¿Por qué trabajamos tanto? - Ego Sum Qui Sum

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PROFESOR MAIK CIVEIRA & LA ALIANZA FRIKI ANTIFASCISTA

domingo, 15 de agosto de 2021

¿Por qué trabajamos tanto?


En los años 1930, el economista John Maynard Keynes predijo que, para finales del siglo XX, la gente en promedio trabajaría unas 15 horas a la semana. Esto, supuso, sería posible gracias a la automatización del trabajo; ya en su tiempo era una realidad que las máquinas estaban sustituyendo la fuerza humana en diferentes actividades productivas. Pronto, imaginó Keynes, las principales necesidades humanas podrían ser cubiertas con un esfuerzo mínimo para las personas, lo que nos dejaría con mucho tiempo libre que pudiéramos dedicar a actividades recreativas o lo que quisiéramos. Como sabemos, la tendencia a la automatización continuó a lo largo de la historia y hasta nuestros días; sin embargo, la predicción sobre trabajar menos no se hizo realidad. ¿Por qué?

 

Ya es famosa la siguiente gráfica, hecha por el Economic Policy Institute, en la que se muestra la disparidad que hay entre la productividad y los salarios de los trabajadores en Estados Unidos. O sea, aunque la suma de todas las actividades económicas produce cada vez más riqueza al año, el porcentaje de esa riqueza que llega a los trabajadores es cada vez menor desde finales de los 70. Es decir, en ese tiempo, el 1% más rico ha visto sus ganancias anuales incrementadas en 138%, mientras que las ganancias del 90% más pobre sólo han aumentado el 15%. A esto se le llama el estancamiento de los salarios.

 


Eso es en Estados Unidos. En mi México, donde nos hemos hecho de una fama de flojos, tenemos una de las semanas laborales más largas de la OCDE: los mexicanos trabajamos en promedio unas 43 horas semanales. Al mismo tiempo, en 2021 el salario promedio en nuestro país es de 6,000 pesos (alrededor de 300 dólares) al mes, uno de los más bajos de la OCDE. Y eso que nuestro país es el número 15 en las economías mundiales, en cuanto a PBI. Ah, pero es también uno de los países más desiguales del mundo, en donde el 10% más rico acapara el 59% de los ingresos. A nivel mundial, el 1% más rico posee el 46% de la riqueza, y ése es un porcentaje que ha ido creciendo en las últimas décadas.

 

Para más inri, la generación Millennial (nacida en los 80 y 90) tiene en conjunto sólo el 3% de la riqueza total de Estados Unidos, una fracción del porcentaje de la riqueza que la generación Boomer (nacida entre 1945 y 1965) poseía a su misma edad, el 21%. Y eso que los Millennials fueron la generación con más años de educación académica y de las que trabajan más duro, pero no pueden aspirar a tener un futuro igual de próspero que sus padres porque los salarios se han estancado mientras los precios de cosas como ir a la universidad o comprar una casa propia, han subido desproporcionadamente. Ahora, no hallo muchos datos tan detallados sobre México y Latinoamérica, pero la situación parece ser a grandes rasgos la misma.

 


¿Cómo llegamos a esto? Bueno, para hacer corta una historia larga, digamos que a mediados de la década de los 70 el modelo económico se había estancado y fue sustituido por una serie de políticas que han recibido el nombre genérico de “neoliberalismo” y que incluyen la desregulación de las actividades económicas, la reducción de impuestos para las corporaciones y los millonarios, un menor gasto del gobierno en programas sociales y servicios públicos, más facilidades para que las grandes empresas puedan expandirse, menos derechos laborales, etcétera. Pueden ver una historia de cómo el neoliberalismo se convirtió en la doctrina económica dominante por acá.

