Saludos, proletariado del mundo. O, más probablemente, hípsters
precarizados que están leyendo esto en su smartphone. Me he leído Llamando a las puertas de la revolución, una magna
antología de textos del filósofo más importante del siglo XIX, el mismísimo Karl
Marx. Es un volumen publicado por Penguin, de como 840 páginas (sin contar apéndices),
que colecciona un poco de cada cosa de la vastísima producción del Santa Claus del
comunismo. Su propósito es servir como aproximación al pensamiento de uno de
los intelectuales más influyentes de los últimos 250 años.
Pero, ¿por qué Marx? En principio, siempre es bueno y
valioso conocer de primera mano las palabras de aquellos personajes que han
moldeado el pensamiento occidental, aquellos nombres que nunca faltan en
cualquier manual de historia, filosofía, teoría política o ciencias sociales.
Pero sobre todo por la época en la que vivimos, en que el pensamiento marxista
se encuentra en el centro de auténticas guerras ideológicas que pueden
volverse muy virulentas.
La caída de la Unión Soviética y el fin de la Guerra Fría
parecían haber empujado a Marx hacia la irrelevancia, pero no permaneció mucho
tiempo por ahí. La crisis económica iniciada en 2008, el auge de los
movimientos Occupy a partir de 2011, la creciente desigualdad económica, la
acumulación de riquezas sin precedentes en una oligarquía cada vez más poderosa,
y hasta la contingencia ambiental que estamos viviendo, han hecho que nuevas
generaciones se acerquen a las ideas del pensador prusiano en busca de lentes
que les permitan interpretar sus realidades presentes. De hecho, se
podría decir que la caída de la URSS liberó a Marx de la ortodoxia soviética y
permitió que encontrara nuevos lectores que no tuvieran que someterse a una
exégesis rígida, vinculada a un régimen autoritario.
Al mismo tiempo, el auge de la extrema derecha en nuestros
tiempos ha reavivado el “pánico rojo” en contra de… Bueno, de cualquier
cosa que parezca amenazar las estructuras jerárquicas tradicionales. Basta
calificar de marxismo, socialismo o comunismo a cualquier cosa encaminada a
reducir las inequidades entre grupos sociales o a limitar el poder y riquezas
de las élites. Para que este espantajo funcione, una total ignorancia sobre
las verdaderas ideas de Marx es necesaria. Por eso el discurso derechista
(y a menudo también el liberal), no sólo sataniza al viejo Karl, sino que exhorta
a alejarse de él. Sus ideas, nos dicen, han matado a millones, establecido
dictaduras asesinas y sumido a naciones enteras en la pobreza; entonces lo
mejor es tenerlas muy lejos, como si de material radiactivo se tratase.
Para quien procura construirse sus propios criterios, ni el
temor supersticioso ni la reverencia doctrinaria resultan satisfactorios.
La aproximación crítica y la mente abierta son lo que se necesita para abordar
una obra de esta envergadura. Sólo así es posible entender el miedo y la
fascinación que provoca aquí y allá, y tomar una postura informada y racional
al respecto.
Confieso que, por mi parte, hasta ahora no había leído más
que el Manifiesto comunista, y que la mayoría de lo que sé de Carlitos
viene de manuales de filosofía, historia, etc. Encontrar esta antología
fue realmente iluminador. Desconocía que Marx hubiera abordado temas tan
diversos con tanta profundidad, y que hubiera expuesto sus pensamientos con
tanta lucidez y claridad. El alemán se presenta como un heredero del
pensamiento de la Ilustración, muy bien enterado de la ciencia y los
acontecimientos contemporáneos del mundo en el que vivía, que desarrolla cada
uno de sus puntos con gran precisión.
La luenga introducción de Constantino Bértolo (cerca
de 120 páginas) sirve para colocar a Marx en su época y en la nuestra, enfatiza
aquello que nos ayuda a entender la realidad contemporánea y aquello otro que
el pensador no alcanzó a imaginar. Por ejemplo, don Carlos creía que la
revolución estaba a la vuelta de la esquina, porque el capitalismo ya era
insostenible. No se imaginaba las maneras en que este sistema sabría
adaptarse para sobrevivir, pero una óptica marxiana nos ayuda a entender cómo lo
ha hecho y por qué precisamente lo ha hecho así.
Bértolo desmiente viejos mitos, como la perezosa cantaleta
de que Marx no trabajaba: de hecho era alguien que trabajaba sin parar,
aun a costa de su salud. Es cierto que su trabajo como organizador, periodista,
escritor y científico social era muy poco redituable, y que Marx sacrificó la
prosperidad familiar en pos de una misión que él consideraba de importancia trascendental, pero no se
le pude acusar de vago.
