tendernos en ellas.
Entretanto, desesperado,
me asfixiaba, pasaba noches enteras llorando en silencio y preguntándome qué
podĂa hacer para salvarnos. ¿CĂłmo salvar a mis amigos, mi ciudad, mi estado, mi
paĂs, al mundo entero, de esa obsesiĂłn por la fatalidad? Y bien: una
noche, tarde ya, recorriendo los estantes de mi biblioteca, mi mano dio al fin
con el viejo y amado libro de H.G. Wells. Su artefacto del tiempo, como un
fantasma, hablĂł a travĂ©s de los años. ¡Yo lo oĂ! Entonces comprendĂ. EscuchĂ©.
realmente. Luego hice planos. ConstruĂ. ViajĂ©, o eso pareciĂł. El resto,
como usted sabe, es historia.”
El fraude, por supuesto, serĂa imposible en nuestro
mundo. Sin importar cuán bien montado estuviese, no habrĂa sido difĂcil empezar
a ver por los agujeros en la historia del señor Stiles. No serĂa posible
mantener la mentira, y tampoco serĂa deseable. Sin embargo, hay otra clase de
mentiras a las que podemos apelar: la ficción. Bradbury no está diciéndonos que
debamos engañar a la gente para cambiar al mundo; está usando ese juego
borgiano de una mentira inspirada en una ficción (La máquina del tiempo,
de Wells), dentro de otra ficciĂłn (el cuento mismo de Bradbury) con la
esperanza de darnos a los seres humanos reales el mismo impulso que el Convector
Toynbee dio a las gentes ficticias del relato. El cuento mismo es un Convector
Toynbee.
Necesitamos distopĂas, subgĂ©nero tan en boga estos
años, porque nos alertan de los posibles futuros en los que podrĂa convertirse
el presente. Bradbury mismo escribiĂł una de las distopĂas más clásicas: Fahrenheit 451. Pero necesitamos tambiĂ©n obras que nos permitan soñar de nuevo en las
inmensas capacidades del ser humano. Los retos que enfrentamos al iniciar la
tercera década del siglo XXI son mayores que los que imaginaba Bradbury: el
cambio climático, el colapso de los ecosistemas, la creciente e insostenible
desigualdad econĂłmica, el retroceso hacia un tribalismo arcaico y excluyente en
la polĂtica, ideologĂas de odio sostenidas en falsedades… Stiles menciona la
invenciĂłn de las vacunas y el alunizaje como dos momentos brillantes en la
trayectoria humana durante el siglo XX. Hoy las cosas están tan mal, que
incluso esos grandes logros son negados como falsedades por grupos que se
levantan como enemigos de la razĂłn y el progreso.
Necesitamos ponernos a la altura de estos retos si
queremos, como civilizaciĂłn humana, sobrevivir y florecer. Tenemos el
conocimiento cientĂfico y la capacidad tĂ©cnica de iniciar el viraje hacia un
mejor camino, pero necesitamos tambiĂ©n cultivar dos principios humanĂsticos
cardinales: 1) que todos los seres humanos formamos una sola especie y que
todas las divisiones sectarias son artificiales y producto del azar histĂłrico,
y 2) que no podemos permitirnos el simplemente dejar sufrir a ningĂşn otro
individuo o grupo humano en ninguna parte del mundo.
Para lograrlo necesitamos escuchar los mensajes de
Bradbury, de Carl Sagan y de muchos otros tantos que nos conminan a mirar las
maravillas que hemos conseguido y las posibilidades que han quedado pendientes.
Precisamos recordar de lo que somos capaces, exhortarnos los unos a los otros a
no perdernos en la frivolidad, la desesperanza, el cinismo, el miedo o el odio.
Nos urge usar nuestra ciencia y nuestras fuerzas para construir un mundo mejor
para todos. Necesitamos crear nuestro propio Convector Toynbee y demostrar que
somos dignos herederos de la especie que caminĂł por la Luna.
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