 

La idea era ésta: si se les quitaba trabas (como regulaciones e impuestos) a las grandes empresas y se les dejaba actuar con mayor libertad en sus diversas actividades (cómo y a quién contratan, dónde se establecen, con quién se fusionan, qué desechos arrojan a los ríos, etc.) esto produciría una gran bonanza económica que nos beneficiaría a todos. Habría más empleos, nuevos y mejores productos y servicios, y así por el estilo. La clase más adinerada generaría enormes riquezas, que luego rodarían hacia los estratos más bajos cuando los millonarios invirtieran, generando empleos directamente, o indirectamente a través de su consumo. Esto es lo que se conoce como trickle down economics.

 

Bueno, ¿y cómo nos fue con eso? No muy bien, como hasta el Fondo Monetario Internacional, una de las instituciones que más impulsó el neoliberalismo en su momento, tuvo que admitir. Las políticas neoliberales sí abrieron la posibilidad de generar riquezas enormes, pero la mayor parte de esa bonanza sólo benefició a una élite minoritaria, produjo una gran desigualdad y creó una crisis ecológica mundial sin precedentes.

 


Sucede que, dejado sin regulaciones, el mercado tiende a concentrar la riqueza en cada vez menos personas. Digamos que sí, una empresa crece, establece otra planta, maquiladora o sucursal y con eso genera empleos. Pero habrá una desproporción enorme entre los salarios de esos trabajadores y la riqueza que esa expansión genere para sus dueños, accionistas y altos funcionarios.

 

Sí, teniendo vastas fortunas, los millonarios consumirán mucho, y al hacerlo garantizan los empleos de quienes ofrecen los servicios y productos que estos millonarios quieren. Pero sucede que casi todo eso que consumen los millonarios es provisto por empresas propiedad de otros millonarios, mismos que se benefician en su mayoría de la riqueza que les llega, porque pagan míseramente a sus propios empleados. Así, casi toda la riqueza permanece en la clase más alta y sólo ‘rueda’ hacia abajo el mínimo necesario que se necesita para que la maquinaria de extracción, producción y consumo siga funcionando.

 

¿Qué tiene que ver todo esto con que trabajemos tanto y ganemos tan poco? Pues tiene todo que ver. Debemos dejarlo en claro: hoy en día sería tecnológicamente posible producir la gran mayoría de lo que necesitamos y queremos con relativamente poco tiempo de trabajo por persona. No trabajamos tanto porque sea necesario.

 


Pero sucede que una inmensa proporción de la riqueza producida por el trabajo de todos se queda en pocas manos. Los medios necesarios para generar esa riqueza, desde las tierras de donde se extraen las materias primas, pasando por las instalaciones donde se manufacturan los productos y hasta las cadenas de tiendas donde se venden, son propiedad de una minoría cada vez más reducida y cada vez más poderosa, que se beneficia casi exclusivamente de todo el proceso. Ese mismo poder y riqueza les permite imponer sus condiciones para evitar que sea de otra manera.

 

La ideología neoliberal considera que casi la única forma legítima en la que esa riqueza puede cambiar de manos es a través de la compra-venta voluntaria; es decir, si quieres su dinero debes venderles algo a cambio, incluyendo tu mano de obra (la alternativa es que te lo quieran donar por su inmenso corazón). Y como ellos tienen la ventaja, pueden decidir en un amplio margen cuánto pagarte por ella.

 

Tan es así, que se terminan inventando lo que el antropólogo David Graeber llama bullshit jobs, que podríamos definir como “trabajos basura”, aquellos puestos laborales que representan pocos o ningún beneficio para la sociedad, o que de plano son dañinos, y que mucho menos resultan gratificantes para quienes los llevan a cabo. Es un fenómeno extraño, pero mientras disminuye el número de personas que de hecho producen, reparan o transportan las cosas, aumenta el número de las que reciben un sueldo a cambio de “encargarse de el papeleo”.

 


Los ejemplos de trabajos basura van desde grises puestos de oficina y el telemercadeo que causa tantas molestias; pasando por abogados, contadores y cabilderos corporativos que ayudan a las empresas multimillonarias a pagar pocos impuestos y que se aprueben las leyes que las benefician; hasta llegar a mercadólogos y publicistas manipulándonos para hacernos creer que queremos productos inútiles.

