¿Qué puede hacer la educación contra
el racismo? Ésta es una pregunta que toca hacernos en un contexto en el que,
por fin, está poniéndose sobre la mesa el asunto del racismo en México. Durante
décadas en el discurso oficial posrevolucionario (y sus orígenes pueden
rastrearse al nacionalismo criollo) se declaraba a México como un país mestizo.
Esto podría haber tenido la buena intención de crearnos una identidad común
para todos los habitantes de este país, y de así evitar divisiones por raza (o
casta, como impusieron los conquistadores). En efecto, si todos somos mestizos,
¿cómo unos discriminarían a otros?
El problema, ay, es que esa visión
fue muy ingenua (o quizá diabólicamente brillante, vaya usté a saber), pues no
borró el racismo, pero sí contribuyó a invisibilizarlo. La discriminación se
siguió dando, como en un espectro descendente, de la parte de la población que
tiene rasgos físicos y culturales más hispanos o europeos, contra la que tiene la
que muestra más claramente su legado indígena. O sea, que al final puede que todos
seamos mestizos, pero no todos somos igualmente mestizos.
Por ejemplo, no faltará quien diga
algo como “¿Cómo voy a ser racista, si mi bisabuela era maya?” Que a lo mejor es
verdad, Mauricio, pero sólo hablas español (e inglés) y creciste en una familia
de clase media en la ciudad, en el seno de lo que llamamos “la cultura
occidental” y además tu fisionomía es más europea que autóctona. Porque resulta
que las categorías raciales no dependen de las gotas de sangre de cada color
que tengas en tu mezcla total, sino de cómo la sociedad te percibe y te
clasifica, no sólo por tu aspecto, sino por tu lengua y tu cultura, y cómo te
trata después de clasificarte.
Para aumentar la confusión, el
racismo se mezcla o camufla con otras formas de discriminación, como el
clasismo, el colorismo y la xenofobia. Se complica aun más cuando vemos que no
podemos aplicar categorías raciales tan tajantes y esencialistas como las que
existen en la cultura gringa (de donde vienen muchísimas de nuestras
referencias sobre el racismo). Por ejemplo, que no podemos llamar “blancos” a
todos los mexicanos que no son indígenas o afrodescendientes, pues de hecho
somos un coctel bastante heterogéneo y además eso invisibilizaría el colorismo
y la pigmentocracia que existe entre la población mexicana.
La buena noticia es que de unos años
para acá México por fin está viéndose en el espejo y empezando a notar ese
grano feo y purulento que tiene en la cara. Esto se aprecia en el volumen de
textos que se han escrito al respecto, desde artículos de opinión (¡hola!)
hasta libros enteros (como Alfabeto del racismo mexicano de
Federico Navarrete y Las élites de la ciudad blanca de Eugenia
Iturriaga). En el último par de años, la discusión se ha encendido por el
sorprendente, pero merecido, éxito internacional de la
película Roma, y de su protagonista Yalitza Aparicio. Más recientemente, ella y otras celebridades se ha denunciado la cultura racista con la campaña "Mi piel se respeta".
De modo que me he puesto a pensar,
¿qué puede hacer un profe de prepa, como su seguro servidor, para combatir el
racismo? ¿Qué puede hacer la escuela como institución? La respuesta tiene que
ser algo más sofisticada que “decir a los estudiantes que el racismo es malo”.
Siendo un vato clasemediero de capital provinciana y, sobre todo, un paliducho
sin chiste, corro el riesgo de empezar a decir tonterías sobre un fenómeno que
no sólo nunca podría experimentar en carne propia, sino del que además me
beneficio, lo quiera o no. Entonces hablaré exclusivamente desde mi
perspectiva, sin pretensión de pontificar ni de suponer que lo que pienso puede
aplicarse siempre y en todo lugar.
Lo primero es hacer comprender que
eso de dividir a la humanidad en grupos tipo “los nuestros y los otros”, viene
de forma natural a nuestros cerebros de monitos, y como la apariencia física es
lo más obvio, también se vuelve nuestro criterio más fácil. Esto no es para
decir que “meh, todos somos racistas, no hay ni qué hacerle”, sino todo lo
contrario, para indicar que suprimir estos prejuicios requiere de un esfuerzo
consciente.
También ha de tenerse en cuenta que,
aunque la tendencia a dividir al mundo en “nosotros y ellos” puede venir
instalada en nuestra mente primate, las categorías raciales que usamos en
nuestra sociedad para dividirnos son constructos resultado de la historia y la
cultura. Por lo tanto, pueden ser desaprendidos. En la escuela, a través del
estudio de la psicología se puede abordar los procesos irracionales que llevan
a la discriminación, así como la forma de contrarrestarlos.
Materias de secundaria y bachillerato
como civismo, historia, geografía, antropología y sociología pueden mostrar a
nuestros estudiantes cómo los conceptos de raza se han ido construyendo
culturalmente y de forma arbitraria, cómo se relacionan con la dominación
política, económica y militar de unos pueblos sobre otros y qué atrocidades han
producido alrededor del mundo. Crear conciencia es un primer paso.