Un malentendido más sutil (en el que yo mismo caí) es el que asegura que el filósofo trataba
de establecer leyes eternas del devenir histórico, como Newton
estableciera leyes de la física, y que por lo tanto su visión sería
pseudohistórica (como diría Popper). Bértolo sostiene, y cita pasajes del autor
para demostrarlo, que su intención era simplemente explicar cómo se había dado
el desarrollo histórico de Europa. Acusarlo de pretensiones más hiperbólicas
resulta injusto.
Pero también me fue inevitable percibir a Marx como un señor
muy gruñón y cascarrabias, intransigente con todas las otras corrientes revolucionarias
o reformistas que no fueran la suya, y desdeñoso con todos aquellos otros
pensadores y líderes sociales que no reconocieran que él tenía la razón en todo,
como Proudhon y Bakunin. La tendencia al dogmatismo y a tratar como
enemigos a quienes piensan distinto, tan propia de los marxistas ortodoxos, ya
se ve en el viejo barbón.
A lo mejor Marx no será EL pensador, pero es uno muy importante, que tiene que ser parte de la conversación. Dado que no todas las personas podemos leer todos los
libros, tenemos que ayudar a aquellas ideas valiosas que contienen a salir
hacia el mundo. Supongo que Bértolo tendría eso en mente cuando preparó su
selección. Así, yo les he preparado una selección de la selección. En ésta y la
próxima entrada les compartiré algunos de los pasajes que me parecieron más
representativos o interesantes de Marx. Hoy haremos un viaje de poco más de 20
años, que incluye, cómo no, algunos extractos del Manifiesto Comunista.
La próxima vez llegaremos a El Capital y sus alrededores, que es lo más
deeenso del pensamiento marxista. Si gustan, antes de proseguir pueden checar la
brevísima
introducción a la filosofía de Marx (y Hegel) que escribí hace tiempo.
¿Todo listo? Vamos pues…
EL COMUNISMO Y LA «ALLGEMEINE AUGSBÜERGER ZEITUNG» (1842)
Estamos convencidos de que no es en el intento práctico, sino en
el desarrollo teórico de las ideas comunistas donde está el verdadero peligro,
pues a los intentos prácticos, aunque sean intentos en masa, cuando se
consideren peligrosos se puede contestar con cañones pero las ideas que se
adueñan de nuestra mente, que conquistan nuestra convicción y en la que el
intelecto forja nuestra conciencia son cadenas a las que no es posible
sustraerse sin desgarrarse el corazón; son demonios sobre los que el hombre
sólo puede triunfar entregándose a ellos.
CRÍTICA DE
LA FILOSOFÍA DEL DERECHO DE HEGEL (1843)
La miseria religiosa es a un tiempo expresión de la miseria real y
protesta contra la miseria real. La religión es la queja de la criatura en
pena, el sentimiento de un mundo sin corazón y el espíritu de un estado de
cosas embrutecido. Es el opio del pueblo.
La superación de la religión como felicidad ilusoria del pueblo es
la exigencia de que éste sea realmente feliz. La exigencia de que el pueblo se
deje de ilusiones es la exigencia de que abandone un estado de cosas que las
necesita. La crítica de la religión es ya, por tanto e implícitamente, la
crítica del valle de lágrimas santificado por la religión.
La crítica le ha quitado a la cadena sus imaginarias flores no
para que el hombre la lleve sin fantasía ni consuelo, sino para que arroje la
cadena y tome la verdadera flor. La crítica de la religión desengaña al hombre
para que piense y actúe conforme a su realidad de hombre desengañado que entra
en razón; para que gire en torno a sí mismo y por tanto en torno a su sol real.
La religión no es más que el sol ilusorio, pues se mueve alrededor de sí mismo.
Es decir, que tras la superación del más allá de la verdad, la
tarea de la historia es ahora establecer la verdad del más acá. Es a una
filosofía al servicio de la historia a quien corresponde en primera línea la
tarea de desenmascarar la enajenación de sí mismo en sus formas profanas
después de que ha sido desenmascarada la figura santificada de la enajenación
del hombre por sí mismo. La crítica del cielo se transforma así en crítica de
la tierra; la crítica de la religión en crítica del derecho, la crítica de la
teología en crítica de la política.
MANUSCRITOS DE PARÍS (1844)
El trabajo le es externo al trabajador; o sea, no pertenece a su
ser. Por tanto, el trabajador no se afirma a sí mismo en su trabajo, sino que
se niega; no se siente bien, sino a disgusto; no desarrolla una energía física
e intelectual libre, sino que mortifica su cuerpo y arruina su mente. De ahí
que el trabajador no se sienta suyo, sino hasta que sale del trabajo, y en el
trabajo se sienta enajenado. Cuando no trabaja, se siente en casa; y cuando
trabaja, fuera. De ahí que su trabajo no sea voluntario sino forzado. Por lo
tanto, el trabajo no le satisface una necesidad, sino que sólo es un medio para
satisfacer necesidades fuera del trabajo. Lo ajeno que le es se comprueba en
toda su pureza en cuanto se deja de usar la coacción física u otra; entonces,
la gente escapa del trabajo como de la peste.
