Diarios de la pandemia es una bitácora de la crisis de Covid-19, una crónica de la realidad a través de la ficción. Esta entrada es del 17 de marzo de 2022
Fue
el viernes 13 de marzo de 2020 el último día que mis hijos y yo fuimos a
clases, la última vez que comimos en un restaurante y la fecha en que nos
avisaron que por causa de la pandemia de Covid-19 debíamos acuartelarnos en
nuestros hogares por tiempo indefinido. Esta semana en la que escribo se han
cumplidos dos años desde ese suceso.
Después
de un año de clases en línea, a partir de la mitad de 2021 vinieron otros dos
semestres del horroroso “modelo híbrido”. Hace unos meses, a principios del
invierno, parecía que por fin saldríamos de este túnel, cuando nos golpeó la
variante ómicron y nos regresó al confinamiento. Ahora en mi Yucatán las
estadísticas de contagios están tan bajas como justo antes de aquella última
oleada. Por fin, este lunes 14 de marzo,
la prepa en la que trabajo reanudó las clases cien por ciento presenciales,
aunque todavía con cubrebocas y otras restricciones. Aun así, fue un día de
celebración: estábamos de vuelta.
Sin
embargo, todavía no podemos decir que hayamos dejado la enfermedad atrás. Europa está padeciendo una nueva oleada y siempre podría llegar otra variante. Eso sí, parece
que de ahora en adelante la letalidad será menor. El covid pasará de ser
pandemia a ser endemia, se espera, como una gripe estacional. Y sólo nos costó
cinco millones de muertos llegar a este punto.
Cuando
empecé Diarios de la pandemia, pensé que la cuarentena duraría unas semanas, o
cuando mucho un par de meses. En ese entonces me lo tomaba con cierto humor
negro (como mecanismo de defensa) y hasta con algo de intriga por una
experiencia que venía a romper la normalidad. Ahora ya no se me da tanto eso de
reírme. Todos hemos perdido a alguien, vimos nuestra calidad de vida afectada e,
incluso si no nos enfermamos de este virus, nuestra salud física y emocional se
ha visto deteriorada.
Cuando
en marzo de 2021 cumplimos un año de encierro, pensé que ya estábamos cerca del
final, y que no valía mucho la pena añadir nuevos capítulos a la serie. Hoy, agotado
y abatido, me doy cuenta de que todavía queda mucho por decir, todavía hay
lecciones que podemos recoger e información que compilar para el futuro. Así
pues, hablemos de Diario del año de la peste del escritor inglés Daniel
Defoe. El libro, publicado en 1722, es una narración de la epidemia de peste que
azotó Londres en 1665.
I
La
bacteria Yersinia pestis ha sido la causante de tres grandes epidemias a
lo largo de la historia, empezando por la Plaga de Justiniano que arrasó el
Mediterráneo en el siglo V. La segunda fue la infame Peste Negra, que mató
entre un tercio y la mitad de la población de Europa durante el siglo XIV. Una
tercera inició en China a finales del siglo XIX y causó millones de muertes en
Asia oriental.
Aunque
la peste se asocia a la Edad Media, lo cierto es que, tras llegar a su apogeo y
declinar en aquella época, la enfermedad pasó a volverse endémica, y brotes
importantes se dieron de forma cíclica por las centurias que siguieron,
incluyendo grandes epidemias en la segunda mitad del siglo XVII. De hecho, fue
en esta época en que se originaron los famosos “doctores de la peste”, con sus
características túnicas negras y máscaras con forma de picos de aves.
Fue
precisamente Londres una de las ciudades más duramente atacadas por la peste en
el siglo XVII. Unas cien mil personas perdieron la vida aquel año;
aproximadamente una cuarta parte de la población de la urbe. Eran tiempos
difíciles para Inglaterra, pues guerras civiles habían devastado al país desde
1642. Tras la epidemia, un gran incendio destruiría la capital en 1666. Más
personas murieron en Inglaterra en este periodo que en las dos guerras
mundiales juntas.