 

Al mismo tiempo, los ultrarricos tienen fortunas tan vastas que es imposible para la gente común el siquiera concebir qué significan esas enormes cantidades de dinero. Como ya no saben ni qué hacer con tanta riqueza, la gastan en proyectos que traen pocos o ningún beneficio para nadie más, como los yates tan grandes que tienen pistas de aterrizaje para helicópteros y puertos para barcos más pequeños (y que son una fuente enorme de emisiones de CO2) o la conocida carrera espacial entre multimillonarios. Eso, sin contar las formas en las que riqueza que tomó mucho trabajo y recursos producir es destruida para mantener los precios.

 

O sea, toda esa fortuna, que podría acabar con muchos problemas que aquejan a la humanidad y ponen en peligro su misma existencia, esa riqueza que podría asegurar a cada persona una vida cómoda sin tanto trabajo ni preocupaciones, cuando no es destruida, está siendo usada en actividades y proyectos que benefician a muy pocas personas, o de plano hacen daño a la humanidad y al medio ambiente.

 


¿Cómo llegamos a aceptar esto como válido? Bueno, en gran parte la culpa la tiene el mito de la meritocracia, la creencia de que vivimos en un mundo fundamentalmente justo en el que la riqueza que cada quien recibe es merecida según sus esfuerzos, inteligencia, talento y otras virtudes. O sea, los ricos son ricos porque tienen mejores hábitos, trabajan más duro, tiene grandes ideas, etcétera. Esta creencia ha sido refutada desde las ciencias sociales y la economía, pero sigue siendo muy popular entre la gente común, y continúa siendo impulsada desde espacios conservadores. Es normal: toda sociedad tiene narrativas para justificar por qué algunas personas tienen el poder y la riqueza, por qué lo merecen y por qué eso es lo mejor para todos. Pero no deja de ser sólo mito.

 

Así, a pesar de que los datos duros muestran cuánto laboran los trabajadores, no faltan las respuestas ad hoc para justificar los bajos salarios y la desigual distribución de la riqueza: “pues sí, trabajan muchas horas, pero no son eficientes” o “pues sí, estudiaron muchos años, pero en la escuela no aprendieron a lidiar con el mercado laboral”.

 

El otro problema es que hemos desarrollado una cultura alrededor del trabajo que termina haciéndonos daño. El trabajo ya no es visto como un esfuerzo para satisfacer ciertas necesidades o deseos, y pasó a ser considerado una obligación moral que determina el valor de una persona. El no querer trabajar más allá de tus horarios de oficina, el no aguantar jornadas extenuantes y a jefes abusivos, el quejarse de condiciones laborales inconvenientes, son considerados defectos personales: pereza, debilidad, mediocridad o falta de compromiso.

 


Esta idea nos contamina más allá del lugar del trabajo, por ejemplo, a la universidad, donde se considera positivo que los estudiantes sean obligados a descansar muy poco y estar siempre ocupados para aprender a “aguantar la presión”. Esto lo interiorizamos, es decir, deja de ser solamente exigido externamente y empezamos a creerlo nosotros mismos. Pensamos en el descanso y el disfrute como algo que “tenemos que ganarnos”, y no como necesidades humanas básicas. Hasta en nuestra vida cotidiana, si no estamos haciendo “algo productivo”, nos sentimos culpables o menos valiosos. El resultado es que estamos estresados, deprimidos y perennemente exhaustos, como señala el filósofo Byung-Chul Han en La sociedad del cansancio.

 

Esta mentalidad favorece a los más ricos, aunque no se escapan de ella. No es que los CEO del mundo estén echados sin hacer nada; de hecho, también tienen jornadas larguísimas y están sometidos a mucho estrés que afecta su salud. La cosa es, ¿a cambio de qué hacen eso? Ya tienen más riqueza de la que pueden gastar en toda su vida, ¿para qué sufren tanto? En parte es simple codicia y ambición de poder; en parte es la misma creencia de cada quien vale lo que trabaja y lo que gana.