El trabajo externo, el trabajo en que el hombre se extraña, es una
especie de sacrificio, de mortificación. Lo externo que el trabajo es al
trabajador se ve, por último, en que no es suyo sino de otro, en que le
pertenece, en que durante el trabajo el obrero no se pertenece a sí mismo sino
a otro. Lo mismo que en la religión, la actividad propia de la fantasía, el
cerebro y el corazón humanos actúan sobre el individuo independientemente de
él, o sea como una actividad extraña (divina o diabólica), tampoco la actividad
del trabajador es suya. Pertenece a otro, es la pérdida de sí mismo.
En consecuencia, el hombre (el trabajador) ya sólo cree obrar
libremente en sus funciones animales (comer, beber y procrear, añadiendo a lo
sumo vivienda, aliño, etcétera), mientras que en sus funciones humanas se
siente como un mero animal. Lo bestial se convierte en lo humano y lo humano en
bestial.
[…]
Si el producto del trabajo en vez de pertenecer al trabajador se opone a éste como una fuerza ajena, es que pertenece a otro hombre. Si el trabajo es un tormento para el trabajador, tiene que ser satisfacción y alegría de vivir para otro. Ni los dioses ni la naturaleza, sólo el hombre puede ejercer este poder ajeno sobre el hombre. […]
Un alza masiva de salario (prescindiendo de todas las demás
dificultades, como que una anomalía sólo puede ser mantenida forzadamente) no
sería más que una mejor remuneración de los esclavos sin conquistar el nivel y
la dignidad humanos tanto del trabajador como del trabajo.
El salario es consecuencia directa del trabajo enajenado, y el trabajo enajenado es la causa directa de la propiedad privada. Por consiguiente, ambos, salario y propiedad privada, son sólo aspectos distintos de una misma realidad y tienen que caer juntos. […]
El salario tiene el mismo sentido que el mantenimiento y cuidado
de cualquier otro instrumento productivo y, más en general, que el consumo de
capital preciso para que éste se reproduzca con réditos, lo mismo que hay que
echarles aceite a las ruedas para que sigan moviéndose.
LA IDEOLOGÍA ALEMANA (1846)
En efecto, a partir del momento en que comienza a dividirse el trabajo, cada cual se mueve en el determinado círculo exclusivo de actividades que le viene impuesto del que no puede salirse; el hombre es cazador, pescado, pastor o crítico, y no tiene más remedio que seguirlo siendo si no quiere verse privado de los medios de vida; en cambio, en la sociedad comunista, donde cada individuo no tiene acotado un círculo exclusivo de actividades, sino que puede desarrollar sus aptitudes en la rama que mejor le parezca, la sociedad se encarga de regular la producción general, con lo que hace cabalmente posible que yo pueda dedicarme hoy a esto y mañana a aquello, que pueda por la mañana cazar, por la tarde pescar y por la noche apacentar el ganador, y después de comer, si me place, dedicarme a criticar, sin necesidad de ser exclusivamente cazador, pescador, pastor o crítico, según los casos. […]
Las ideas de la clase dominante son las ideas dominantes en cada
época, o dicho en otros términos, la clase que ejerce el poder material
dominante en la sociedad es también su poder espiritual dominante. La clase que
tiene a su disposición los medios para la producción material dispone con ello,
al mismo tiempo, de los medios para la producción espiritual, lo que hace que
se le sometan, en general, las ideas de quienes carecen de los medios
necesarios para producir espiritualmente. Las ideas dominantes no son otra cosa
que la expresión ideal de las relaciones materiales dominantes, esas mismas
relaciones materiales dominantes concebidas como ideas y, en consecuencia, las
relaciones que hacen de una determinada clase la clase dominante, o sea las
ideas de su dominación.
Los individuos que forman la clase dominante tienen también, entre
otras cosas, plena conciencia de ello y acuerdo con ello. Por eso, en cuanto
dominan como clase y en cuanto determinan todo el ámbito de una época
histórica, se comprende que lo hagan en toda su extensión y, por tanto, entre
otras cosas, también como pensadores, que regulan la producción de las ideas de
su tiempo para que las suyas sean las dominantes de la época.
La existencia de ideas revolucionarias en una determinada época
presupone ya la existencia de una clase revolucionaria.