En
este contexto se sitúa la historia narrada en Diario del año de la peste.
Está presentada como los registros de un autor anónimo, comerciante de
profesión, que sólo se conoce por las siglas HF. El escritor Daniel Defoe (1660-1731),
famoso por Robinson Crusoe, tenía un tío llamado Henry Foe, que
justamente era comerciante y vivió durante el año de la peste, así que se asume
que el libro está basado, por lo menos en parte, en las vivencias de este
personaje. A ello añadió Defoe otros testimonios, los resultados de sus propias
investigaciones y, según se entiende, algo de ficción. El resultado es una obra
difícil de clasificar, no realmente una novela, pero tampoco un testimonio
histórico.
A
pesar de su título, el libro no está escrito a manera de bitácora, en la que el
narrador lleve un registro cronológico de los sucesos acaecidos en cada
momento. En realidad, está escrito como una narración desordenada, en la que el
narrador se repite a menudo, hace largas digresiones o saltos hacia atrás y
adelante en el tiempo. Esto le da mayor verosimilitud, pues de verdad se siente
como alguien que, sin oficio de escritor, un buen día se puso a poner en papel
sus recuerdos del año de la peste.
A
cambio, esto lo hace un tanto pesado de leer, aunque no sea tan largo (360
páginas en mi bonita edición de Gandhi), especialmente porque no está dividido
en capítulos. En realidad, aunque puede resultar muy interesante por los hechos
históricos que retrata, no es un libro muy entretenido que digamos, y es
probable que yo no lo hubiera leído de no ser por mi afán de buscar en la
historia y la ficción lecciones para comprender y sobrellevar lo que estamos
viviendo.
II
El
narrador hace una descripción sobrecogedora de Londres azotada por la plaga,
desde el pánico irracional a inicios de la epidemia, hasta la indiferencia y
resignación de los ciudadanos cuando ésta comienza a retroceder. Es aquí donde
se pueden encontrar paralelismos con nuestras experiencias durante estos dos
años. Al principio de la peste de Londres, el miedo a la enfermedad llevó a la
gente a huir de la ciudad, o acuartelarse en sus casas, y evitar contacto con
los vecinos.
Escribiendo
esto dos años más tarde, parecen tan lejanos esos días de 2020, con la histeria
colectiva y las compras de pánico. Con el paso de los meses nos sorprenderían
(e indignarían) más los casos personas que no se cuidaban apropiadamente a sí
mismas ni a los demás y con ello provocaban más contagios; fueron los odiados
covidiotas.
Asimismo,
recuerdo a mucha gente dejándose embaucar con remedios espurios contra el
coronavirus, que no servían de nada y en muchas ocasiones las llevaron a la
intoxicación. Tantos bulos se difundieron sobre la enfermedad, sus causas, sus
mecanismos de contagio y sus posibles remedios, que las instituciones de salud y divulgación científica han estado continuamente ocupadas. En la primera
etapa de la peste de Londres también surgieron toda clase de merolicos y estafadores
que prometían curas milagrosas. Nos dice Defoe:
Los desventurados
fueron tan necios que seguían a los curanderos y charlatanes y toda la
camarilla de comadres, pidiendo medicinas y brebajes, ingiriendo tal cantidad
de píldoras, pociones y conservantes, como se les llamaba, que no sólo gastaron
su dinero, sino que también se envenenaron de antemano por temor a la
infección, prepararon sus cuerpos para la plaga, en lugar de preservarlos
contra ella. Por otra parte, es increíble, y apenas se puede uno imaginar, cómo
las puertas de las casas y los rincones de las calles estaban repletas de
anuncios de médicos y notas de personas ignorantes diciendo verdaderas
barbaridades sobre la medicina, que invitaban a la gente a acudir a ellos en
busca de remedios…
Hay
otro paralelismo que me pareció curioso. Quizá han notado que la astrología y
otras prácticas esotéricas han ganado en estos años tal popularidad como no se
había visto en generaciones (aquí, aquí y aquí). La
tendencia, de hecho, comienza a manifestarse desde 2016, año del ascenso de la ultraderecha en el mundo, pero se disparó conspicuamente con la pandemia. Esto
es consistente con lo que se sabe de estas olas de “renacer espiritual”: se dan en épocas de crisis en las que las personas
ven la normalidad desquebrajada y se aferran a creencias mágicas que les dan
consuelo y la sensación de recuperar algo de control sobre sus vidas.
Buen,
pues esto es lo que nos dice Defoe sobre la peste de Londres:
Estas necedades
llenaron la ciudad de falsos magos, que se dedicaban, decían ellos, a la magia
negra, y a no sé qué sandeces más; ellos pretendían tener tratos con el diablo,
algo que era mil veces peor que los delitos de los que eran realmente
culpables. Este comercio proliferó y su práctica se extendió, pues en muchas
puertas había letreros que decían: “Aquí vive un adivino”, “Aquí vive un
astrólogo”, “Aquí se hacen horóscopos”.
Pero qué
ridiculeces grotescas y absurdas conseguían estos oráculos del diablo para
atraer y contentar a la gente, no lo sé; sin embargo, cada día eran
innumerables los clientes que se agolpaban ante sus puertas, y sólo con que se
viera por las calles a uno de estos personajes, vestido de terciopelo, con
golilla y capa negra, que era el atuendo habitual de estos charlatanes, para
que pronto lo siguiera toda una multitud que le hacía incesantes preguntas.
Es
curioso cómo en varias de las obras sobre epidemias que hemos visitado, así
sean de distintas épocas, advierten contra embaucadores, curanderos y falsos
profetas. Y aun así aquí estamos. Parece que la credulidad humana sigue y
seguirá siendo la misma.
III
En
el momento de máximo paroxismo de la peste, nuestro protagonista caminaba por
las calles desiertas de la ciudad, escuchando los gritos ahogados y lamentos de
las personas en sus casas. Cuenta historias terribles de familias enteras que
murieron en pocos días. A veces el último miembro moría y su cadáver se quedaba
pudriéndose en una habitación, porque ya no había nadie que diera aviso o
viniera por él.
El
narrador hace ciertas observaciones de interés científico sobre la peste.
Discute las diferentes suposiciones que en ese tiempo se hacían sobre su
contagio y cómo evitarlo. En esa época la teoría predominante era la del
miasma, un vapor pestilente que contaminaba ciertas regiones como si se tratase
de una nube ponzoñosa. Pero también hace mención a la incipiente ciencia de los
gérmenes, a los que se refiere como “animales invisibles” que flotan en el aire
maloliente y penetran el cuerpo a través de la nariz, la boca y los poros,
causando la enfermedad. Incluso menciona curiosos rumores de gente que afirmaba
haber visto con un microscopio a estos seres, que tenían la forma de
serpientes, demonios y dragones; aunque esto lo descarta asegurando que los
microscopios de la época no estaban tan avanzados.
Cuando
la peste atacó Roma una década antes, en 1656, el científico y fraile jesuita
Athanasius Kircher observó microorganismos en la sangre de los pacientes y
concluyó que eran los causantes de la enfermedad. No sé qué tan bien enterado
podría estar Henry Foe de estos descubrimientos, así que quizá estas
discusiones científicas fueron incluidas en la narración por Daniel Defoe, que
vivió en una época en la que los conocimientos médicos estaban mejor
desarrollados y más difundidos.