Es necesario que las asignaturas de
sociales empiecen a incorporar algunos conceptos básicos que son fundamentales
en el debate contemporáneo, como privilegio u opresión sistémica.
Sería muy importante explicar que el racismo no es solamente un conjunto de prejuicios
y actitudes despectivas que una persona puede o no tener, sino un
sistema de opresión. Al mismo tiempo, reflexionar sobre cuáles prejuicios y actitudes son racistas aunque no lo parezcan.
Para tratar el caso particular de
nuestro país, tengo la idea de que una parte del problema es que los mexicanos
de las ciudades hemos sido educados para pensar en los pueblos indígenas como ajenos
y exóticos. En “buenos salvajes” rousseauneanos que viven en un estado idílico,
como víctimas pasivas de una serie inacabable de opresores (desde los
conquistadores españoles hasta los hacendados) o como poblaciones atrasadas y
fallidas que lastran al país. Dejar de lado el folclorismo, la condescendencia
(aun la bienintencionada) y las actitudes despectivas se antoja una empresa
harto difícil, pero que tiene que empezar por algún lado.
Si en las escuelas clasemedieras los
estudiantes creen vivir en un país en el que “el pobre es pobre porque quiere”
y sabe que ciertos grupos humanos sufren más pobreza que otros, la perversa
conclusión será que esos grupos perdedores son de alguna forma inferiores a los
que triunfan económicamente. Desmontar la gran mentira del neoliberalismo, que el
éxito económico depende exclusivamente de los méritos personales, es un
paso importante para entender que la situación socioeconómica actual de muchas
comunidades indígenas se debe a condiciones históricas, culturales y políticas.
Diversas materias en las áreas de ciencias sociales y humanidades pueden
encargarse de ello.
En México se nos enseña a
enorgullecernos de nuestras
culturas prehispánicas, pero de las culturas indígenas contemporáneas casi
no se habla. Creo que en cada escuela del país se debería enseñar acerca de los
diferentes grupos indígenas que pueblan la región, de su historia y de su
presente, de sus costumbres y tradiciones, y en general cómo viven, pero
también de sus problemas sociales. Esto podría abordarse en materias como
civismo y en las de historia y geografía de cada estado, y de preferencia creo
que deberían hacerlo personas provenientes de las mismas comunidades.
Lo importante, lo delicado y difícil
sería no caer en un folclorismo cutre y superfluo, o peor, en tratar el tema
como si se hablara de la fauna local. El punto es lograr que niños y
adolescentes no indígenas piensen en los indígenas como personas de carne y
hueso con las que tienen mucho en común y de cuyas diferencias pueden aprender,
como vecinos que forman parte de una misma nación multicultural. Plus: los
estudiantes de origen indígena en escuelas de población mayoritariamente
hispana se verían representados en el sistema educativo.
Hace unos años anduvo circulando por
las redes sociales un mensaje que decía que aprender inglés o francés en vez de
una lengua indígena es una forma de racismo. En su momento dije que el mensaje estaba equivocado
en principio, pero que tenía cierta razón de una forma más sutil. Se equivocaba
porque la decisión individual de aprender una lengua está determinada por
factores como la necesidad, conveniencia y disponibilidad, y no tanto por el gusto
personal de cada quien.
Pero me pareció hasta cierto punto
acertado. Las lenguas no se vuelven dominantes por ser bonitas o prácticas,
sino porque son las que hablan los grupos humanos que han logrado dominar a los
otros, las más de las veces mediante la violencia, a menudo justificada en una
ficticia superioridad de raza, cultura o religión del conquistador. Es decir,
las lenguas que “nos conviene aprender” son las de los grupos que ganaron a
punta de balazos. Al fin y al cabo, por eso escribo estas líneas en español.
Varias veces se ha sugerido que en
las escuelas debería enseñarse lenguas indígenas como parte del currículo
obligatorio y a mí me parece una idea estupenda. Conocer por lo menos las bases
de la lengua que se habla en la región de cada quien es una manera de empezar a
romper esa barrera que actualmente separa a unos mexicanos de otros. Ni
siquiera es necesario lograr que cada estudiante alcance el dominio al cien por
ciento de la lengua indígena local: el aprecio de ésta como una forma de
comunicación rica y digna de estudio, tan capaz como cualquier otra de expresar
sensibilidad, humor, inteligencia y pensamientos profundos, podría ayudar a
desterrar esos prejuicios contra sus hablantes. Tengo entendido que el
principal obstáculo ha sido la falta de maestros bilingües preparados, así que
habría que empezar por ahí.
El camino de la educación para el
cambio es lento y difícil, pero es también el que ofrece los resultados más
duraderos. Al activismo social y la lucha política por transformaciones
inmediatas se debe sumar el esfuerzo por una renovación profunda de la cultura
mexicana. Nos encontramos ahora en una coyuntura en la que se abren muchas
posibilidades para iniciar procesos de cambio que bien podrían llegar a ser
revolucionarios. Vale la pena intentarlo.
Una versión de este texto fue publicada originalmente en Memorias de Nómada
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