CARTA A PAVEL VASÍLIEVICH ANNENKOV (1846)
En una sociedad avanzada, el pequeñoburgués se hace
necesariamente, en virtud de su posición, socialista de una parte y economista
de la otra, es decir, se siente deslumbrado por la magnificencia de la gran
burguesía y siente compasión por los dolores del pueblo. Es, al mismo tiempo,
burgués y pueblo. En su fuero interno se jacta de ser imparcial, de haber
encontrado el justo equilibrio, que proclama diferente del término medio. Ese
pequeñoburgués diviniza la contradicción en el fondo de su ser. No es más que
la contradicción social en acción. Debe justificar teóricamente lo que él mismo
es en la práctica.
MISERIA DE
LA FILOSOFÍA (1846)
La gran industria concentra en un mismo sitio a una masa de
personas que no se conocen entre ellas. La competencia divide sus intereses.
Pero la defensa del salario, ese interés común a todos ellos frente a su
patrón, los une en una idea común de resistencia: la coalición. Por tanto, la
coalición persigue siempre una doble finalidad: acabar con la competencia entre
los obreros para poder hacer una competencia general a los capitalistas.
Si el primer fin de la resistencia se reducía a la defensa del
salario, después, a medida que los capitalistas se asocian, a su vez, movidos
por la idea de la represión, las coaliciones en un principio aisladas forman
grupos, y la defensa frente al capital, siempre unido, por una parte de los
obreros y de sus asociaciones acaba siendo para ellos más necesaria que la
defensa del salario. Hasta tal punto esto es cierto que los economistas
ingleses no salían de su asombro al ver que los obreros sacrificaban una buena
parte del salario en favor de asociaciones que, a juicio de estos economistas,
se habían fundado exclusivamente para luchar en pro del salario. En esta lucha
-verdadera guerra civil- se van uniendo y desarrollando todos los elementos
para la batalla futura.
DISCURSO SOBRE EL LIBRECAMBIO (1848)
No os dejéis engañar por la palabra abstracta «libertad».
Libertad, ¿de quién? No es la libertad de cada individuo con relación a otro
individuo. Es la libertad del capital para machacar al trabajador.
¿Cómo podéis refrendar la libre competencia con la libertad cuando
esa libertad no es más que producto de un estado de cosas basado en la libre
competencia?
Hemos mostrado el género de fraternidad que el librecambio
engendra entre las diferentes clases de una misma nación. La fraternidad que el
librecambio establecería entre las diferentes naciones de la tierra no sería
más fraternal. Designar con el nombre de «fraternidad universal» la explotación
en su aspecto cosmopolita es una idea que sólo podía nacer en el seno de la
burguesía. Todos los fenómenos destructores suscitados por la libre competencia
en el interior de un país se reproducen en proporciones gigantescas en el
mercado mundial.
MANIFIESTO COMUNISTA (1847)
La historia de todas las sociedades existentes hasta el presente
es la historia de la lucha de clases.
Hombres libres y esclavos, patricios y plebeyos, señores y
siervos, maestros y oficiales; en suma, opresores y oprimidos se enfrentaron
siempre, libraron una lucha constante, ora oculta, ora desembozada; una lucha
que concluyó siempre con la transformación revolucionaria de toda la sociedad o
con la destrucción de las clases en pugna.
En épocas históricas anteriores, hallamos casi por doquier una
división completa de la sociedad en diversas clases, una escala múltiple de
condiciones sociales. En la Roma antigua había patricios, équites, plebeyos y
esclavos; en la Edad Media, señores feudales, vasallos, maestros, oficiales,
siervos y, por añadidura, en casi cada una de estas clases hallamos, a su vez,
gradaciones particulares.
La moderna sociedad burguesa, surgida del ocaso de la sociedad
feudal, no ha abolido los antagonismos de clase. Sólo ha sustituido las
antiguas clases, condiciones de opresión y formas de lucha por otras nuevas.
Nuestra época, la época de la burguesía, se distingue sin embargo
por el hecho de haber simplificado los antagonismos de clase. Toda la sociedad
se divide, cada vez más, en dos grandes bandos hostiles, en dos grandes clases
que se enfrentan directamente entre sí: la burguesía y el proletariado.
[…]
El gobierno del Estado moderno no es más que una comisión administradora de los negocios comunes de toda la clase burguesa.
La burguesía ha desempeñado en la historia un papel extremadamente revolucionario. Dondequiera que ha conquistado el poder, la burguesía ha destruido todas las relaciones feudales, patriarcales, idílicas. Ha desgarrado despiadadamente todos los abigarrados lazos feudales que ataban a los hombres a sus «superiores naturales» sin dejar que subsistiera, entre y hombre y hombre, ningún otro vínculo que el interés desnudo, que el insensible dinero contante y sonante. Ha ahogado el sagrado éxtasis del idealismo religioso, del entusiasmo caballeresco y del sentimentalismo pequeñoburgués en las gélidas aguas del cálculo egoísta. Ha reducido la dignidad personal a simple valor de cambio, colocando, en lugar de las incontables libertades estatuidas y bien conquistadas, una única desalmada libertad de comercio. En una palabra, ha sustituido la explotación disfrazada con ilusiones religiosas y políticas por la explotación franca, descarada, directa y brutal.