 

Supongamos que existiera una máquina que fabrica gratis cualquier cosa que le pidas. Pero alguien más te dice que para tener el derecho de usarla tienes que cargar una caja y caminar durante 8 horas al día con ella ¿Te parece que tendría sentido? Bueno, no es ésa la situación, pero casi, porque nos están haciendo trabajar hasta el límite por recursos que podríamos tener con mucho menos esfuerzo, sólo porque una minoría se queda con casi todo. Por lo mismo vale la pena preguntarnos, ¿a cambio de qué trabajamos tanto? ¿A cambio de qué soportamos tantas carencias, precarización y malos tratos?

 


Hoy por hoy, cada uno de nosotros podría tener jornadas laborales más breves y salarios más altos. Pero no sería fácil obtenerlo, porque eso implicaría que los más ricos no pudieran acumular tanto. Si Amazon tuviera que pagar más a sus empleados, y tuviera que contratar a más de ellos para que cada uno pudiera tener jornadas más breves (en vez de las atroces condiciones laborales que tiene la empresa), Jeff Bezos sería menos rico y no podría pagar sus viajes al espacio. Así que los millonarios no aceptarán este cambio voluntariamente; de hecho, hacen grandes esfuerzos e invierten pequeñas fortunas para evitarlo.

 

Quizá piensas “Bueno, Jeff Bezos, Bill Gates y Elon Musk a lo mejor podrían hacerlo, pero no cualquier pequeño o mediano empresario podría subir los sueldos, reducir las jornadas y contratar el doble de personal de la noche a la mañana”. Es cierto, pero sucede que, si esos ultrarricos no monopolizaran los mercados y acapararan los recursos, podrían hacerlo. De hecho, un gran problema es que las grandes corporaciones abusan de las más pequeñas que les proveen de productos o servicios, sin dejarles más opción que aceptar las condiciones desfavorables con las que tienen que negociar. Así, la dinámica de explotación y desigualdad se va reproduciendo en cada escalafón hasta llegar a los negocios más modestos. Y es que, aunque quieran hacerles creer lo contrario, en cuanto a sus intereses, los pequeños y medianos empresarios están más cerca de la clase trabajadora que de la élite y una sociedad más equitativa nos conviene a todos, menos a una minúscula minoría.

 

Entonces, tendremos que forzar a esa minoría a aceptar un cambio de reglas, mediante movimientos masivos de protesta, organizaciones laborales que den a los trabajadores el poder de negociar frente a los empresarios y personas en cargos de elección popular que tengan las agallas para luchar por esta agenda. En el pasado, otros movimientos lucharon y consiguieron el salario mínimo, la jornada laboral máxima y las vacaciones pagadas, además de salud y educación pública financiadas por el estado. Esas conquistas se echaron para atrás en los últimos 50 años, pero pueden ser reclamadas e incluso podemos aspirar a más.

 


Es más, hoy en día podemos atestiguar un resurgimiento del movimiento laboral en distintos países, y una resistencia de las nuevas generaciones a simplemente “aguantar” las condiciones laborales que se les imponen como inevitables.

 

Cierro con unas palabras del autor ruso Antón Chéjov:

 

Si todos los habitantes de la ciudad y del campo, todos sin excepción, consintiéramos dividir entre nosotros el trabajo que en general realiza la humanidad para la satisfacción de sus necesidades físicas, a cada uno no le correspondería quizá no más de dos o tres horas por día. Imagínese que todos, ricos y pobres, trabajamos solamente tres horas por día y el tiempo restante nos queda libre. Todos en común, dedicamos este ocio a las ciencias y a las artes.

 

Vale la pena trabajar hoy para que en un futuro no tengamos que trabajar tanto.

FIN

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