En los años 1930, el economista John
Maynard Keynes predijo que, para finales del siglo XX, la gente en promedio trabajaría unas 15 horas a la
semana. Esto, supuso, sería posible
gracias a la automatización del trabajo; ya en su tiempo era una realidad que
las máquinas estaban sustituyendo la fuerza humana en diferentes actividades
productivas. Pronto, imaginó Keynes, las principales necesidades humanas
podrían ser cubiertas con un esfuerzo mínimo para las personas, lo que nos
dejaría con mucho tiempo libre que pudiéramos dedicar a actividades
recreativas o lo que quisiéramos. Como sabemos, la tendencia a la
automatización continuó a lo largo de la historia y hasta nuestros días; sin
embargo, la predicción sobre trabajar menos no se hizo realidad. ¿Por qué?
Ya es famosa la siguiente gráfica, hecha por el Economic
Policy Institute, en la que se
muestra la disparidad que hay entre la productividad y los salarios de los
trabajadores en Estados Unidos. O sea, aunque la suma de todas las actividades
económicas produce cada vez más riqueza al año, el porcentaje de esa riqueza
que llega a los trabajadores es cada vez menor desde finales de los 70. Es
decir, en ese tiempo, el 1% más rico ha visto sus ganancias anuales
incrementadas en 138%, mientras que las ganancias del 90% más pobre sólo han
aumentado el 15%. A esto se le llama el estancamiento de los salarios.
Eso es en Estados Unidos. En mi México,
donde nos hemos hecho de una fama de flojos, tenemos una de las semanas
laborales más largas de la OCDE: los mexicanos trabajamos en promedio unas 43 horas semanales. Al mismo tiempo, en 2021 el salario promedio en nuestro país es de 6,000 pesos (alrededor de 300 dólares) al mes, uno de los más bajos de la OCDE. Y eso que nuestro país es el número 15 en las
economías mundiales, en cuanto a PBI. Ah, pero es también uno de los países más
desiguales del mundo, en donde el 10% más rico acapara el 59% de los
ingresos. A nivel mundial, el 1% más rico posee el 46% de la riqueza, y ése es un porcentaje que ha ido creciendo en las
últimas décadas.
Para más inri, la generación Millennial
(nacida en los 80 y 90) tiene en conjunto sólo el 3% de la riqueza total de
Estados Unidos, una fracción del porcentaje de la riqueza que la
generación Boomer (nacida entre 1945
y 1965) poseía a su misma edad, el 21%. Y eso que los Millennials fueron la
generación con más años de educación académica y de las que trabajan más duro, pero no pueden aspirar a tener un futuro igual de
próspero que sus padres porque los salarios se han estancado mientras los
precios de cosas como ir a la universidad o comprar una casa propia, han subido desproporcionadamente. Ahora, no hallo
muchos datos tan detallados sobre México y Latinoamérica, pero la situación parece ser a grandes rasgos la misma.
¿Cómo llegamos a esto? Bueno, para hacer
corta una historia larga, digamos que a mediados de la década de los 70 el
modelo económico se había estancado y fue sustituido por una serie de políticas
que han recibido el nombre genérico de “neoliberalismo” y que incluyen la
desregulación de las actividades económicas, la reducción de impuestos para las
corporaciones y los millonarios, un menor gasto del gobierno en programas
sociales y servicios públicos, más facilidades para que las grandes empresas
puedan expandirse, menos derechos laborales, etcétera. Pueden ver una historia
de cómo el neoliberalismo se convirtió en la doctrina económica dominante por acá.
La idea era ésta: si se les quitaba
trabas (como regulaciones e impuestos) a las grandes empresas y se les dejaba
actuar con mayor libertad en sus diversas actividades (cómo y a quién
contratan, dónde se establecen, con quién se fusionan, qué desechos arrojan a
los ríos, etc.) esto produciría una gran bonanza económica que nos beneficiaría
a todos. Habría más empleos, nuevos y mejores productos y servicios, y así por
el estilo. La clase más adinerada generaría enormes riquezas, que luego
rodarían hacia los estratos más bajos cuando los millonarios invirtieran,
generando empleos directamente, o indirectamente a través de su consumo. Esto
es lo que se conoce como trickle down economics.