[…]
La burguesía no puede existir sin revolucionar incesantemente los
instrumentos de producción, es decir, las relaciones de producción y, por ende,
todas las relaciones sociales. En cambio, la conservación inalterada del
antiguo modo de producción era la condición primordial de la existencia de
todas las clases industriales precedentes. Un continuo trastorno de la
producción, una conmoción ininterrumpida de todas las condiciones sociales, una
inquietud y un movimiento constante distinguen la época burguesa de todas las
anteriores.
La burguesía, al explotar el mercado mundial, ha dado a la
producción y al consumo un sello cosmopolita. Entre los lamentos de los
reaccionarios, ha destruido los cimientos nacionales de la industria. Las
antiquísimas industrias nacionales han sido aniquiladas, y aún siguen siéndolo
a diario. Son suplantadas por nuevas industrias, cuya instauración se convierte
en un problema vital para todas las naciones civilizadas; por industrias que no
emplean ya materias primas locales, sino otras provenientes de zonas más
distantes, y cuyos productos no sólo se consumen en el propio país, sino de
manera simultánea en todas partes del mundo. El lugar de las antiguas
necesidades, satisfechas por los productos regionales, se ve ocupado por el
tráfico en todas direcciones, por una mutua dependencia general entre las
naciones.
Y lo mismo que ocurre en la producción material sucede en la
producción intelectual. Los productos intelectuales de las diversas naciones se
convierten en acervo común. Las limitaciones y peculiaridades nacionales se
tornan cada vez más imposibles, y a partir de las numerosas literaturas
nacionales y locales se forma una literatura universal.
[…]
Basta mencionar las crisis comerciales que, con su recurrencia,
cuestionan de forma cada vez más amenazadora la existencia de toda la sociedad
burguesa. En las crisis comerciales se destruye regularmente gran parte no sólo
de los productos elaborados sino de las fuerzas productivas ya creadas. En las
crisis se desata una epidemia social que en cualquiera de las épocas anteriores
hubiera parecido un contrasentido: la epidemia de la superproducción.
Súbitamente la sociedad se halla retrotraía a un estado de barbarie momentánea;
una hambruna, una guerra mundial devastadora parecen haberle privado de todos
los medios de subsistencia; la industria y el comercio parecen aniquilados.
¿Y todo por qué? Porque la sociedad posee demasiada civilización,
demasiados recursos, demasiada industria, demasiado comercio. Las fuerzas
productivas de que dispone no sirven ya para fomentar las relaciones de
propiedad burguesas; por el contrario, resultan ya demasiado poderosas para
estas relaciones que constituyen un obstáculo para su desarrollo; y cada vez
que salvan ese obstáculo, siembran el desorden en la sociedad burguesa,
amenazan la existencia de la propiedad burguesa. Las relaciones burguesas se
han tornado demasiado estrechas para abarcar la riqueza por ellas engendradas.
¿Cómo se sobrepone la burguesía a las crisis? Por una parte,
mediante la destrucción obligada de gran cantidad de fuerzas productivas; por
la otra, mediante la conquista de nuevos mercados a la par que procurando
explotar más a fondo los mercados antiguos. ¿De qué manera? Preparando crisis
más extensas y violentas y reduciendo los medios de que dispone para
provenirlas.
Las armas con que la burguesía derribó al feudalismo se vuelven ahora contra ella. Pero la burguesía no sólo ha forjado las armas que han de darle muerte, también ha engendrado a los hombres llamados a empuñarlas: los obreros modernos, los proletarios.
En la misma medida en que se desarrolla la burguesía, es decir, el
capital, se desarrolla el proletariado, la clase de los obreros modernos, que
sólo puede vivir encontrando trabajo y que sólo lo halla mientras su trabajo
incrementa el capital. Estos obreros, obligados a venderse al detalle, son una
mercancía como otra cualquiera, sujeta por tanto a todos los cambios y
modalidades de la competencia, a todas las fluctuaciones del mercado.
El creciente empleo de las máquinas y la división del trabajo
quitan al trabajo del proletario todo carácter propio y, con ello, todo
atractivo para el obrero. El trabajador se convierte en un mero accesorio de la
máquina, a quien sólo se exigen las operaciones más sencillas, monótonas y de
fácil aprendizaje. De ahí que los costos que acarrea el obrero se reducen casi
exclusivamente al mínimo que necesita para vivir y perpetuar su linaje.
[…]
Una vez que la explotación del obrero por el fabricante ha
concluido y aquel recibe el pago de su salario en efectivo, caen sobre él las
partes restantes de la burguesía: el casero, el tendero, el prestamista,
etcétera.