Entre
las medidas para evitar el contagio, el narrador cuenta de una mujer, asistente
de medicina, que no sólo guardaba todas las medidas de higiene, sino que siempre
se cubría la nariz y la boca con trapos bañados en vinagre, lo cual tiene todo
el sentido del mundo porque, hoy sabemos, la peste se contagia por el aire y el
vinagre sirve como desinfectante. Esta valiente y virtuosa mujer, a la que sólo
conocemos como “la esposa de John Howard”, cuidó de muchos enfermos y nunca se
contagió.
Nuestro
protagonista también observa las dos formas básicas en las que la peste se
manifestaba. La más evidente era la bubónica, en la que el paciente
desarrollaba desagradables y muy dolorosos bubones en diferentes partes del
cuerpo, en especial en las axilas y las ingles. Algunas personas enloquecían
literalmente de dolor y se lanzaban a las calles gritando en agonía. La otra
forma, más insidiosa, era la neumónica; no aparecían bubones, por lo que una
persona podía aparentar completa salud hasta que súbitamente enfermaba con
fiebres y espasmos, y moría en poco tiempo, a veces cuestión de horas. Cuando
se hacían autopsias, se descubrían los órganos internos destruidos por la
peste.
También,
concluye nuestro narrador, después de algunas observaciones, debía haber
pacientes a los que hoy llamaríamos asintomáticos, que estaban
contaminados con la peste, pero como no se enfermaban, seguían su vida
naturalmente y continuaban propagando la enfermedad sin darse cuenta. Esto lo
conocemos muy bien hoy.
Como
siempre, los más pobres pagan el precio más alto. Mientras las familias ricas
podían huir de la ciudad e irse a sus casas de campo, las personas que vivían
del trabajo diario no tenían más remedio que permanecer en sus puestos. Cuando
el comercio colapsó y muchos oficios se quedaron sin clientela, decenas de
trabajadores se tuvieron que resignar a las labores más peligrosas: guardianes
de casas clausuradas, carreteros para transportar a los cadáveres, asistentes
de los médicos, enterradores… Por supuesto, morían por montones, los
infortunados. En nuestra pandemia, los llamamos “trabajadores esenciales”.
Uno
de los pasajes más interesantes del libro, y el único que se trata de una
verdadera narración novelesca, cuenta la historia del tres amigos de clase
trabajadora que, al inicio de la peste y ante el cierre de la economía que los
dejó sin empleo, decidieron salir de Londres y mantenerse alejados de las
poblaciones grandes. Me llamó la atención porque incluye varios tropos que
mucho tiempo después de convertirían en lugares comunes en la ficción
apocalíptica y de zombis. Nos cuentan cómo, casi todo el tiempo que duró la
pandemia, este trío anduvo vagando por el descampado, en caminos desiertos y
sólo acercándose con cautela a los pueblos. Otros refugiados se les fueron
uniendo con el tiempo y conformaron un pequeño ejército de sobrevivientes; uno
de los amigos, que tenía experiencia militar, se convirtió en el líder.
Pronto
la epidemia dejó de ser el único peligro; también estaban los otros grupos
humanos. Algunas bandas de exiliados se dedicaron al pillaje, y naturalmente
los habitantes de las poblaciones no contaminadas se volvieron desconfiados y
hostiles ante cualquier extraño. En un pasaje, nuestros héroes tuvieron que
recurrir a estratagemas para parecer que eran un grupo más numeroso de personas
armadas, y así intimidar a los habitantes de una aldea y que les dejaran seguir
su camino en paz. Era casi como The Walking Dead.
IV
La
epidemia de peste en Londres es importante históricamente porque, ante una
crisis de ese tamaño, era necesario un nivel de control y administración sin
precedentes por parte de las autoridades. El resultado fue uno de los pasos más
importantes en la expansión de los poderes estatales para vigilar y controlar de cerca las acciones de los
ciudadanos en su vida cotidiana. A Foucault no le gusta esto.
Entre
las políticas más estrictas, se implementó la clausura de casas en las que por
lo menos un habitante se hubiera infectado. En estos casos, se prohibía la
salida de los habitantes del edificio, aunque estuvieran sanos, y la entrada de
gente externa. Para vigilar el cumplimiento de la orden, se apostaban
guardianes en las calles.
Según
el narrador, esta medida draconiana fue un fracaso. Sucedía a menudo que los
habitantes de la casa burlaban a los guardianes, los sobornaban o incluso los
atacaban. El miedo a ser encerrados en casa llevaba a las familias a ocultar la
condición de los enfermos, y a seguir con su vida cotidiana para no levantar
sospechas, o escapar de la ciudad antes de que se notara su condición. Como
resultado, estas personas muchas veces contribuyeron a propagar la peste y
agravaron la situación.
Si
2020 fue el año de la plaga, el siguiente fue el de la lentísima vuelta a la
normalidad, sobre todo gracias al inmenso logro que fue el desarrollo de la
vacuna y a los gobiernos que se dieron a la tarea de inocular a sus ciudadanos.
Para que las epidemias cumplan su ciclo natural, como fue en 1666, es necesario
que todos los que eran vulnerables mueran y sólo sobrevivan quienes adquieran
inmunidad o resistencia.
Sin
embargo, aún se pueden encontrar similitudes entre nuestras últimas semanas de
pandemia y las de la peste de Londres. Después de tanto tiempo de encierro,
después de que tantas personas han muerto, llega un momento en que la gente se
harta y prefiere volver a la normalidad, o se resigna a que “de algo hay que
morir”, o se contagia de un falso optimismo.
Defoe
cuenta la historia de una familia burguesa que había huido de Londres en los
primeros días de la peste; regresó cuando se supo que lo peor había pasado,
sólo para contagiarse y morir en cosa de unos días. Como sucedió cuando nos
atacó la variante ómicron, al relajar las precauciones justo en el momento en
que la curva de contagios y muertes parecía descender, en 1665 se dieron nuevas
oleadas que mataron a muchas más personas de las que habrían muerto si las
medidas de precaución se hubieran mantenido hasta el final.
El temperamento
irreflexivo de nuestro pueblo (si en todo el mundo es igual o no, ya es algo
que no es cuestión mía averiguar, pero el hecho es que lo constaté aquí), es
tal que, del mismo modo en que se producía el primer terror de la epidemia, las
personas se evitaban las unas a las otras, y huían de su casa y de la ciudad
con un miedo injustificado y, a mi parecer, también inútil, ahora que corría el
rumor de que ya no se contraía el mal con tanta facilidad como antes, y que en
caso de contraerse ya no era mortal como lo fue, y al ver las innumerables
personas que habían caído realmente enfermas y que cada día se restablecían,
dieron muestras de un valor tan irreflexivo y se despreocuparon tanto de sí
mismas y de la epidemia que no prestaron más atención a la peste que la que se
presta a una calentura ordinaria, y la verdad es que ni siquiera tanta.
Diario
del año de la peste nos da muchos
ejemplos de prevaricación, egoísmo y estulticia, pero también otros muchos de
solidaridad, ánimos generosos y devoción al prójimo. La crisis puede sacar lo
peor de las personas, pero en ocasiones también permite que florezca lo mejor,
porque es la única forma en la que las comunidades pueden sobrevivir y recuperarse.
Vendrán
más plagas, de eso no hay duda. El cambio climático se encargará de traerlas a
nuestras puertas, según advierten los científicos. Lo peor que podríamos hacer sería regresar a la
normalidad como si nada hubiera pasado, como si esta experiencia hubiera sido
sólo un paréntesis en nuestra rutina cotidiana y no un evento que puso de
cabeza nuestra realidad. Algo tendremos que haber aprendido de esta experiencia
o tanto sufrimiento habrá sido en vano. Como dice Defoe en un momento de su
obra, “Que no se diga que contar esta historia no sirvió de nada”.
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