Bueno, ¿y cómo nos fue con eso? No muy
bien, como hasta el Fondo Monetario Internacional, una de las instituciones que
más impulsó el neoliberalismo en su momento, tuvo
que admitir. Las políticas neoliberales
sí abrieron la posibilidad de generar riquezas enormes, pero la mayor parte de
esa bonanza sólo benefició a una élite minoritaria, produjo una gran
desigualdad y creó una crisis ecológica mundial sin precedentes.
Sucede que, dejado sin regulaciones, el
mercado tiende a concentrar la riqueza en cada vez menos personas. Digamos que sí, una empresa crece, establece otra
planta, maquiladora o sucursal y con eso genera empleos. Pero habrá una
desproporción enorme entre los salarios de esos trabajadores y la riqueza que
esa expansión genere para sus dueños, accionistas y altos funcionarios.
Sí, teniendo vastas fortunas, los
millonarios consumirán mucho, y al hacerlo garantizan los empleos de quienes
ofrecen los servicios y productos que estos millonarios quieren. Pero sucede
que casi todo eso que consumen los millonarios es provisto por empresas
propiedad de otros millonarios, mismos que se benefician en su mayoría de la
riqueza que les llega, porque pagan míseramente a sus propios empleados. Así,
casi toda la riqueza permanece en la clase más alta y sólo ‘rueda’ hacia abajo
el mínimo necesario que se necesita para que la maquinaria de extracción,
producción y consumo siga funcionando.
¿Qué tiene que ver todo esto con que
trabajemos tanto y ganemos tan poco? Pues tiene todo que ver. Debemos dejarlo
en claro: hoy en día sería tecnológicamente posible producir la gran mayoría de
lo que necesitamos y queremos con relativamente poco tiempo de trabajo por
persona. No trabajamos tanto porque sea necesario.
Pero sucede que una inmensa proporción
de la riqueza producida por el trabajo de todos se queda en pocas manos. Los
medios necesarios para generar esa riqueza, desde las tierras de donde se
extraen las materias primas, pasando por las instalaciones donde se
manufacturan los productos y hasta las cadenas de tiendas donde se venden, son
propiedad de una minoría cada vez más reducida y cada vez más poderosa, que se
beneficia casi exclusivamente de todo el proceso. Ese mismo poder y riqueza les
permite imponer sus condiciones para evitar que sea de otra manera.
La ideología neoliberal considera que
casi la única forma legítima en la que esa riqueza puede cambiar de manos es a
través de la compra-venta voluntaria; es decir, si quieres su dinero debes
venderles algo a cambio, incluyendo tu mano de obra (la alternativa es que te
lo quieran donar por su inmenso corazón). Y como ellos tienen la ventaja,
pueden decidir en un amplio margen cuánto pagarte por ella.
Tan es así, que se terminan inventando
lo que el antropólogo David Graeber llama bullshit jobs, que podríamos definir como “trabajos basura”,
aquellos puestos laborales que representan pocos o ningún beneficio para la
sociedad, o que de plano son dañinos, y que mucho menos resultan gratificantes
para quienes los llevan a cabo. Es un fenómeno extraño, pero mientras disminuye
el número de personas que de hecho producen, reparan o transportan las cosas,
aumenta el número de las que reciben un sueldo a cambio de “encargarse de el
papeleo”.
Los ejemplos de trabajos basura van
desde grises puestos de oficina y el telemercadeo que causa tantas molestias; pasando
por abogados, contadores y cabilderos corporativos que ayudan a las empresas
multimillonarias a pagar pocos impuestos y que se aprueben las leyes que las
benefician; hasta llegar a mercadólogos y publicistas manipulándonos para
hacernos creer que queremos productos inútiles.