Las pequeñas clases medias existentes hasta la fecha, los pequeños
industriales, comerciantes y rentistas, artesanos y campesinos, son absorbidos
por el proletariado; unos, porque su pequeño capital no basta para alimentar
las exigencias de la gran industria y sucumbe a la competencia de los capitales
de mayor envergadura; otros, porque sus habilidades profesionales se ven
despreciadas por los nuevos modos de producción. Todas las clases sociales
contribuye, pues, a nutrir las filas del proletariado.
El proletariado recorre diversas etapas evolutivas. Su lucha
contra la burguesía comienza con su existencia. Al principio, la lucha es
entablada por obreros aislados; después, por los obreros de una fábrica; más
tarde, por los del mismo oficio de una localidad, contra el burgués individual
que los explota directamente.
El desarrollo de la industria no sólo nutre al proletariado sino
que lo concentra en masas considerables, aumenta su fuerza y la conciencia de
esa fuerza. Los obreros empiezan a coaligarse contra los burgueses, se asocian
y unen para asegurar su salario. Hasta llegan a formar asociaciones permanentes
para asegurarse los medios necesarios para estas sublevaciones ocasionales.
Aquí y allá estalla la lucha mediante insurrecciones.
A veces los obreros triunfan, pero siempre de manera transitoria. El
verdadero objetivo de estas luchas no es conseguir el éxito inmediato, sino ir
expandiendo y consolidando la unión obrera. Esta unión es propiciada por el
crecimiento de los medios de comunicación creados por la gran industria, que
ponen en contacto a obreros de diferentes localidades. Basta este contacto para
centralizar las numerosas luchas sociales, de igual carácter por doquier, y
convertirlas en una lucha nacional, en una lucha de clases.
[…]
De todas las clases que hoy se enfrentan a la burguesía no hay más
que una verdaderamente revolucionaria: el proletariado. Las demás decaen y
perecen con la gran industria; el proletariado, en cambio, es su producto más
peculiar.
Los estratos intermedios -el pequeño industrial, el pequeño comerciante, el artesano, el campesino- combate a la burguesía para asegurar su existencia en cuanto clase media ante su hundimiento. No son, pues, revolucionarios, sino conservadores. Más aún, son reaccionarios, tratan de hacer girar hacia atrás la rueda de la historia. […]
El obrero moderno, en lugar de elevarse con el progreso de la industria, se hunde cada vez más por debajo de las condiciones de existencia de su propia clase. El obrero se convierte en indigente y la indigencia crece aún con mayor rapidez que la población y la riqueza. He ahí una prueba palpable de la incapacidad de la burguesía para seguir siendo la clase dominante de la sociedad y de imponer a la sociedad, como ley reguladora, las condiciones de existencia de su clase. Es incapaz de dominar, porque es incapaz de asegurar la existencia a sus esclavos aun dentro de su esclavitud. […]
Los comunistas son en la práctica el sector más resuelto de los
partidos obreros de todos los países, el sector que siempre impulsa a los
demás; y en la teoría, tienen sobre el resto del proletariado la ventaja de su
clara visión de las condiciones de la marcha y de los resultados generales del
movimiento proletario.
El objetivo inmediato de los comunistas es idéntico al que
persiguen todos los demás partidos proletarios: la constitución del
proletariado como clase, el derrocamiento de la dominación burguesa, la
conquista del poder político por parte del proletariado.
[…]
Ser capitalista significa ocupar no una posición meramente personal, sino social, en la producción. El capital es un producto colectivo y sólo puede ponerse en marcha mediante la actividad conjunta de muchos miembros de la sociedad; más aún, en rigor sólo por la actividad conjunta de todos los miembros de la sociedad. En consecuencia, el capital no es una fuerza personal, sino social. […]
En la sociedad burguesa el trabajo vivo no es más que un medio
para multiplicar el trabajo acumulado. En la sociedad comunista, el trabajo
acumulado es sólo un medio para dilatar, mejorar y enriquecer la vida del
obrero.
En consecuencia, en la sociedad burguesa el pasado predomina sobre
el presente, mientras que en la comunista imperará el presente sobre el pasado.
En la sociedad burguesa, el capital es independiente y tiene personalidad
mientras que el individuo activo carece de independencia y está
despersonalizado.
¡Y la burguesía califica de abolición de la personalidad y de la libertad a la abolición de estas condiciones! Y con razón, Aspiramos, en efecto, a ver abolidas la personalidad, la independencia y la libertad burguesas. […]
Os horrorizáis de que queramos abolir la propiedad privada. Pero
en vuestra sociedad actual la propiedad privada está abolida para nueve décimas
partes de sus miembros; existe precisamente a costa de no existir para esas
nueve décimas partes. Nos reprocháis, pues, que queramos abolir una propiedad
que presupone la falta de propiedad de la inmensa mayoría de la sociedad como
condición necesaria. En pocas palabras, nos reprocháis que queramos abolir
vuestra propiedad. Pues sí, eso es lo que queremos.
[…]
Resumiendo: los comunistas apoyan en todas partes cualquier
movimiento revolucionario contra las condiciones sociales y políticas
imperantes.
En todos los movimientos colocan en primer término, como asunto
fundamental, el problema de la propiedad, cualquier que se ala forma más o
menos desarrollada que revista.
Por último, los comunistas trabajan en todas partes en pro de la
unión y acuerdo de los partidos democráticos de todos los países.
Los comunistas consideran indigno ocultar sus ideas y propósitos.
Abiertamente declaran que sus objetivos sólo podrán alcanzarse mediante la
subversión violenta de cualquier orden social preexistente. Las clases
dominantes pueden temblar ante una revolución comunista. Los proletarios no
tienen nada que perder, como no sean sus cadenas. Tienen, en cambio, un mundo
que ganar.
¡Proletarios de todos los países, uníos!
TRABAJO ASALARIADO Y CAPITAL (1849)
El capitalista, con una parte de la fortuna de que dispone, de su
capital, compra la fuerza de trabajo del tejedor exactamente de la misma manera
que con otra parte de su fortuna ha comprado las materias primas -el hilo- y el
instrumento de trabajo -el telar-. Una vez hechas estas compras, entre las que
figura la fuerza del trabajo necesaria para elaborar el lienzo, el capitalista
produce ya con materias primas e instrumentos de trabajo de su exclusiva
pertenencia. Entre los instrumentos de trabajo va incluido, naturalmente,
nuestro buen tejedor, que participa en el producto o en el precio del producto
en la misma medida que el telar; decir, absolutamente en nada.
Por lo tanto, el salario no es la parte del obrero en la mercancía por él producida. El salario es la parte del obrero en la mercancía ya existente con la que el capitalista compra una determinada cantidad de fuerza de trabajo productiva. […]
Ahora bien, la fuerza de trabajo en acción, el trabajo mismo, es
la propia actividad vital del obrero, la manifestación misma de su vida. Y esta
actividad vital la vende a otro para asegurarse los medios de vida necesarios.
Es decir, su actividad vital no es para él más que un medio para poder existir.
Trabaja para vivir. El obrero ni siquiera considera el trabajo parte de su
vida; es más bien el sacrificio de su vida. Es una mercancía que ha adjudicado
a un tercero. Por eso el producto de su actividad no es tampoco el fin de esta
actividad. Lo que el obrero produce para sí no es la seda que teje ni el oro
que extrae de la mina, ni el palacio que edifica.
Para él, la vida comienza allí donde terminan estas actividades: en la mesa de su casa, en el banco de la taberna, en la cama. Las doce horas de trabajo no tienen para él sentido alguno en cuanto a tejer, hilar, taladrar, etcétera, sino como medio para ganar el dinero que le permite sentarse a la mesa, en el banco de la taberna y meterse en la cama. […]
El obrero, en cuanto quiera, puede dejar al capitalista a quien se ha alquilado. El capitalista puede despedirle cuando se le antoje, cuando ya no le saque provecho alguno o no le saque el provecho que había calculado. Pero el obrero, cuya única fuente de ingresos es la venta de su fuerza de trabajo, no puede desprenderse de toda la clase de los compradores, es decir, de la clase de los capitalistas, sin renunciar a su existencia. No pertenece a tal o cual capitalista, sino a la clase capitalista en conjunto, y es incumbencia suya encontrar un patrono, es decir, encontrar dentro de esa clase capitalista un comprador […]
La existencia de una clase que no posee nada más que su capacidad
de trabajo es una premisa necesaria para que exista el capital. Sólo el dominio
del trabajo acumulado, pretérito, materializado sobre el trabajo inmediato,
vivo, convierte el trabajo acumulado en capital.
EL DIECIOCHO BRUMARIO DE LUIS BONAPARTE (1852)
Hegel dice en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes aparecen, como si dijéramos, dos veces. Pero se olvidó de agregar: una vez como tragedia y la otra como farsa. […]
Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre
arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias
con que se encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el
pasado. La tradición de todas las generaciones muertes oprime como una
pesadilla el cerebro de los vivos. Y precisamente cuando estos aparentan
dedicarse a transformarse y a transformar las cosas, a crear algo nunca visto,
en estas épocas de crisis revolucionaria, es cuando conjuran temerosos en su
auxilio a los espíritus del pasado, toman prestados sus nombres, sus consignas
de guerra, su ropaje para, con ese disfraz de vejez venerable y ese lenguaje
prestado, representar la nueva escena de la historia universal.
PREFACIO A LA CONTRIBUCIÓN A LA CRÍTICA DE LA ECONOMÍA POLÍTICA (1859)
El resultado general al que llegué y que una vez obtenido sirvió
de hilo conductor a mis estudios puede resumirse así: en la producción social
de su existencia los hombres establecen determinadas relaciones necesarias e
independientes de su voluntad, relaciones de producción que corresponden a una
fase determinada de desarrollo de sus fuerzas productivas materiales. El
conjunto de estas relaciones de producción forma la estructura económica de la
sociedad, la base real sobre la que se levanta la superestructura jurídica y
política y a la que corresponden determinadas formas de conciencia social. El modo
de producción de la vida material condiciona el proceso de la vida social
política y espiritual en general. No es la conciencia del hombre lo que
determina su ser sino, por el contrario, es el ser social quien determina su
conciencia.
Al llegar una fase determinada del desarrollo, las fuerzas productivas materiales de la sociedad entran en contradicción con las relaciones de producción existentes o, lo que no es más que la expresión jurídica de esto, con las relaciones de propiedad dentro de las cuales se han desenvuelto hasta entonces. De formas de desarrollo de las fuerzas productivas, estas relaciones pasan a ser trabas y se abre así una época de revolución social. Al cambiar la base económica se transforma, más o menos rápidamente, toda la inmensa superestructura erigida sobre ella. […]
Y del mismo modo en que no podemos juzgar a un individuo por lo
que piensa de sí, tampoco podemos juzgar estas épocas de transformación por su
conciencia, sino que, por el contrario, hay que explicarse esta conciencia por
las contradicciones de la vida material, por el conflicto existente entre las
fuerzas productivas sociales y las relaciones de producción.
Ninguna formación social desaparece antes de que se desarrollen todas las fuerzas productivas que caben dentro de ella, y jamás aparecen nuevas y más elevadas relaciones de producción antes de que las condiciones materiales para su existencia hayan madurado dentro de la propia sociedad antigua. Por eso la humanidad siempre se propone sólo los objetivos que puede alcanzar porque, mirando mejor, encontrará siempre que esos objetivos sólo surgen cuando ya se dan (o por lo menos se están gestando) las condiciones materiales para su realización. […]
Las relaciones burguesas de producción son la última forma antagónica,
no en el sentido de un antagonismo individual sino de un antagonismo que
proviene de las condiciones sociales de vida de los individuos. Pero las
fuerzas productivas que se desarrollan en la sociedad burguesa brindan, al
mismo tiempo, las condiciones materiales para la solución de este antagonismo.
Con esta formación social se cierra, por lo tanto, la prehistoria de la
sociedad humana.
MANIFIESTO INAUGURAL DE LA ASOCIACIÓN INTERNACIONAL DE LOS TRABAJADORES (1864)
La clase obrera posee ya un elemento de triunfo: el número. Pero el número no pesa en la balanza si no está unido por la asociación y guiado por el saber. La experiencia del pasado nos enseña cómo el olvido de los lazos fraternales que deben existir entre los trabajadores de los diferentes países y que deben incitarlos a sostenerse unos a otros en todas sus luchas por la emancipación es castigado con la derrota común de sus esfuerzos aislados. […]
Si la emancipación de la clase obrera exige su fraternal unión y
colaboración, ¿cómo van a poder cumplir esta gran misión con una política
exterior que persigue designios criminales, que pone en juego prejuicios nacionales
y dilapida en guerras de piratería la sangre y las riquezas del pueblo? No ha
sido la prudencia de las clases dominantes sino la heroica resistencia de la
clase obrera de Inglaterra a la criminal locura de aquéllas la que ha evitado a
la Europa occidental verse precipitada en una infame cruzada para perpetuar y
propagar la esclavitud allende el océano Atlántico.
La aprobación impúdica, la falsa simpatía o la indiferencia idiota
con que las clases superiores de Europa han visto a Rusia apoderarse del
baluarte montañoso del Cáucaso y asesinar a la heroica Polonia; las inmensas
usurpaciones realizadas sin obstáculo por esa potencia bárbara cuya cabeza está
en San Petersburgo y cuya mano se encuentra en todos los gabinetes de Europa
han enseñado a los trabajadores el deber de iniciarse en los misterios de la
política internacional, de vigilar la actividad diplomática de sus gobiernos
respectivos, de combatirla, en caso necesario, por todos los medios de que
disponga; y cuando no se pueda impedir, unirse para lanzar una protesta común y
reivindicar que las sencillas leyes de la moral y de la justicia, que deben
presidir las relaciones entre los individuos, sean las leyes supremas de las
relaciones entre las naciones.
La lucha por una política exterior de este género forma parte de
la lucha general por la emancipación de la clase obrera.
CONTINÚA LEYENDO EN LA SEGUNDA PARTE...
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