Al mismo tiempo, los ultrarricos tienen
fortunas tan vastas que es imposible para la gente común el siquiera concebir
qué significan esas enormes cantidades de dinero. Como ya no saben ni qué hacer
con tanta riqueza, la gastan en proyectos que traen pocos o ningún beneficio
para nadie más, como los yates tan grandes que tienen pistas de aterrizaje para helicópteros y
puertos para barcos más pequeños (y que son una fuente enorme de emisiones de
CO2) o la conocida carrera espacial entre multimillonarios. Eso, sin contar las
formas en las que riqueza que tomó mucho trabajo y recursos producir es
destruida para mantener los precios.
O sea, toda esa fortuna, que podría
acabar con muchos problemas que aquejan a la humanidad y ponen en peligro su
misma existencia, esa riqueza que podría asegurar a cada persona una vida
cómoda sin tanto trabajo ni preocupaciones, cuando no es destruida, está siendo
usada en actividades y proyectos que benefician a muy pocas personas, o de plano
hacen daño a la humanidad y al medio ambiente.
¿Cómo llegamos a aceptar esto como
válido? Bueno, en gran parte la culpa la tiene el
mito de la meritocracia, la creencia de que vivimos en un mundo
fundamentalmente justo en el que la riqueza que cada quien recibe es merecida
según sus esfuerzos, inteligencia, talento y otras virtudes. O sea, los ricos
son ricos porque tienen mejores hábitos, trabajan más duro, tiene grandes ideas,
etcétera. Esta creencia ha
sido refutada desde las ciencias sociales y la economía, pero sigue siendo
muy popular entre la gente común, y continúa siendo impulsada desde espacios
conservadores. Es normal: toda sociedad tiene narrativas
para justificar por qué algunas personas tienen el poder y la riqueza, por qué
lo merecen y por qué eso es lo mejor para todos. Pero no deja de ser sólo mito.
Así, a pesar de que los datos duros
muestran cuánto laboran los trabajadores, no faltan las respuestas ad hoc
para justificar los bajos salarios y la desigual distribución de la riqueza:
“pues sí, trabajan muchas horas, pero no son eficientes” o “pues sí, estudiaron
muchos años, pero en la escuela no aprendieron a lidiar con el mercado
laboral”.
El otro problema es que hemos desarrollado
una cultura alrededor del trabajo que termina haciéndonos daño. El trabajo ya
no es visto como un esfuerzo para satisfacer ciertas necesidades o deseos, y
pasó a ser considerado una obligación moral que determina el valor de una
persona. El no querer trabajar más allá de tus horarios de oficina, el no aguantar
jornadas extenuantes y a jefes abusivos, el quejarse de condiciones laborales
inconvenientes, son considerados defectos personales: pereza, debilidad,
mediocridad o falta de compromiso.
Esta idea nos contamina más allá del
lugar del trabajo, por ejemplo, a la universidad, donde se considera positivo
que los estudiantes sean obligados a descansar muy poco y estar siempre
ocupados para aprender a “aguantar la presión”. Esto lo interiorizamos, es
decir, deja de ser solamente exigido externamente y empezamos a creerlo
nosotros mismos. Pensamos en el descanso y el disfrute como algo que “tenemos
que ganarnos”, y no como necesidades humanas básicas. Hasta en nuestra vida
cotidiana, si no estamos haciendo “algo productivo”, nos sentimos culpables o
menos valiosos. El resultado es que estamos estresados, deprimidos y
perennemente exhaustos, como señala el filósofo Byung-Chul Han en La
sociedad del cansancio.
Esta mentalidad favorece a los más ricos,
aunque no se escapan de ella. No es que los CEO del mundo estén echados sin
hacer nada; de hecho, también tienen jornadas larguísimas y están
sometidos a mucho estrés que afecta su salud. La cosa es, ¿a cambio de qué
hacen eso? Ya tienen más riqueza de la que pueden gastar en toda su vida, ¿para
qué sufren tanto? En parte es simple codicia y ambición de poder; en parte es
la misma creencia de cada quien vale lo que trabaja y lo que gana.
Supongamos que existiera una máquina que
fabrica gratis cualquier cosa que le pidas. Pero alguien más te dice que para tener
el derecho de usarla tienes que cargar una caja y caminar durante 8 horas al
día con ella ¿Te parece que tendría sentido? Bueno, no es ésa la situación,
pero casi, porque nos están haciendo trabajar hasta el límite por recursos que
podríamos tener con mucho menos esfuerzo, sólo porque una minoría se queda con casi
todo. Por lo mismo vale la pena preguntarnos, ¿a cambio de qué trabajamos tanto?
¿A cambio de qué soportamos tantas carencias, precarización y malos tratos?
Hoy por hoy, cada uno de nosotros podría
tener jornadas laborales más breves y salarios más altos. Pero no sería fácil
obtenerlo, porque eso implicaría que los más ricos no pudieran acumular tanto. Si
Amazon tuviera que pagar más a sus empleados, y tuviera que contratar a más de
ellos para que cada uno pudiera tener jornadas más breves (en vez de las atroces
condiciones laborales que tiene la empresa), Jeff Bezos sería menos rico y
no podría pagar sus viajes al espacio. Así que los millonarios no aceptarán
este cambio voluntariamente; de hecho, hacen grandes esfuerzos e invierten
pequeñas fortunas para evitarlo.
Quizá piensas “Bueno, Jeff Bezos, Bill
Gates y Elon Musk a lo mejor podrían hacerlo, pero no cualquier pequeño o
mediano empresario podría subir los sueldos, reducir las jornadas y contratar
el doble de personal de la noche a la mañana”. Es cierto, pero sucede que, si
esos ultrarricos no monopolizaran los mercados y acapararan los recursos,
podrían hacerlo. De hecho, un gran problema es que las grandes corporaciones
abusan de las más pequeñas que les proveen de productos o servicios, sin
dejarles más opción que aceptar las condiciones desfavorables con las que
tienen que negociar. Así, la dinámica de explotación y desigualdad se va reproduciendo
en cada escalafón hasta llegar a los negocios más modestos. Y es que, aunque
quieran hacerles creer lo contrario, en cuanto a sus intereses, los pequeños y
medianos empresarios están
más cerca de la clase trabajadora que de la élite y una
sociedad más equitativa nos conviene a todos, menos a una minúscula minoría.
Entonces, tendremos que forzar a esa
minoría a aceptar un cambio de reglas, mediante movimientos masivos de protesta,
organizaciones laborales que den a los trabajadores el poder de negociar frente
a los empresarios y personas en cargos de elección popular que tengan las
agallas para luchar por esta agenda. En el pasado, otros movimientos lucharon y
consiguieron el salario mínimo, la jornada laboral máxima y las vacaciones
pagadas, además de salud y educación pública financiadas por el estado. Esas
conquistas se echaron para atrás en los últimos 50 años, pero pueden ser reclamadas
e incluso podemos aspirar a más.
Es más, hoy en día podemos atestiguar un resurgimiento del
movimiento laboral en distintos países, y una resistencia de las
nuevas generaciones a simplemente “aguantar” las condiciones laborales que
se les imponen como inevitables.
Cierro con unas palabras del autor ruso Antón
Chéjov:
Si todos los
habitantes de la ciudad y del campo, todos sin excepción, consintiéramos
dividir entre nosotros el trabajo que en general realiza la humanidad para la
satisfacción de sus necesidades físicas, a cada uno no le correspondería quizá
no más de dos o tres horas por día. Imagínese que todos, ricos y pobres,
trabajamos solamente tres horas por día y el tiempo restante nos queda libre.
Todos en común, dedicamos este ocio a las ciencias y a las artes.
Vale la pena trabajar hoy para que en un
futuro no tengamos que trabajar tanto.
FIN
Tengo un trabajo regular, pero gracias al apoyo voluntario de mis mecenas en Patreon puedo llegar a casa y dedicarme a escribir estas cosas semanalmente. Tú también puedes ayudarme con un donativo mensual de sólo un dólar. O, si lo prefieres, también puedes hacer una sola donación en PayPal. Mientras tanto, puedes checar otros textos sobre temas relacionados.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario